Los enemigos íntimos de la democracia
Los enemigos íntimos de la democracia
Ofrecemos aquí algunas reflexiones de Todorov (1939-2017), semiólogo y humanista, extraídas de su obra: ‘Los enemigos íntimos de la democracia’. Galaxia Gutenberg, 2016. 206 p. Decía en una entrevista: “El miedo conduce a la barbarie, la barbarie nos amenaza a todos desde el interior. Todos somos potencialmente bárbaros en determinadas actitudes que consisten en no reconocer la plena humanidad de los demás cuando son distintos de nosotros, tratándolos con condescendencia, desprecio u hostilidad.”
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Las paradojas de la libertad (p. 7)
En un primer momento creía que la libertad era uno de los valores fundamentales de la democracia, pero con el tiempo me di cuenta de que determinados usos de la libertad pueden suponer un peligro para la democracia. ¿Será un indicio el hecho de que las amenazas que pesan hoy en día sobre la democracia proceden no de fuera, de los que se presentan abiertamente como sus enemigos, sino de dentro, de ideologías, movimientos y actuaciones que dicen defender sus valores? ¿O incluso un indicio de que los valores en cuestión no son siempre buenos?
Enemigos externos e internos (pág. 8-11)
El acontecimiento político más importante del siglo XX fue el enfrentamiento entre regímenes democráticos y regímenes totalitarios, en el que los segundos pretendían corregir los defectos de los primeros. Este conflicto, responsable de la Segunda Guerra Mundial, de unos sesenta millones de muertos y de infinitos sufrimientos, concluyó con la victoria de la democracia. Se venció al nazismo en 1945, y el hundimiento del comunismo data de noviembre de 1989, con la caída del muro de Berlín, que simboliza el desenlace. […] A principios del siglo XXI, a consecuencia de la acción conjunta de varios politólogos influyentes y el ataque del 11 de septiembre de 2001 contra Estados Unidos, se afirmó que un nuevo enemigo había ocupado el lugar del antiguo, a saber, el islamismo integrista, que llamaba a la guerra santa contra todas las democracias, empezando por Estados Unidos. […] Los atentados terroristas de este tipo han dejado una profunda huella en las sociedades democráticas no tanto por los daños que causaron cuanto por las espectaculares reacciones que suscitaron. […]
Sigue habiendo muchas razones para la hostilidad, incluso agresión, entre pueblos, pero ya no hay un enemigo global, un rival a nivel mundial. En contrapartida, la democracia genera por sí misma fuerzas que la amenazan, y la novedad de nuestro tiempo es que esas fuerzas son superiores a las que atacan desde fuera. Luchas contra ellas y neutralizarlas resulta mucho más difícil, puesto que también ellas reivindican el espíritu democrático, y por lo tanto parecen legítimas.
La democracia, acechada por la desmesura (pág. 11-15)
El régimen democrático se define a partir de una serie de características que se combinan entre sí para formar una entidad compleja, en cuyo seno se limitan y se equilibran mutuamente, ya que, aunque no se oponen frontalmente entre sí, tienen orígenes y finalidades diferentes. Si se rompe el equilibrio, debe saltar la señal de alarma.
En primer lugar, la democracia es, en el sentido etimológico, un régimen en el que el poder pertenece al pueblo. En la práctica, toda la población elige a sus representantes, que de manera soberana establecen las leyes y gobiernan el país durante un espacio de tiempo decidido previamente. A este respecto la democracia se diferencia de las sociedades tradicionales, que dicen someterse a principios heredados de los antepasados, y de las monarquías absolutistas dirigidas por un rey por derecho divino, en las que la sucesión de los dirigentes depende de si se pertenece a determinada familia. En una democracia, el pueblo no equivale a una sustancia <<natural>>. Se diferencia no sólo cuantitativa, sino también cualitativamente tanto de la familia, del clan y de la tribu, donde lo que prima es el vínculo de parentesco, como de toda entidad colectiva definida por la presencia de un rasgo como la raza, la religión o la lengua de origen. Forman parte del pueblo todos los que han nacido en el mismo suelo, a los que se añaden los que han sido aceptados por éstos. En una democracia, al menos teóricamente, todos los ciudadanos tienen los mismos derechos, y todos los habitantes son igualmente dignos.
