Reflexiones en torno a la «era de la información»
Vivimos un período acelerado de cambios. Cambios en todos los órdenes, tecnológicos, sociales, políticos, valorales, científicos, religiosos, ideológicos… Si tomáramos altura -dicen- los árboles no nos ocultarían el bosque y nos daríamos cuenta de que lo que estamos viviendo no es una suma de cambios sino un auténtico cambio de época, cambio de cultura, de especie… Una transformación mayúscula que, tarde o temprano, va afectando al conjunto de sociedades del planeta, porque ninguna puede ya vivir de espaldas al conjunto. Aunque cada una lo asuma desde su propia particularidad y reaccione y construya desde ella. Sin olvidar, tampoco, que en un mismo territorio pueden estar conviviendo, de forma entrelazada, realidades culturales bien distintas.
Las reflexiones que siguen quieren recoger algunos de los rasgos que obligan (y obligarán) a modificar los telares: aires de cambio que poco a poco van soplando por todos los rincones. Los notamos, los vivimos, nos amoldamos, nos enfrentamos a ellos… Cuanto mejor comprendamos su naturaleza, la coherencia interna -la trama- de la transformación cultural en la que, de una forma u otra, todos participamos, más dueños podremos ser de la situación, de sus costes, sus consecuencias, del rumbo mismo de los vientos.
La era de la información
Maximizar la innovación y la flexibilidad es el objetivo central al que se orientan empresas, regiones y países enteros. La innovación como base de la productividad, la flexibilidad como condición de competitividad y las tecnologías de la información -información y capacidad para manejarla- como base de la infraestructura productiva. Producir innovación requiere producir conocimiento, lo cual redefine el papel del trabajo y las características de los trabajadores como productores ya no de bienes sino de conocimiento. Manuel Castells [1] establece una frontera entre lo que denomina trabajador genérico frente a trabajador autoprogramable. La cualidad crucial que los separaría sería la incorporación de conocimiento e información que les capacita -o no- para redefinir constantemente la cualificación necesaria para una tarea determinada. Quien posee esa cualidad puede reprogramarse hacia las tareas de cambio constante del proceso de producción. Por el contrario, el «trabajador genérico» será aquel al que se le asigna una tarea determinada, sin capacidad de reprogramación, que no presupone la incorporación de información y conocimiento más allá de la capacidad de ejecución determinada. El «trabajador genérico» puede ser reemplazado por cualquier otra persona, de la región o del mundo, quizás también por una máquina; son personas colectivamente necesarias pero prescindibles individualmente, mientras que la aportación del «trabajador autoprogramable» es insustituible y recompensada como tal. Presenciamos pues una nueva dinámica de polarización social en la que la educación, como cultivo de la capacidad de aprendizaje, resulta una pieza clave para el equilibrio social o la desigualdad; la tendencia «natural» hacia lo segundo puede ser contrarrestada con empeño -insisten- y evitarse mediante políticas públicas.
