Tanteando en la oscuridad
Pequeña selección a partir de un texto autobiográfico de G. Lanfranchi (1912-1986) publicado en una obra colectiva sobre el Vacío («Vivre en vacuité», en: Le Vide, expérience spirituelle. Paris, Deux Océans/Hermès, 1981. pgs.271-289.). En él expone su concepción de camino interior y ofrece fragmentos de su «diario de travesía». Aunque hace unos años ya habíamos presentado a esta autora, la recordamos ahora con motivo del seminario que se llevará a cabo en Cetr sobre su trabajo (mayo 2018).
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Creo que la vida espiritual podría caracterizarse por la experiencia de la Vacuidad. En sí misma, ésta sería como el ofrecimiento de Libertad absoluta a una conciencia encadenada; sería como la experiencia última aunque enmascarada a través de muchas otras experiencias; tendría sabor de eternidad: aunque en los principios es tan fugaz, que parece que no llega a ser contemporánea ni de un sólo segundo de nuestros relojes terrestres.
Sería inútil apuntar directamente a la experiencia de Vacuidad: no puede entrarse por ahí a lo bruto. De lo que se trata es de ser dócil a una cierta actitud que guía si es lo suficientemente profunda y pura.
El acto en sí mismo es simple, tan simple que lo puede practicar cualquiera que tenga voluntad de ello: se trata de interrogar a cada momento o, como mínimo, a cada momento importante de la vida, a aquello que uno siente como lo más profundo de sí mismo y, a la vez, como el nivel más alto de cualidad en el que uno sabe que puede vivir («cualidad», «pureza»). Esta «auscultación cualitativa profunda» lleva a elegir tal acto o tal actitud y no tal otra; una «lucidez crítica» que consiste, simplemente, en que las decisiones que uno toma sean lo más acordes posible con las disposiciones subjetivas.
Cualquier persona honesta consigo misma adopta de una manera u otra esta práctica que, en el fondo, le permite vivir una «vida humana» lo más acertadamente que sabe. Es posible que ese sea el único motivo; pero uno puede plantearse, también, que esa manera autónoma y centrada de vivir en la gruta constituye, a su vez, como un ejercicio para ir ahondando en la vida profunda, purificando la vida cualitativa, preparándonos a fin de cuentas para esa profundidad, esa pureza (esa autonomía radical) necesarias para poder soportar la ilimitada soledad de la vacuidad.
Adentrarse en la noche. Percibir las tensiones, las opacidades, las cargas que obstruyen al cuerpo y, con suavidad, pacientemente, ofrecerlas a una profundidad tan profunda como profundos son los sentimientos que van asociados a ellas -simbólicamente diríamos: a la noche. Sentir esa noche como merecedora de confianza; abandonarse, abrirse, entregarse a ella, y a ninguna otra cosa; a ella, que es indistinta, y a nada en particular: ni a un deber, ni a un ser, ni a una intención cualquiera- solamente a la oscuridad tranquilizadora, cálida, de esta noche. Hacer esto cada día en una meditación que es a la vez mental (ya que la mente sostiene firmemente ese sentir de una noche que nos engloba), afectiva (esa noche deshace nudos atados desde la infancia), sensitiva (puesto que la atención diferenciada sobre cada segmento del cuerpo es un medio idóneo para sostener esta atención y mantener la orientación acertada); hacer esto dirige la propia profundidad, no hacia un proyecto o una persona, sino hacia ese Fondo sin fondo; esta pérdida voluntaria, y reiterada sin descanso, se vive como el indecible encuentro de un yo insospechado y reconocido en esa noche.
