SOMOS PARTES DEL TODO

Jane Goodall (1)

La existencia en la selva me absorbió por completo. Fue un período sin igual, cuando el hecho de estar sola se convirtió en una forma de vida; en una oportunidad perfecta para meditar acerca del significado de la existencia y de mi papel en todo ello. Pero estaba demasiado ocupada aprendiendo cosas sobre la vida de los chimpancés para preocuparme por el sentido de la mía. Había ido a Gombe a desempeñar una tarea concreta, no a alimentar mi interés por la filosofía y la religión. Sin embargo, es cierto que aquellos meses en Gombe contribuyeron a modelar la persona que soy en la actualidad. Habría demostrado muy poca sensibilidad si el milagro y la infinita fascinación de aquél nuevo mundo no hubieran ejercido una profunda influencia en mi manera de pensar.

Cada día me acercaba un poco más a los animales y a la naturaleza y, por lo tanto, también a mi misma, y me sentía más acorde con el poder espiritual que respiraba a mi alrededor. Quienes han experimentado el placer de estar a solas con la naturaleza no necesitan más palabras; y a quienes no lo han conocido les diré que ninguna palabra podrá jamás describir el fabuloso contacto, casi místico, con la belleza y la eternidad que nos embarga de forma repentina y totalmente inesperada. La belleza siempre estaba allí, presente, pero los momentos de auténtica conciencia de ella eran infrecuentes. Llegaban sin avisar; quizás mientras contemplaba los primeros destellos que preceden el amanecer; o cuando miraba a través de las hojas de un árbol gigante hacia los verdes y los castaños, y las sombras negras, y la mota de cielo azul infinitamente seductora y brillante; o cuando al atardecer apoyaba la mano en el tronco aún caliente de un árbol y contemplaba el reflejo de la temprana luna en las aguas siempre inquietas y susurrantes del lago Tanganika.

Cuando más tiempo pasaba a solas, más me confundía con el mundo mágico y frondoso que ahora era mi hogar. Los objetos inanimados llegaban a tener su propia identidad y, como en el caso de mi santo favorito, Francisco de Asís, les ponía nombres y les saludaba como si fueran buenos amigos. “Buenos días, Cima”, le decía cuando llegaba allí cada mañana; “Hola, Arroyo” cuando iba a por agua; “Oh, Viento, por Dios cálmate”, cuando ululaba en las alturas, frustrando mis posibilidades de localizar a los chimpancés. Y desarrollé en particular una profunda consciencia del ser de los árboles. Palpar la corteza áspera y aún caliente de un viejo gigante forestal, o la piel fresca y suave de un árbol joven y orgulloso, hacía que de una manera intuitiva y extraña, sintiera circular la savia desde las invisibles raíces hasta las últimas ramas, allí en la copa. […] Y cada día aprendía más cosas sobre los chimpancés […]

Las horas que pasaba en la selva siguiendo, observando o simplemente estando con los chimpancés no sólo arrojaban datos científicos, sino que me colmaban de una paz que me llegaba a lo más profundo. Los árboles inmensos, retorcidos y viejos; las pequeñas corrientes de agua abriéndose camino a través de las rocas para llegar al lago; los insectos; los pájaros; los propios chimpancés.

De aquellos días recuerdo uno en particular, y lo hago con un sentimiento casi reverencial. Estaba tumbada de espaldas, entre hojas y ramas del suelo tropical. Notaba las piedras incrustadas contra mi cuerpo y me moví unos milímetros hasta encajar cómodamente entre ellas. Allí arriba, a cierta altura, estaba David Barbagrís comiendo higos. De vez en cuando veía un brazo negro que se estiraba para arrancar un fruto, un pie que se balanceaba, una oscura sombra que se desplazaba ágilmente entre las ramas.

Recuerdo la extraña sensación de armonía de colores en el bosque, entre las tonalidades amarillas y verdes que se oscurecían hasta convertirse en marrón y púrpura. Cómo las lianas se enroscaban alrededor de los árboles y se adherían a las ramas, fundiéndose unas con otras. Al mediodía, el aire tropical se llenó de la música estridente de las cigarras, de sus oleadas intermitentes de canto y silencio, cual miembros chillones de un coro entonando una ronda infinita de canciones sin palabras.