La innovación no surge en aislamiento. Es parte de un sistema en el que la gestión de las organizaciones, el procesamiento del conocimiento y la información, y la producción de bienes y servicios están entrelazados: comunicación, fluidez, flexibilidad, trabajo en equipo, sociedad en red… son otros de los términos cruciales para definir la nueva estructura social de esta llamada era de la información. Unos flujos de intercambio de información y producción de innovación que transcienden el tiempo y el espacio, para los que no existen fronteras ni territorios. Habitantes de la llamada virtualidad real: el ámbito en el que la propia realidad está inmersa en un escenario de imágenes virtuales, en un mundo de representaciones que constituyen la experiencia real. A lo largo de la historia, las culturas han sido generadas (y vividas) por gentes que compartían espacio y tiempo en unas condiciones determinadas, modificadas por sus proyectos, luchando entre sí por imponer sus valores y objetivos. Mientras que en el presente, todas las expresiones de todos los tiempos y de todos los espacios se mezclan y reordenan de forma constante en cualquier momento y cualquier lugar: un espacio atemporal proporcionado por las redes informáticas y los medios de comunicación electrónicos convertido en marco de realidad en el que construimos las categorías y evocamos las imágenes que determinan nuestra conducta y nuestras expectativas . [2]
De dónde venimos
Podría parecer que la vida de una familia aymara poco tendría en común con la de una familia de pescadores del Vietnam. Para la familia aymara, el cultivo de la papa ha sido la base del sustento y su gran logro fue el perfeccionamiento de las técnicas de almacenaje por deshidratación. Mientras, en la bahía de Ha Long, al norte del Vietnam, la vida dependía del delicado arte de fabricación de las barcas-cesta, unas barcas construidas con finas láminas de bambú, la materia prima disponible; un arte que no tiene nada de sencillo, como tampoco lo son los métodos de conservación de la pesca. El aprovechamiento de las riquezas del entorno, la fabricación de aperos, la vivienda, el arte del tejido, los sistemas de cohesión del grupo…., nunca ha tenido nada de sencillo, se trate de la sociedad de la que se trate. Nada surge por generación espontánea. Por distinta que pueda parecer la vida de unos pescadores asiáticos respecto a la de un pueblo agrícola del altiplano, o de un pueblo de Castilla, o la de un grupo de pastores de Argelia, todos ellos comparten -o compartían- un hecho esencial: cada generación recibía de la generación precedente el conjunto del saber (y saberes) que le permitía seguir con vida.
También las aves, los felinos y las abejas reciben de sus progenitores la información necesaria para vivir y transmitir la vida. Pero lo hacen genéticamente, como todas las especies de seres vivos, a excepción de la especie humana. Sólo transformándose biológicamente pueden -las abejas- adaptarse a los requerimientos que pueda plantear el entorno. Unas transformaciones biológicas que necesitan unos largos períodos de tiempo de los que no siempre se dispone. Si hay éxito, hablamos de cambio de especie. Si no lo hay, hablamos de extinción de la especie. Pero en la especie humana, la adaptabilidad dio un paso gigante: desligar esa información vital de la biología, usando un atajo, el de la transmisión simbólica. La especie humana multiplicó infinitamente sus posibilidades de adaptación ganando indeterminación a nivel genético, mientras la suplía por información cultural.
La particularidad de la especie radicará en el logro de un alto grado de indeterminación genética -la clave de su maleabilidad y poder de adaptabilidad-, por el procedimiento de trasladar al ámbito de la «cultura» la programación del individuo y del grupo, la generación de un sentido de vida, de una orientación para la actuación, así como la construcción de un mundo correlato a ella. Palabras y relatos dan forma a los mundos humanos. Cuando sólo se cuenta con la información transmitida genéticamente, la más pequeña de las adaptaciones requiere larguísimos períodos de tiempo. Las adaptaciones culturales, por el contrario, pueden ser -relativamente- rápidas. Entre vivir aprovechando lo que el medio pueda ofrecer (caza, pesca y recolección) a vivir produciendo los alimentos (agricultura y pastoreo), podríamos hablar de un auténtico cambio de especie. Pero no hizo falta pasar por una lenta adaptación biológica. Puede decirse que la dotación biológica de la especie humana es la de disponer de una gran capacidad de modificaciones, gracias a la capacidad para asimilar, almacenar y digerir nuevas experiencias en forma de símbolos.
Como contrapartida, los seres humanos están organizados por naturaleza de tal modo que no pueden orientarse en su mundo y mantener su existencia entre otras existencias sin adquirir un amplio fondo social de conocimiento por aprendizaje. Sin el lenguaje, el mundo resultaría un medio caótico, una avalancha de inputs sin orden alguno. Un «clásico» para ilustrar este punto es el ejemplo de Hellen Keller, la niña sordomuda y ciega. Su maestra le «hablaba» constantemente con un código de signos táctiles sobre la palma de la mano, con la esperanza que llegara a establecer la relación entre los signos y el mundo de realidades. Años más tarde Hellen explicaba que el día -el instante- en el que su cerebro asoció el signo agua con el conjunto disperso de sensaciones relacionadas con el agua, «el mundo estalló» poniéndose en marcha, de pronto, el proceso de ordenación de la experiencia en conceptos, conceptos que moldeaban un mundo de objetos y sujetos desconocido para ella hasta entonces. Hellen nacía como persona en ese momento.
