Cultura religiosa en la escuela. Reflexiones

Al servicio del cultivo de la calidad humana


Religión en la escuela pública… Uno de los aportes de la creciente pluralidad religiosa de nuestros pueblos y ciudades es que hace más evidentes, si cabe, los límites de los modelos oficiales propuestos hasta ahora. Que no es poco. Nos sitúa frente al sinsentido de dividir el aula por creencias (siendo la no-creencia una modalidad más) a la hora de religión. Una segregación que se traduce en “cada uno a lo suyo y lo de los otros a través del color de los propios lentes”. En clase podemos hablar de cualquier tema, juntos discutimos y aprendemos de todo, pero cuando llega «la religión», ya no. Entonces nos separamos -cada uno a lo suyo-, sin posibles puentes, sin diálogo, sin debate, sin investigación, sin reconocimiento mutuo… Si alguna información me llega del otro es desde la opinión de alguien considerado idóneo para hablarme de «lo mío»; la persona con título de idoneidad para enseñar catolicismo es quien presentará a su alumnado el sentido de la Reforma y de las Iglesias evangélicas; aquella apta para enseñar islam será quien presente el cristianismo, el creyente explica el valor del agnosticismo y el ateísmo, y viceversa… Los claustros y los consejos escolares se hacen responsables de ideario, objetivos, valores, metodología…, de todo excepto de lo que tenga lugar en clase de religión. La pluralidad religiosa pone en evidencia que el que no era un buen modelo para una, es igual de malo para varias.

Demos un paso más. ¿Tiene sentido presentar el hecho religioso en la escuela pública, laica? ¿Puede favorecer en algo al desarrollo personal y a la educación para la convivencia de todos los niños y niñas, chicos y chicas, que comparten las aulas? Si se le da un «sí», entonces es cuando hay que buscar el cómo.

Laicismo no significa anti nada; es, por definición, aquella disposición que nos permite avanzar sin prejuicios ni dogmatismos de ningún tipo; la que nos anima a interrogarnos, a no dar nada por supuesto, la que nos enseña a investigar, a reflexionar, a valorar, a comparar, a dialogar, a seleccionar, a rechazar, a optar, a profundizar… la que nos equipa, en fin, con las herramientas que nos permitirán vivir como ciudadanos capaces, en un mundo en cambio constante, en el que ya no hay lugar para certezas absolutas, exclusivas y excluyentes; un mundo infinitamente complejo en el que la calidad profunda de las personas, de cada persona, resulta imprescindible para guiar la actuación, para construir un entorno con sentido. Un mundo en el que el hecho religioso es, también, una realidad. Nos guste o no.

Una imagen de Anthony de Mello nos permitirá ahorrar palabras. De Mello nos habla de un explorador que, tras un largo viaje, regresó junto a los suyos. Le esperaban impacientes, ansiosos por saberlo todo acerca del Amazonas. Como no encontraba palabras para poderles hablar de las impresiones que le habían inundado cuando contempló las flores exóticas, o cuando escuchó los sonidos nocturnos de la selva; como no sabía cómo expresar la sensación de peligro ante la proximidad de las fieras, ni la de sorpresa mientras remaba en su canoa, les dijo: «id y descubrirlo por vosotros mismos». Para orientarlos les trazó un mapa del río. Entre todos cogieron el mapa y lo colgaron en el Ayuntamiento. Muchos se hicieron copias, que también colgaron. Y todos aquellos que disponían de una copia se consideraban expertos conocedores del río. Cada mundo religioso tiene -podríamos decir- sus exploradores, sus mapas y sus respetuosos veneradores de mapas. Y los que cuidan de los mapas, los que los reproducen, los que hablan con la autoridad que les concede el mapa… los mapas han estado al servicio de multitud de funciones, algunas muy útiles a lo largo de los tiempos, aunque en otros momentos puedan haber caído en desuso, o hayan sido substituidos por otros medios, más aptos -parece- en las circunstancias del mundo contemporáneo. También tenemos, pues, los anti-mapa. Por demasiado tiempo el debate ha quedado circunscrito entre aquellos que todo lo esperan del mapa y los que no le ven sentido alguno a la veneración de mapas. El (único) paso de estos últimos tiempos, ha sido el poner en un plano de igualdad a todos los mapas o, al menos, el intentar avanzar en esa vía, la del tratamiento equilibrado y no discriminatorio de la diversidad. Pero… ¿en relación a qué? ¿Qué es un mapa? ¿Qué simboliza? ¿A qué hace referencia? ¿Qué es lo que anima a los exploradores? ¿Cuál el sentido de sus esfuerzos? ¿Qué tipo de realidad tiene la experiencia que quisieron comunicar al trazar ese conjunto de símbolos?