[…] Aquél día sentí que el viejo misterio volvía a cautivarme, que volvía aquel silencio interior. Estaba allí tumbada, como un fragmento más de la naturaleza y experimenté de nuevo aquella mágica intensificación del sonido, aquella riqueza de percepción aumentada. Tenía clara conciencia de movimientos secretos en los árboles. Una pequeña ardilla, con pelaje a rayas, subía por un tronco en típicas espirales, metiendo la nariz en los agujeros de la corteza, con ojos brillantes y orejas redondas, alerta. […] Es poco menos que imposible describir l renovada conciencia que se posee cuando se abandonan las palabras. Las palabras pueden intensificar la experiencia, pero también pueden empobrecerla. Contemplamos un insecto y ya estamos abstrayendo determinadas características y clasificándolo: una mosca, decimos. Y en ese preciso momento cognitivo, parte del milagro ha desaparecido. Una vez hemos etiquetado las cosas que nos rodean, dejamos de observarlas con tanta atención. Las palabras son parte de nuestro yo racional y olvidarnos de ellas un rato equivale a dejar que nuestro yo intuitivo vuele con entera libertad.

Una repentina ducha de ramitas y el ruido de un higo demasiado maduro aplastándose cerca de mi cabeza rompió la magia. David bajaba del árbol pasando de una rama a otra. Me levanté lentamente, reacia a volver al mundo de la cotidianidad. David alcanzó el suelo, dio unos cuantos pasos en mi dirección y se sentó. Dedicó un buen rato a asearse, después se tumbó en el suelo, con una mano debajo de la cabeza, totalmente relajado, y se puso a contemplar la bóveda verde y frondosa que nos cubría. Una suave brisa movía las hojas, que lanzaban brillantes parpadeos de luz. Y allí sentada, vigilante, pensé como he hecho a menudo desde entonces, en el asombroso privilegio de verse así, totalmente aceptada por un animal libre y salvaje. Es un privilegio que nunca daré por sentado. […] Sus ojos parecían ventanas que me invitaban a mirar al interior de su mente… si hubiera sabido cómo hacerlo. Desde aquel día ya lejano ¡cuántas veces he deseado poder mirar el mundo exterior, aunque sólo fuera durante un segundo, a través de los ojos y la mente de un chimpancé! Un minuto así valdría toda una vida de investigación. Porque estamos confinados en lo humano, cautivos de nuestra perspectiva humana, de nuestra visión humana del mundo. Incluso nos resulta difícil ver el mundo desde la perspectiva de otras culturas distintas de las nuestras, o desde el punto de vista de un miembro del sexo opuesto.

[…] Mi creciente comprensión de David y de sus amigos incrementaron el profundo respeto que siempre había sentido hacia formas de vida distintas a las mías, y me permitió valorar desde una nueva perspectiva el lugar de los chimpancés y también el nuestro, en el esquema global. Los chimpancés son partes de un todo, junto con los papiones y los monos, las aves y los insectos, la vida fecunda de la selva, las aguas agitadas y nunca tranquilas del gran lago, y las infinitas estrellas y planetas del sistema solar. Todo era uno, todo formaba parte del gran misterio. Y yo también era parte de él. Me invadió una sensación de calma. […] En Gombe tuve la misma sensación de paz que la que sentía a veces en una vieja catedral cuando vivía en el bullicioso mundo de la civilización.


(1) Jane Goodall y Phillip Berman. Gracias a la vida. Barcelona, Mondadori, 2000. 261 p. (pgs. 84-92).
A raíz de un proyecto del paleontólogo Louis Leakey, Jane Goodall (Londres, 1934) pasó años en Gombe (Tanzania) estudiando el comportamiento de los chimpancés. Hoy esa una reconocida experta del comportamiento animal, impulsora de la defensa de la naturaleza.

 

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