La indeterminación genética obliga a contar con un complemento de sentido que oriente la actuación, siendo la transmisión del lenguaje el medio básico de construcción y transmisión del mismo. «Qué hacer», «cómo organizarse», «por qué vivimos…»: todo aquello que constituye la orientación básica para mantenerse con vida no está inscrito en los genes humanos. Aprendiendo un lenguaje, moldeamos el mundo en el que va a transcurrir nuestra vida. A medida que las palabras van ocupando su lugar en el sistema, el mundo va organizándose ante nuestros ojos y nuestro sentir, adquiriendo significado. Desde la más tierna infancia las narraciones orientan la comprensión y la actuación. Dioses, héroes o santos protagonizan la historia sagrada de cada pueblo, aquella en la que hay que buscar el modelo, la fuente, el sentido, de la ética personal y social, de las técnicas de supervivencia, de la vida misma. Las narraciones lo explican, la repetición periódica actualiza una y otra vez el modelo. La ritualización de los gestos da solidez y energía a esa sabia de vida, a esa corriente visible e invisible de transmisiones que nos pone en contacto, nos religa, con la verdadera Fuente de sentido. Acertar es mantenerse en la dirección recibida, aquella que ha sido transmitida desde el principio, la que cada generación ha sabido conservar, cultivar, revivir, repetir una y otra vez… por medio de narraciones, gestos compartidos, códigos…
Por distintas que sean las vidas del campesinado aymara y la de los pescadores de la bahía de Ha Long, su fundamento es el mismo: el pasado alimenta el presente. Cualquier rasgo del presente tiene su origen, su modelo, en un tiempo pasado. Cada generación recibe la vida de la generación anterior; recibe los medios de vida tanto como la vida biológica, la herencia cultural como la genética, las dos a un tiempo, las dos imprescindibles por igual. Cada generación se sabe portadora y responsable de ese tesoro… en una larga cadena de transmisión ininterrumpida que no puede haber surgido de la nada. Una larga cadena de la cual hay que buscar el origen, necesariamente, en una esfera sobrehumana, en un más allá que ha tenido a bien manifestarse, crear y asegurar la vida de todo lo creado. Una larga cadena que a lo largo de los tiempos ha revestido de valor -naturalmente- a los hombres y mujeres de cada generación, aquellas personas que han conformado cada anilla. En el marco de ese modelo de vida, por ser obvio, era y es tan innecesario buscar justificaciones de la existencia Fuente externa de toda existencia, como del valor de los mayores. Esas dos certezas, eje y fundamento de la orientación y el sentido, ¿dónde se apoyarán ahora? ¿Cuál podrá ser su sustento?