Esta noche -como lo muestran los términos que hemos empleado para hablar de ella- es en el fondo de la misma naturaleza que la vacuidad. Ésta era como la cima que coronaba un esfuerzo, una tensión; invitaba al desprendimiento, al vuelo. En cambio, el movimiento hacia la profundidad de la noche es como introducirse en la densidad del ser; no sólo sensitivamente sino también afectivamente (y si no fuera por miedo a caer en un contrasentido, nos gustaría decir: sensualmente). Esa testificación lo penetra todo de tal manera que resulta automáticamente eficaz: el impulso amoroso que se dirigía hacia una esperanza demasiado humana, de pronto se vive como en su propia fuente; suspendido; con otra orientación distinta; vuelto hacia ese Fondo inmenso que lo acoge, lo pacifica, lo engrandece. Inmensidad nocturna, tan parecida a la transparencia del espacio.
21-IV-1943. El espíritu está a la escucha, tendido hacia algo que no es ningún objeto. Hay receptividad, espera de algo que surge en lo más secreto del ser. La Realidad que se presiente es tan sutil que casi sólo se percibe por contraste, cuando uno se relaja.
Puedes estar más o menos lejos del ámbito de las representaciones. Y la tensión puede ser más o menos intensa. Hay ahí como un camino muy secreto que sabes que puede llevarte muy lejos, al centro oculto de lo real, y que le pierdes la pista a la más mínima, sin ni darte cuenta. Cuando logro seguirlo no es extraño que sienta como una falta, como una impresión de insuficiencia, como cuando uno tiene hambre o cuando siente la inseguridad de la alta montaña. Hay algo en uno mismo que está como insatisfecho. Pero amas incluso esa sensación de insatisfacción. Vuelves a ella como si presintieras una invisible riqueza en esa pobreza. Y a la pereza que no te permite poner el esfuerzo necesario la sientes como una traición causada por la propia debilidad. Estoy segura que lo que provoca este malestar es la falta de costumbre. Que si me dedico a ello cada día con regularidad y paciencia lograré superar la inercia y adquirir más soltura. Debo hacerlo.
Porque desde el punto de vista teórico sé que esta actitud es la mejor que puedo adoptar. Ahí no me falta lucidez. Ninguna preocupación oscurece la transparencia del ser. Estoy cara a cara frente a esa falta de aprehensión concreta que es la Realidad presentida desde hace tanto tiempo. Esa tensión sin representación es, en el marco de mi agnosticismo metafísico y de mi espiritualidad pragmática, la actitud fundamental.
Es el «lugar» por excelencia del encuentro espiritual. El de la fe desnuda. Ahí se percibe la intimidad de lo real.
19-III-1950. Concentrarme solamente en «Eso» y asumir todas las consecuencias de mi opción. Permanecer toda yo tendida hacia un horizonte que se aleja y avanzar, avanzar siempre. Firme en ese andar sin guía, en esa carrera sin fin, en esa travesía sin andaderas. Exclusivamente ese moverse en un océano sin orillas, en ese éter vacío. Las amarras están cortadas. La Nada avanzando en la No Forma no puede naufragar. Vértigo. Libertad inesperada. Me lamentaba de mis decepciones. No me daba cuenta de que estaban royendo la cuerda que me mantenía cautiva. Sensación de cuerda rota, de partida en la inmensidad azul que parece como un muro en pie pero que es de una profundidad insondable. La «falla», decía yo consternada; sin comprender que lo que se resquebrajaba era mi cárcel.
10-IV-1950. Esa unidad que deseo, sería un error esperarla de la voluntad; sólo puede venir de la atención.
21-X-1951. Gozo cósmico. El espectáculo de las cosas es tan real o irreal como un sueño. Entretenerse en dilucidar su grado de realidad es como discutir con una persona todavía dormida: es la persona todavía dormida en nosotros la que se plantea estas cuestiones. Tomar esta gota de luz, de vacío, e insertarla en mi masa oscura, compacta, aquí, allá, por todas partes, penetrando así cada cosa de espacio y de luz.
Todo es posible si se hace con un movimiento que es simple, muy simple; sin forzar bruscamente al cuerpo, al contrario. Basta con que la mecánica cerebral deje de girar a lo loco. Mi cuerpo, aquí, totalmente presente, hace presente y manifiesta la totalidad de esa Conciencia en la que se disuelve. ¡Qué simple y poderoso era todo! Todo es simple y poderoso.