Una primera distinción imprescindible: los exploradores y su búsqueda no son el uso que haya podido hacerse de sus palabras. No sólo no son lo mismo, sino que la historia nos dice que se trata de realidades de ámbito muy distinto. A menudo, incluso contrapuestos. Por un lado experiencias de lo inefable, acompañadas de gestos de amor sin límites, de maravillamiento, de vibración ante todo lo que es y existe, de denuncia de actitudes injustas…, frente a sistemas de organización social jerarquizados, pautas morales inamovibles y un largo etcétera. Si no se establece la distinción con claridad, un aspecto queda oculto, supeditado y monopolizado por el otro.

Sin sumisiones ni prejuicios dogmáticos, la pregunta por la enseñanza de la religión nos traslada entonces a otra cuestión importante. La del espacio que reservamos para el cultivo de la cualidad profunda humana, aquella «inquietud» interior que abre la puerta a la atención, al interés gratuito (más allá de aplicaciones y resultados), al valor de la existencia. ¿Qué espacio para esa certeza sutil, cuna de la verdadera ciencia, del verdadero arte, de la profundidad del pensamiento y -también- de la verdadera experiencia religiosa -según Einstein – El aprendizaje de la vida -escribe E. Morin – ha de conducirnos hasta la conciencia de que la vida verdadera no se halla tanto en las necesidades utilitarias de las que nadie puede escapar, como en la realización de uno mismo y de la cualidad poética de la existencia. Vivir exige -de cada uno- máxima lucidez y movilización de todas las aptitudes humanas. Una movilización de todas las capacidades que es y debería ser el objetivo del conjunto y de cualquiera de las áreas educativas, ¿o no? Pero estaríamos de acuerdo con Raimon Panikkar, quien en la apertura de unas jornadas sobre la educación de la dimensión religiosa , insistía en la idea de que, aunque no hay ninguna dimensión humana que no sea capaz de religarnos con el misterio de la existencia, y ya que hemos dividido el aprendizaje en especialidades, concederle un espacio específico a esa dimensión que todo lo impregna puede resultar útil y necesario -decía-.

Varios serían los ejes vertebradores de ese «espacio específico» -en comunión con las demás áreas, con la educación como un todo-. Favorecer el contacto con la realidad como un campo de exploración siempre abierto, constatando la riqueza de aspectos, también los niveles sutiles, mostrando cómo ninguno de nuestros conocimientos puede agotarla. Nunca está todo dicho, siempre hay más, de la misma manera que el esfuerzo de todos los artistas de la historia no agotaría nunca la belleza. Entrar en contacto con una realidad de múltiples dimensiones estimulando el desarrollo de aquellas actitudes que lo hacen posible: animar la interrogación, la autonomía personal, la capacidad de atención sostenida, de observación, de silencio, de escucha… Todo aquello que poco a poco conduce hacia un interés profundo por lo que hay y existe -porque existe, no sólo por lo que recibo-. Paralelamente, este «espacio peculiar» será también el marco idóneo para explorar el uso simbólico y poético del lenguaje, por ser el medio por excelencia de comunicación y elaboración de un conocimiento que es valoración.
 