Cada generación ha vivido con el convencimiento de que su acierto dependía de su capacidad de mantenerse fiel al modelo, sin apartarse del guión. Lo que no significa que no se produjeran cambios. En todo tiempo y lugar las sociedades se han visto empujadas a buscar respuestas creativas; la diferencia estará en la base sobre la que se sustenta esa creatividad. Sea cual sea la forma concreta de las narraciones, hasta anteayer, el sentido de la existencia de las sociedades humanas se orientaba hundiendo sus raíces en el pasado y procurando unos desarrollos culturales que aseguraran la continuidad, la repetición estable, el sólido enlace con el origen… Establecer, cultivar y asegurar ese enlace es la clave de la supervivencia y, por tanto, la clave del éxito de la cultura, de las culturas que religan con la Fuente de todo sentido. El 99,9% de la historia humana se ha desarrollado en base a este modelo esencial. Es el modelo que permitió vivir a nuestros antepasados cazadores recolectores durante unos 500.000 años o, si se prefiere, unas 20.000 generaciones; el mismo que impregnó la vida de las 600 generaciones que han vivido del pastoreo y de la agricultura. Unas… veinte generaciones atrás (veinticuatro, a lo más), la capacidad de cambio empezó a hacerse patente: nos encontramos ante el impulso del Renacimiento, en ese momento en el que empezó a resultar evidente que del análisis se podían deducir predicciones, y las predicciones abrían la posibilidad de control, de innovación. Algunos reducidos núcleos de población empezaban a ser testigos de cambios que podían constatarse en una sola generación; las personas se daban cuenta de su capacidad de producir modificaciones importantes. Se había puesto en marcha un proceso que pronto -en unas pocas generaciones- conduciría a organizar el presente en función del futuro que se perseguía.
Vivir de producir (y vender) innovaciones
Nos separan poco más de cinco generaciones de la industrialización de los medios de producción, dos de la industrialización masiva de las sociedades. Hasta hoy; ese hoy en el que sectores cada vez más amplios viven para y por la producción ininterrumpida de innovación. No se trata ya de innovar para modernizar y mejorar la producción (que sería lo propio de la primera industrialización); el quid está en que la innovación pasa a ser el objetivo de la producción. Vivir de innovar, mantenerse gracias a la capacidad de transformación continua: eso es lo que caracteriza y da forma a las sociedades post-industriales, las llamadas sociedades de innovación continua o, también, sociedades de conocimiento. Aunque en estas páginas evitaremos la denominación «sociedades de conocimiento» en un intento de escapar al malentendido de identificar un aspecto del conocimiento -aquel que posibilita la creación de innovación- con el conocimiento en términos absolutos.
Sociedades que modelan su presente en función del futuro que persiguen. Para los hombres y mujeres de las sociedades de innovación, la orientación no podrá manar del pasado si no que se originará a partir de la predicción del futuro: el presente se orienta de cara al futuro que se desea. Para una sociedad que institucionaliza el cambio como base de su supervivencia la imagen virtual del futuro será el parámetro básico para regir la conducta actual. Es el futuro, y ya no el pasado, lo que da forma al presente. Estaríamos pues frente a dos mecanismos radicalmente distintos para hacer frente a los retos de la supervivencia de los grupos humanos. Uno sería aquel sistema que produce normas de conducta adaptadas a situaciones concretas y las implementa en toda situación similar. El otro es el sistema basado en el análisis sobre las eventuales consecuencias y resultados futuros de la acción. El primer mecanismo es idóneo para garantizar una estabilidad ordenada, el segundo para proporcionar el control del cambio.
En un abrir y cerrar de ojos se ha producido un desplazamiento esencial para la supervivencia de la especie. Es como si, de pronto, tomáramos conciencia de que no hay guión: que la obra la escribimos día a día, palabra a palabra, línea a línea, con mayor o menor acierto. La escribimos, sin que nadie la dicte. Unas pocas generaciones son un parpadeo, un auténtico abrir y cerrar de ojos para llevar a cabo un cambio de tal magnitud. Durante unos miles de años, unas estrategias culturales basadas en la capacidad de transmisión, repetición, fijación de modelos y actuaciones, han mostrado su eficacia para asentar la cohesión de los grupos y mantenerlos con vida. La cuestión es que no disponemos de centenares de años para explorar nuevas estrategias capaces de dotar de sentido al movimiento constante, a la vida en continua transformación: urge el logro de adaptarnos culturalmente a las condiciones del nuevo escenario de vida humana. Adaptarnos a la conciencia de la falta de guión, por una parte; y, por otra, a la necesidad de protagonizar una obra todavía nunca escrita. Porque vivir de generar innovación no es algo que quede circunscrito a las condiciones del mundo del trabajo o de la producción de bienes. Conlleva que todos y cada uno de los componentes de la vida social e individual se convierta en artífice del cambio. Se trata de una transformación estructural en las relaciones de producción que conlleva transformaciones estructurales en la organización social y en las relaciones de experiencia, en las formas sociales de espacio y tiempo, en todos y cada uno de los aspectos de la vida… En un plazo más o menos largo, lo que pueda querer decir «vivir una vida humana» adquiere nuevos significados.
