Aprender a escuchar, a mirar, a sentir y a ver. Aprender a vivir
Pequeña selección del libro: Bruno Monsaingeon. «Mademoiselle». Conversaciones con Nadia Boulanger». (Barcelona, Acantilado, 2018. 174 p.)
De la contracubierta: Pianista, directora de orquesta, mentora de Stravinski y maestra, durante sus casi setenta años de carrera Nadia Boulanger (1887-1979) formó a un buen número de notables compositores, directores e intérpretes del siglo XX, desde Gardiner, Markévich, Barenboim, Glass, Bernstein o Menuhin hasta Piazzolla o Quincy Jones. A partir de los materiales reunidos durante las conversaciones con Boulanger en sus últimos seis años de vida, Monsaingeon recopila y ordena las entrevistas para recrear la voz y evocar la presencia de la gran maestra de maestros. Un conmovedor homenaje a una figura admirable, sumamente influyente por sus indiscutibles dotes musicales y por su inolvidable magisterio.
Pequeña selección
El enorme privilegio de enseñar consiste en incitar a quien se enseña a mirar abiertamente lo que piensa, a decir abiertamente lo que quiere y a oír claramente lo que oye. Ello requiere un entrenamiento muy amplio de la vida.
En música, tengo todos los límites del mundo, soy consciente de todo lo que no sé, pero me muevo en terreno firme porque se me indujo, se me ayudó y se me permitió oír realmente, escuchar de verdad. […] Se puede escuchar sin oír, ver sin mirar, mirar sin ver. Y sobre todo es posible hacer algo sin demasiada convicción ni entusiasmo. Pero cuando uno hace eso se condena.
Tuve que insistir en el conocimiento de las bases fundamentales. Es decir: oír, mirar, escuchar y ver. Y fomentar el respeto por uno mismo (no la vanidad) para que el alumno aprenda a dar importancia a quién es y a lo que hace. Porque yo creo que si uno no concede importancia a quién es y a lo que hace, no es posible tocar bien, ni pensar bien, ni vivir bien.
¿Advertimos que el don de aprender, de retener, es un regalo que hemos recibido, o dejamos que los días se nos escapen como si pasaran a través de un colador que nada retiene? ¿Acaso el líquido que filtra el colador es un auténtico saber adquirido o tan sólo agua corriente? Yo creo que el agua corriente es agua desperdiciada.
Todo conocimiento deber responder a una curiosidad. […]
Ignoro si es posible enseñar a alguien a mantenerse despierto. Lo único que sé es que toda persona que actúe sin sentir interés por lo que hace malogra su vida. Es más: su vida es una nulidad a causa de la falta de curiosidad, tanto si se dedica a limpiar cristales de ventanas como a escribir una obra maestra. Pienso en un pasaje maravilloso de Bergson donde explica que el hombre se halla ante el caos de la naturaleza pero, en cierta medida, está capacitado para organizarlo. Bergson muestra cómo, a pesar de esta circunstancia, el hombre descubre que es capaz de pensar i comprender mucho más de la que se podía imaginar: «Los filósofos que especulan sobre este tema no han hecho hincapié en el hecho de que, cuando se logra el propósito de otorgar orden, de comprender, la naturaleza lanza una señal». Y añade esta maravillosa imagen: «Esa señal es la alegría; sólo puedo calificarla de esencia divina». Y concluye maliciosamente: «Tan sólo se busca la alabanza en la exacta medida en que no se está seguro de haber salido airoso. Quien está seguro de ello no busca el asentimiento de nadie, le basta saber».
Entonces, ¿qué fuerza es esa que forja a los santos, que forja a los héroes, que forja a los genios, que forja a los hombres que alcanzan su destino? Todo el mundo puede lograrlo. Tanto puede aplicarse a Wagner cuando escribe la Tetralogía como al limpiador de cristales anónimo y al niño de cuna en el que no nos parecía percibir más que una forma rudimentaria de conciencia. No sé si le gustan los niños, probablemente es usted demasiado joven; yo los adoro, pero me dan miedo porque no sé cómo dirigirme a ellos. Aún así, nunca olvidaré el día en que le llevé a un niño de catorce meses un paquete que contenía un osito o algo parecido, no lo recuerdo exactamente. Ni se fijó en él. ¡Lo que le fascinó fue el cordel! No había modo de desviar su atención: estaba concentrado en deshacer el nudo con sus deditos.
