El mito de la encarnación y de la natividad tenía, para nuestros antepasados, una potencia expresiva y ontológica enorme: un Dios que se encarna en un débil niño, en el portal de Belén, nacido de una madre virgen, al que, desde su nacimiento, los ángeles, las almas sencillas y los sabios reconocen como el Hijo de Altísimo. El Hijo de Dios, en sentido esencial, viene para salvarnos, para liberarnos del pecado, para traernos la vida eterna.
L’ensenyament de la qualitat en la simbologia del mite del naixement de Jesús
Mito potente, profundo y tierno, que canta el amor de Dios a los hombres y la esperanza radical de nuestra especie.
El Dios residual que queda ya no soporta este potente mito que se ha vuelto increíble. Ya sólo queda el potente mito cósmico con referencia al maestro Jesús de Nazaret, sólo accesible a los que han cultivado lo suficiente su espíritu para comprenderlo y vivirlo.
Ha sido una gran pérdida la disolución progresiva y casi imperceptible, pero profunda y sin vuelta atrás, de las creencias que soportaban esta mitología; y, a la vez una gran ganancia para el acceso a la comprensión y vivencia de la dimensión absoluta de lo real que no se apoye en creencia alguna, pero que se sustente y fundamente en los grandes maestros de la calidad humana, como Jesús de Nazaret.
Por el momento, una gran mayoría de la población queda desmantelada. Veremos, con el tiempo, cómo hacer llegar a toda la población la riqueza que esta situación nos ha abierto con respecto al mito del nacimiento de Jesús.
Partimos del dato de que el mito del nacimiento es un mito cósmico autónomo, muy anterior al nacimiento de Jesús.
Es un potente mito que pone de relieve, de una manera muy acertada y detallada, el doble acceso a la realidad que tenemos los humanos: un acceso a lo real relativo a nuestras necesidades de vivientes, y un acceso a lo real absoluto.
La dimensión relativa de lo real y la dimensión absoluta no son dos realidades; ambas son esta misma realidad que se nos muestra bajo dos aspectos, pero que en realidad no son dos, sino una única realidad.
El mito habla de esta nuestra condición peculiar humana, que nos diferencia de las otras especies animales; y expresa cómo la totalidad de la realidad y el cosmos entero tiene para nosotros esas dos dimensiones, como una unidad.
El mito dice que toda la realidad que vemos, tocamos, sentimos y vivimos en nuestra vida cotidiana: el cielo estrellado, la noche, la tierra, nuestra propia especie en la figura de una mujer, los animales, están preñados de la dimensión absoluta. Esa dimensión absoluta se muestra desde las entrañas mismas de todas las realidades del cosmos.
Y para quien advierte que todo lo que damos por real está preñado de lo absoluto, de “lo que es”, “del que es”, es como si presenciara un parto. Es como si toda la realidad pariera, y pariendo nos mostrara lo que tiene en su seno: “lo que realmente es”, la dimensión absoluta, Dios.
Es como un parto del cosmos entero, es un parto en el que nadie nace, porque el que es dado a luz es el que siempre ha sido y es.
El mito es autónomo, tiene significado por sí mismo, pero cuando los discípulos de Jesús ven en Él “al que es”, narran su nacimiento aplicándole ese mito cósmico ancestral. Aplicándoselo afirman la grandeza de Jesús y afirman también que Jesús muestra y es esa dimensión de la que el cosmos entero está preñado. Como la dimensión absoluta no es “otra” del cosmos, así lo que Jesús muestra en su persona no es “otro” del cosmos. Y nosotros somos eso.
El gran mito del nacimiento proclama la verdad de todo y la unidad radical de todo, y si unidad, amor. Lo mismo que proclamó Jesús y todos los grandes maestros de profundidad en la historia de la humanidad.
Desde esta perspectiva el mito de navidad no es un cuento sentimental sino un gran mito cósmico que proclama, para quien sabe comprenderlo, una gran verdad.