Aprendiendo a valorar la incertidumbre
«Cuando nuestros abuelos eran niños, aún no se intuía nada de los modernos viajes por el aire y el espacio, de la televisión y las calculadoras electrónicas. En un tiempo asombrosamente breve hemos creado, con la civilización técnica, la gran ciudad y una sociedad de millones de personas anónimas, un entorno para el que realmente no estamos hechos. Biológicamente no hemos cambiado de forma decisiva en los últimos 10.000 años, (…) tenemos que adaptarnos culturalmente a las condiciones del mundo técnico-civilizado» -escribía Eibl-Eibesfeldt [3] -. Diez años después de la publicación de estas líneas, los celulares llegan a cada rincón de la Tierra, Internet y el conjunto de posibilidades de flujo de información han transformado las coordenadas espacio temporales y la dinámica de cambio no hace más que acelerarse. Estudios como los de Eibl-Eibesfeldt siguen siendo de utilidad para tomar conciencia de la enorme diferencia entre el ayer y el hoy y del reto cultural que tenemos planteado. La base emocional humana responde a la de unos pequeños grupos sociales que vivían próximos a la naturaleza, conociéndose unos a otros; organizados en familias, generalmente de tres generaciones en estrecha convivencia, cada familia con capacidad de ganarse su propio sustento, construir su casa y fabricar sus utensilios y ropas. Seres de pequeño grupo dotados con una ética de pequeño grupo y adaptados emocionalmente a los desafíos del entorno cazador-recolector. Mientras la humanidad hacía frente, lentamente, a los retos del «nuevo» entorno agrícola, se vio catapultada en unas pocas generaciones a la convivencia urbana de millones de personas, interdependientes para casi todo al tiempo que desconocidas entre sí. Grupos en los que una generación ya sólo parece poder transmitir a la siguiente la vida biológica. Como un todo coherente y perfectamente entrelazado, sabiduría, habilidades técnicas y vida biológica, seguían el curso natural de las generaciones. Las construcciones culturales se ocupaban de facilitar canales idóneos de transmisión. Cuando esa unidad queda fraccionada, cuando la supervivencia mira al futuro y no al pasado, cuando el sentido tampoco puede enraizarse en el conocimiento mutuo del pequeño grupo, ¿cómo habrá que pensar los fundamentos de la «construcción de mundo»? ¿Y la cohesión intergeneracional? ¿Y la intercultural? ¿Cómo mantener vivas las fuentes de sabiduría del pasado sin atrincherarse en las formas y condiciones del pasado?
Pierre Lévy [4] describe la situación con una imagen muy plástica. Podríamos esperar a que las aguas amainaran, protegiendo todas nuestras certezas; podríamos buscar un cobijo sólido, sin grietas, como lo fue el arca de Noé en tiempos de aquel primer diluvio universal. Con la esperanza de tiempos mejores. Pero -insiste Lévy- las aguas del diluvio de la cibercultura no parece que vayan a descender. Si queremos entornos humanos significativos -entornos en los que los seres humanos puedan desarrollarse plenamente dando sentido a sus vidas- habrá que construirlos con otros materiales. El imparable oleaje se llama desaparición de referentes externos a la vida humana capaces de marcar la ruta; lleva por nombre comprensión de los límites del conocimiento o, también, progresiva preponderancia del ciberespacio (fruto de la interconexión de los ordenadores del planeta) como base colectiva de la memoria, del pensamiento, de la comunicación y de la producción, se llama virtualidad real… En comparación con las sagradas certezas del pasado, las opciones culturales colectivas pueden ser capaces de ofrecer equilibrio si se comportan como ligeras tablas de surf y las utilizamos como tales: calculando riesgos, apostando, corrigiendo constantemente el rumbo, aprovechando el curso de los vientos, amando y comprendiendo el movimiento porque otra cosa sería añorar mundos inexistentes… cuanto más se conoce y se toman en cuenta los rasgos del nuevo escenario, mayores las probabilidades de conservar el equilibrio.