Todos los días, sin excepción, recuerdo esta frase de Hamlet: «Words without thoughts never to Heaven go» (‘Las palabras sin pensamiento nunca van al cielo’). Si le digo a usted «Hola» sin pensarlo, no existo. Cuando estuve en Roma con mi hermana, que tenía entonces diecinueve años, […] un día fuimos a pasear por los jardines de Villa Médicis. Éramos dos muchachitas llenas de ilusión y convencidas de que siempre seríamos jóvenes. Limpiando la maleza de los jardines había una anciana que, a pesar de la tez surcada, tenía los rasgos de una mujer que debió de haber sido guapísima; corría el año 1913 y este recuerdo sigue siendo importantísimo para mí: cuando pasamos junto a la anciana, alzó la cabeza y con una sonrisa inefable nos dijo: «Buon giorno, e per tutto il giorno». Dijo aquel «buenos días para todo el día» sonriéndonos, lo que ya era un regalo, tendríamos que haberle dado las gracias. Han transcurrido sesenta y cinco años, mi hermana falleció en 1918, pero cuando recuerdo la frase de la anciana pienso: «No olvides que tus días están bendecidos, sabrás o no aprovecharlos, pero están bendecidos».
Tal vez me dirá usted que ésa es una manera demasiado seria, insoportable, de tomarse la vida. Pero me tiene sin cuidado que sea insoportable, ridícula o ingenua; debo mis grandes alegrías —y considero que así es para todo el mundo— a esos momentos en los que advertimos lo que se nos presenta, y captamos no la superficie, sino su profundidad.
Se trata de momentos conmovedores como el día en que la anciana nos dijo algo tan nimio como “buen giorno, e per tutto il giorno”; tan sólo era una anciana recogiendo malas hierbas, pero su alma era de diamante y le permitió alcanzar el genio del corazón, la santidad del espíritu, puesto que sólo expresaba lo que su corazón le inspiraba, y eso hacía que ya no se tratara de ella ni de mí: sentía que existía un estado de gracia que podía convertir aquel día en un día glorioso, era un estado que irradiaba su belleza y convertía aquel día en un regalo.
Creo que prestar atención, manifestar interés por lo que nos rodea permite percibir lo que debe ser. Se trata de una forma de visión que poseen los grandes místicos: en determinados días se les concedió prestar auténtica atención. A menudo pienso en Teresa de Ávila, que hablaba de los “días de oraciones secas” en los que rezaba una y otra vez —nunca dejó de rezar, como gran santa y gran espíritu que era— ¡en vano! Hasta que llegaba un día en que oía. En arte llamamos a eso inspiración. Es el momento en que una persona logra captar su pensamiento profundo, el momento en que se nos revela la verdad, en que se experimenta una comunión.
Cuanto más pienso en los fenómenos que desempeñan un papel fundamental en la música, más me parece que dependen de los fenómenos generales que determinan el valor de las personas; está muy bien ser músico, está muy bien poseer genio, pero el valor interior que determina nuestro espíritu, nuestro corazón, nuestra sensibilidad, depende de quiénes somos. Ha podido tocarnos llevar una vida tal que nadie comprenda quiénes somos. Sin embargo, uno mismo siempre puede comprender quién es, basta prestar atención: tan sólo existo, a mis propios ojos, si presto atención a quién soy.
¡Una obra representa tal cúmulo de cualidades que dependen de la curiosidad, de la tenacidad, de la práctica, del olvido de uno mismo! La realización de uno mismo en la obra es un olvido de uno mismo, consagrado por entero a la obra.
Cuando tienes la suerte que yo tengo de tratar con personas que están iniciándose en la vida —suelen rondar los veinte años, algunos tienen dieciocho, otros treinta, tanto da—, descubres en algunos de ellos tal pasión por la vida que sabes que hagan lo que hagan lo harán con amor, llenos de un sentimiento de plenitud que es fruto de un deseo. Todo reside ahí. ¿Somos capaces de desear algo y de manera viva la capacidad de asombro?
Me parece milagroso que sea posible asombrarse una y otra vez, doy gracias a Dios y me inclino ante el milagro.
Si yo sé prestarle atención, me asombrará usted una y otra vez. En cambio, si me acostumbro a verle, sin advertir que la luz cambia constantemente, se convertirá usted en un mueble al que ni siquiera presto atención, y seré yo la que saldrá perdiendo. Que esté usted aquí, que sea quien es, me parece un profundo misterio. Y si no es un profundo misterio, me estorba usted, pues no tengo ganas de verle para nada.
Acepto ese extraño misterio: existo.
Selección de: Bruno Monsaingeon. «Mademoiselle». Conversaciones con Nadia Boulanger. Barcelona, Acantilado, 2018. 174 p.