La narración del nacimiento de Jesús no es una narración de hechos, no es una crónica, es una representación, una simbolización de lo que fue la enseñanza central de Jesús, de su revelación: el conocimiento silencioso.
Para hacerlo tomaron los elementos centrales de un mito ancestral, el del nacimiento de dioses y héroes, para simbolizar, en lo posible, esa inefable revelación.
La narración del nacimiento está formada por unos símbolos centrales, ensartados en una narración. Esa es la estructura común de los mitos: símbolos poderosos ensartados en una narración. La narración sólo pretende poner de relieve a los símbolos centrales.
Los símbolos centrales de la narración del nacimiento son la noche cósmica, la cueva y el seno de una madre. En realidad son tres símbolos confluyentes porque insisten en una misma idea desde una triple perspectiva: una perspectiva cósmica, otra terrestre y otra humana.
Para comprender la profundidad del mensaje del mito de la natividad, basta con prestar atención a esos tres grandes símbolos.
Jesús, la Luz del mundo, nace en el momento central de la noche cósmica, desde las tinieblas del seno de la tierra en una cueva, y de la oscuridad de las entrañas de María.
Los símbolos del mito parecen sugerir la contraposición de la luz y la oscuridad, la contraposición de la luz y las tinieblas, pero no es así. En la oscura noche brilla la comprensión de la inmensidad y el sentimiento de lo ilimitado, como no puede sugerirlo la luz del sol. Las tinieblas de los abismos de la tierra o la oscuridad del seno de una madre son más elocuentes que los campos abiertos.
Esos tres tipos de tinieblas, la del cosmos, la del seno de la tierra y la de las entrañas de una madre, son oscuridades que iluminan la mente y el sentir más que el claro día.
Estas tres oscuridades-luz, no son tres, sino una sola.
Cómo llamaremos a esa oscuridad, ¿oscuridad luminosa o claridad oscura?
Así es la luz que Jesús trajo al mundo con su vida y su muerte.
El mito narra que en Jesús se encarna el Hijo de Dios en un infante judío.
Esa afirmación es oscura como la noche cósmica. En ella se dice que ese humilde recién nacido es la Luz de Dios venida al mundo.
La vida y la muerte de Jesús nos mostraron “al que es”, al absoluto, al Padre. Él fue esa revelación. Esa revelación de Jesús es la que simboliza el mito de la navidad, retrotrayéndola a su nacimiento.
La verdad que nos trajo Jesús, la verdad del Dios Padre, es la verdad absoluta.
Una verdad que está más allá de las pobres y limitadas posibilidades de nuestro cerebro y nuestro corazón. Una verdad que excede todas nuestras posibilidades de representación.
Sabemos de su verdad con una certeza inquebrantable, pero ni la podemos individualizar, diferenciándola de las otras verdades (toda diferenciación sería hija de una formulación, y la verdad de Jesús no es ninguna formulación), ni la podemos acotar, ni la podemos representar.
Es una verdad vacía, sin límites, que lo abarca todo.
Y es una verdad que lo abarca todo, porque de nada puede ser diferenciada.
Es la verdad de todo, porque está vacía de toda posible objetivación.
Y porque es inobjetivable la vivimos como nada.
Es certeza completa y es vacío completo.
Es peso de certeza, pero es certeza de nada.
Es presencia indudable, pero es presencia de nadie.
Es la luz del absoluto, pero, por los rasgos descritos, es luz tenebrosa.
Es como la noche del cosmos, oscura como los espacios infinitos, pero plagada de galaxias de soles.
Es como las entrañas de la tierra y como el seno de María, oscuras, pero dadoras de vida.
Desde la revelación de Jesús, simbolizada en el mito de su nacimiento, la luz más intensa y las tinieblas de la noche ya no están separadas para nosotros, están indisolublemente juntas.
La luz del absoluto es tan pura e intensa que resulta tenebrosa para nuestros humildes ojos de animales vivientes.
Y la tiniebla de la presencia del absoluto es más deslumbrante que el sol de la mañana.
En este grandioso mito no hay nada que creer y sí mucho que comprender, verificar y realizar.