El primer eje del nuevo equilibrio, aquel que -dicen- será capaz de mantenernos en pie en pleno oleaje, es el asumir los límites del conocimiento. «La mayor aportación del conocimiento del siglo XX ha sido el conocimiento de los límites del conocimiento» -escribía Edgar Morin [5] -. La mayor certidumbre que nos ha dado es la de comprender la imposibilidad de eliminar ciertas incertidumbres y, como consecuencia, el de ponernos en condiciones de enfrentarnos con las incertidumbres y, más globalmente, con el destino incierto de cada individuo y de toda la humanidad. «¿Por qué tememos tanto a la incertidumbre, cuando han sido las certezas las que han resultado ser verdaderamente peligrosas?» -se preguntaba J.E. Sieber [6] -. Seguros de la existencia del flogisto, de infiernos y limbos, de la superioridad cultural, de los motivos de tantas guerras, del curso progresivo de la historia, una aventura que comenzó hace ya más de 10.000 años, marcada por creaciones y destrucciones, en la que imperios que podían parecer eternos tuvieron su principio y su final… Se ha hecho evidente que ni la historia sigue unas leyes «naturales» ni está teledirigida por algún motor de progreso predefinido; atrás ha quedado la certeza de la repetición cíclica o la de una meta ideal. Siempre ha sido una aventura desconocida. La diferencia es tener o no conciencia de ello; conciencia de hacer el camino al andar, en un movimiento siempre plagado de consecuencias inesperadas: ante lo cual, sólo cabe indagar sistemáticamente el futuro. Conocer la historia nos ayuda a reconocer los caracteres aleatorios del destino humano y a equiparnos para encarar la incertidumbre.
Máxima lucidez y responsabilidad en un mar de incertidumbre: modernidad líquida, en expresión de Zygmunt Bauman, sin referencias fijas, sin memoria ni certezas a largo plazo, en la que nada es permanente y todo fluye de forma constante. En la sociedad que ha institucionalizado el cambio el ámbito normativo, las normas morales o jurídicas, adquieren un notable carácter instrumental. Sólo se justifican si son útiles, si cumplen los objetivos que se persigue; son válidas como orientaciones estratégicas, simples reglas de juego más que dictámenes sagrados.
La verdad, o aprender a aprender
«Reunir los conocimientos dispersos» para ponerlos al alcance de todos, ese era el objetivo de la primera Enciclopedia, publicada a finales del siglo XVIII por Diderot i D’Alembert. La «verdad» existía. El saber era algo sólido, algo sumable. Lo único que había que remediar erael volumen, la cantidad de conocimiento: demasiada verdad como para poder ser transmitida de persona a persona. Hacía falta ayudar a la memoria personal con otro tipo de registro. De ahí la necesidad de la Enciclopedia. Pero lo único que había variado hasta el siglo XVIII eran las dimensiones, no la naturaleza del saber. Con matices. Del conocimiento revelado, recibido y transmitido de generación en generación, se había pasado a la revelación progresiva. De una revelación divina a una revelación por parte de la propia naturaleza. La verdad estaba escrita, patente, en el universo. Sólo hacía falta interpretar el mensaje para poderla recibir. Revelación de los dioses seguida de la revelación de la naturaleza misma. De una verdad patrimonio de cada persona a una verdad que necesitaba depósitos más grandes para poder ser contenida. Durante el siglo XIX se aceleraron los descubrimientos, las teorías, la complejización del conocimiento. Pronto se hizo evidente que la totalidad era inabarcable a nivel individual. Pero el verdadero vuelco no llegó hasta mediados del siglo XX. Cuando se llegó a formular que no hay más verdades que nuestras interpretaciones. Toda percepción, toda teoría, todo saber, es una traducción reconstructora operada por el cerebro a partir de terminales sensoriales. No estamos en contacto directo con la realidad, el conocimiento no es un espejo que refleja la imagen de lo que hay. No hay conocimiento que no sea interpretación. Esa es la nueva certidumbre: conocer los límites del conocimiento en un escenario en acelerada transformación constante. «Como muestra, un botón»: la astrofísica supone que sólo conocemos un 10% de la materia, que el 90% restante permanece invisible a nuestros instrumentos de detección.