A las democracias modernas se las llama liberales cuando a este principio fundamental se suma un segundo: la libertad de los individuos. El pueblo sigue siendo soberano, cualquier otra opción supondría someterlo a una fuerza exterior, pero su poder es limitado. Debe detenerse en las fronteras del individuo, que es dueño de sí mismo. Una parte de su vida depende del poder público, pero otra es independiente. La plenitud personal se ha convertido en un objetivo legítimo de la vida de los individuos. Así, no es posible reglamentar la vida en sociedad en nombre de un único principio, ya que el bien de la colectividad no coincide con el del individuo. La relación que se establece entre las dos formas de autonomía, la soberanía del pueblo y la libertad personal, es de mutua limitación: el individuo no debe imponer su voluntad a la comunidad, y ésta no debe inmiscuirse en los asuntos privados de sus ciudadanos.
Las democracias apelan además a determinada concepción de la actividad política, y también en este caso intentan evitar los extremos. Por una parte, a diferencia de las teocracias y de los regímenes totalitarios, no prometen a sus ciudadanos la salvación, ni les imponen el camino a seguir para conseguirla. Su programa no incluye construir el paraíso en la tierra, y se da por sentado que todo orden social es imperfecto. Pero, por otra parte, las democracias tampoco se confunden con los regímenes tradicionalistas y conservadores, que consideran que jamás deben ponerse en cuestión las reglas impuestas por la tradición. Las democracias rechazan las actitudes fatalistas de resignación. Esta posición intermedia permite interpretaciones divergentes, pero podemos decir que toda democracia implica la idea de que es posible mejorar y perfeccionar el orden social gracias a los esfuerzos de la voluntad colectiva.
[…] La democracia se caracteriza no sólo por cómo se instituye el poder y por la finalidad de su acción, sino también por cómo se ejerce. En este caso la palabra clave es pluralismo, ya que se considera que no deben confiarse todos los poderes, por legítimos que sean, a las mismas personas, ni deben concentrarse en las mismas instituciones. […] Los peligros inherentes a la idea de democracia proceden del hecho de aislar y favorecer exclusivamente uno de sus elementos. Lo que reúne estos diversos peligros es la presencia de cierta desmesura. El pueblo, la libertad y el progreso son elementos constitutivos de la democracia, pero si uno de ellos rompe su vínculo con los demás, escapa a todo intento de limitación y se erige en principio único, esos elementos se convierten en peligros: populismo, ultraliberalismo y mesianismo, los enemigos íntimos de la democracia.
Los antiguos griegos consideraban que el peor defecto de la acción humana era la hybris, la desmesura, la voluntad ebria de sí misma, el orgullo de estar convencido de que todo es posible. La virtud política por excelencia era exactamente su contrario: la moderación, la templanza. […] Para los antiguos griegos, los dioses castigan el orgullo de las personas que quieren ocupar su lugar y creen que pueden decirlo todo. Para los cristianos, el hombre carga desde que nace con el pecado original, que limita seriamente sus aspiraciones. Los habitantes de los países democráticos modernos no creen necesariamente en los dioses ni en el pecado original, pero el papel de freno de sus aspiraciones lo desempeña la propia complejidad del tejido social y del régimen democrático, las múltiples exigencias que éste tiene que conciliar y los intereses divergentes que intenta satisfacer. El primer enemigo de la democracia es la simplificación, que reduce lo plural a único y abre así el camino a la desmesura.
El enemigo en nosotros (pág. 185- 190)
No hay ilusión más difícil de descartar que la de creer que nuestro modo de vida es preferible al de las personas que viven en otro lugar o que han vivido en otra época. En la actualidad no creemos en la idea de un progreso lineal y continuo, pero eso no nos impide esperar que avancemos en la dirección correcta. Hemos visto que esta perspectiva era inherente al proyecto democrático. Sin embargo, si creemos a algunos observadores, nuestra época no sólo no se caracteriza por un proceso de civilización, sino que ilustra un estado de embrutecimiento cada vez mayor, como muestra el cruel siglo XX. […] Pese a las crisis que provoca, la ideología ultraliberal sigue dominando los círculos gubernamentales de muchos países. La globalización económica priva a los pueblos de su poder político, y la lógica del management, que lleva al formateo de las mentes, se expande por doquier. El populismo y la xenofobia aumentan y aseguran el éxito de los partidos extremistas. La democracia está enferma de desmesura, la libertad pasa a ser tiranía, el pueblo se transforma en masa manipulable, y el deseo de defender el progreso se convierte en espíritu de cruzada. La economía, el Estado y el derecho dejan de ser los medios para el desarrollo de todos y forman parte ahora de un proceso de deshumanización. Hay días en que este proceso me parece irreversible.