Así presentado puede parecer un despropósito, algo muy alejado de cualquier realidad escolar posible. Ni tan siquiera una utopía. Pero es más simple de lo que pueda parecer. De hecho, ya existen muchas -o bastantes- iniciativas que trabajan en esta dirección. ¿Estudiamos el sol? ¿Trabajamos el mar, las estaciones, los seres humanos,…? Cualquier tema puede abordarse partiendo, en primer lugar de la interrogación. Eso sí, hay que tomarse todo el tiempo necesario hasta que podamos andar motivados por alguna pregunta. Seguirá la búsqueda de pistas en naturales y sociales; el valorar las aportaciones de los mensajes de poetas y pintores, saborear los aspectos que los mitos ponen de relieve, indagar las parábolas y sentencias de los sabios… No hay discursos de primera y de segunda. Cualquier tema puede ser tratado como lo que es, un diamante de múltiples caras que crece ante nuestros ojos y nuestro sentir, en la medida en que lo abordemos desde la diversidad de capacidades y de lenguajes a nuestro alcance. Todo ello para abrirnos a nuevas preguntas, para hacernos saber partícipes de la aventura de explorar el mundo, lo que nosotros mismos somos. Disponemos de un legado de sabiduría tan amplio y variado (desde el cuento hasta…), que nunca nos faltarán materiales aptos para las distintas edades, temas o entornos escolares.

Es desde la perspectiva de ese echar a andar en la «vida verdadera», en la que los esfuerzos de comunicación de los exploradores cobran sentido. Su rastro deja entrever pistas, pistas que no ahorran ni un solo paso al caminante, pero incitan, acompañan, guían…

Recogiendo lo dicho hasta aquí: el «asunto» de la enseñanza de la religión en los centros públicos no debería hacernos olvidar -u obstaculizar- la cuestión del desarrollo de la «cualidad profunda» de las personas, desde la coherencia del conjunto del currículum. Un currículum compartido por toda la clase. El acento en los diversos ciclos de Primaria lo pondremos en el trabajo de las actitudes que hacen posible ese desarrollo. Quizás entonces nos demos cuenta de que en el legado de sabiduría de las tradiciones religiosas también podemos encontrar elementos muy válidos para incentivar el trabajo. Entraríamos en contacto con las palabras de los maestros de sabiduría por su aportación a éste o a aquel tema; no como verdades intocables, sino como sugerencias o enigmas dignos de ser explorados, debatidos y contrastados. Como parte de ese patrimonio de la humanidad del que la realidad diversa del aula es ya un reflejo.

¿Religiones? Sí, claro, en su momento; un momento (qué cursos, qué cómputo horario…) fijado bajo criterios pedagógicos, no políticos, ni diplomáticos. No vamos a dejar fuera de las aulas nada de aquello que forma parte del entorno en el que vivimos nuestras vidas, pequeños y mayores. Y menos, todavía, aquellos aspectos tan sensibles, que merecen no ser dejados al azar. Cultura religiosa impartida por un profesorado capaz de comprender, valorar, reconocer la gran diversidad de aspectos que configuran aquello que llamamos «religión». Impartida a un alumnado que habrá entrado en contacto con los exploradores y sus mapas, como parte de su propio itinerario de búsqueda y crecimiento. Y que gracias a ello dispondrá de criterios y elementos para poder distinguir usos, abusos, concreciones históricas, interpretaciones, distorsiones, desviaciones, aciertos y errores… llevados a cabo en nombre de los exploradores y de sus mapas. Un aprendizaje enriquecedor para una vida en unos entornos más y más plurales que requieren toda nuestra capacidad creativa.

¿Y la enseñanza de las religiones particulares a cada grupo específico de alumnos? Puede contar, claro, con la ayuda de fondos públicos a las distintas confesiones, ya que constituye un interés muy legítimo de gran parte de la ciudadanía (además de la existencia de unos pactos). Incluso podría llegarse a acuerdos con algunos -o muchos- centros de cara a la cesión de aulas si hay confesiones que no dispongan de espacios adecuados para atender la demanda en zonas determinadas (barrios, poblaciones…), siempre con el propósito de garantizar el derecho constitucional a la formación de acuerdo con las propias convicciones y creencias. Un derecho que precisamente, por ser constitucional, lo es de todos los ciudadanos y no sólo de aquellos que comparten el selecto grupo de «confesiones de reconocido arraigo». Que requiere, por tanto, dar con fórmulas que puedan ser extensibles al conjunto de la ciudadanía, quedando sólo excluida la confesión, movimiento o convicción que se autoexcluyera por no compartir el marco constitucional común.

Cesión de «paredes», pero no de una parte del horario lectivo compartido por el conjunto de alumnos y alumnas de una clase, que merecen que todas y cada una de las horas de ese tiempo estén al servicio del proyecto común de maduración personal, colaboración y conocimiento mutuo que quieren procurar los centros de enseñanza.

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