El aprendizaje no sólo se transforma en ilimitado sino que se fundamenta en la revisión constante. «Conocer y pensar ya no es llegar a una verdad absolutamente cierta, sino que es dialogar con la incertidumbre» [7] . Que el aprendizaje no es una adquisición definitiva de un conjunto limitado de conocimientos sino «aprender a aprender» es una de las afirmaciones más repetidas en la literatura pedagógica y en los encuentros del ámbito educativo. Pero es una afirmación que apunta más allá de la fecha de caducidad que acompaña a las habilidades tecnológicas; «aprendizaje continuo» no sólo por la constante necesidad de nuevas especializaciones. «Aprender a aprender» evoca aquel conjunto de actitudes que hacen posible la reflexividad y la evaluación en un entorno sin puntos fijos a los que agarrarse: ni históricos, ni cosmológicos, ni cognitivos, ni normativos, ni tan sólo biológicos (¿fue la aparición de la vida un hecho radicalmente fortuito? -se interroga la biología-)…
Por ahí se han movido los cimientos compartidos por las distintas culturas del planeta; en esa dirección reconocemos los rasgos que nos llevan a hablar de cambio de época más que de una sucesión acelerada de cambios. Considerarlo así favorece, probablemente, el que podamos sentirnos actores y partícipes de nuestro tiempo, distinguiendo entre condiciones, retos, necesidades y posibilidades del escenario que se abre frente a nosotros. Ante el desvanecimiento de cualquier verdad definitiva, ya sea revelada, ya sea descubierta o formulada, se reconoce la necesidad de aprender a aprender: aprender a atender, a observar, a valorar, a reflexionar, a revisar, a tantear, a postular, a asumir el error, a rectificar, a volver a intentar, a dialogar e intercambiar, a relativizar, a asumir la propia responsabilidad. Todo ello no como síntomas de un «pensamiento débil», como se ha dicho a menudo. Nos hallamos ante un nuevo significado del concepto de madurez humana. Equipar para la madurez será dotar a las personas de ese bagaje actitudinal que las hace aptas para vivir en la interrogación y la búsqueda constante, en paz y serenidad. No como quien afronta con pánico una situación de emergencia -el diluvio- sino como quien ha aprendido que vivir es participar en la aventura de construir día a día la historia de la humanidad, la del planeta Tierra y la de todos sus sistemas. No sin cierto vértigo, claro está.
[1] Manuel Castells. La era de la información. Madrid, Alianza, 2000. 3 vols.
[2] ibidem., vol.3, pgs. 389-403.
[3] Irenäus Eibl-Eibesfeldt. La sociedad de la desconfianza. Barcelona, Herder, 1996. p.49.
[4] Pierre Lévy. La cibercultura, el segon diluvi? Barcelona, Proa, 1998. p. 127
[5] Edgar Morin. La mente bien ordenada. Barcelona, Seix Barral, p.72
[6] J.E.Sieber. «Lecciones de incertidumbre», en: AAVV. Creatividad y educación. Barcelona, Paidós, 1983, p.94.
[7] E. Morin. op. cit. p. 76