Vivir en una democracia sigue siendo preferible a la sumisión de un Estado totalitario, una dictadura militar o un régimen feudal oscurantista, pero la democracia, carcomida por sus enemigos íntimos, que ella misma engendra, ya no está a la altura de sus promesas. Estos enemigos […] como se disfrazan de valores democráticos, pueden pasar inadvertidos, pero no por eso dejan de ser un auténtico peligro. Si no les ofrecemos resistencia, algún día acabarán vaciando de contenido este régimen político, y dejarán a las personas desposeídas y deshumanizadas.
[…] Descubrir al enemigo dentro de nosotros es mucho más inquietante que creerlo lejos y totalmente diferente. Mientras la democracia tenía un enemigo al que odiar, el totalitarismo nazi o comunista, podía vivir sin conocer sus amenazas internas, pero hoy debe enfrentarse a ellas. ¿Qué posibilidades tiene de superarlas? […] Debemos preguntarnos por los objetivos que queremos alcanzar. ¿En qué mundo queremos vivir? ¿Qué vida queremos llevar?
¿Hacia la renovación? (pág. 190-194)
En lugar de una revolución política o tecnológica, buscaría el remedio a nuestros males en una evolución de la mentalidad que permitiera recuperar el sentido del proyecto democrático y equilibrar mejor sus grandes principios: poder del pueblo, fe en el progreso, libertades individuales, economía de mercado, derechos naturales y sacralización de lo humano. […]
Pese a lo que afirmaban los cientificistas, los objetivos de la actividad política no derivan del conocimiento del mundo. Aun así, si no entendemos bien la sociedad en la que vivimos, podemos actuar en sentido contrario. Por eso debemos tener en cuenta lo que nos enseñan las ciencias humanas y sociales sobre las características de la vida individual y colectiva de los hombres. Aquí el realismo no se opone ni al idealismo ni a la política que se inspira en objetivos morales. Va más allá de los binomios que forman el inmovilismo conservador y el voluntarismo ciego, la resignación pasiva y la ensoñación ingenua. Sólo este realismo corresponde a la vocación del político. No podemos pensar con exactitud el futuro de la democracia si creemos que el deseo de enriquecerse es el bien supremo del ser humano, o que la vida en sociedad es una elección entre otras, de alguna manera una opción facultativa.
Desde hace unos años se ha desarrollado un pensamiento ecológico, que en ningún caso se opone a la ciencia, sino que pretenden sustituir una ciencia muy parcial por otra más completa que tenga en cuenta no sólo a los seres humanos, sino también el marco natural en el que viven. […] En el marco de este tipo de ecología social y política podremos tener en cuenta la complementariedad entre individuo y colectividad, objetivos económicos y aspiraciones al sentido, deseo de independencia y necesidad de compromiso. Y también en este marco podremos ver por qué hay que ofrecer resistencia a los efectos del neoliberalismo, como la sustitución sistemática de la ley por contratos, las técnicas de management inhumanas y la búsqueda del máximo beneficio inmediato. Podremos además reflexionar sobre las ventajas y los inconvenientes de la diversidad cultural y de imponer los mismo valores morales a todos. […] me gustaría pensar que la renovación democrática encontrará un lugar propicio en el continente que vio nacer este régimen, Europa.
[…] Si Europa aprovechara la posibilidad que se le presenta de refundar la democracia, contribuiría a perfeccionar un modelo que permitiría dejar atrás la estéril oposición entre sociedad patriarcal represiva y sociedad ultraliberal deshumanizada. […] Pensamos en una “primavera europea”, tras la “primavera árabe”, que devolviera todo su sentido a la aventura democrática que emprendimos haca varios cientos de años. ¿No ha llegado el momento de escuchar y de poner en práctica el actual llamamiento a la “democracia real ya”?
Extractos de: ‘Los enemigos íntimos de la democracia’. Galaxia Gutenberg, 2016. 206 p.