LA CASA DE TRES BOTONES
Gianni Rodari
Érase una vez un carpintero llamado Tres Botones. Quizás se llamaba Juan o Napoleón, pero desde hacía tanto tiempo que todo el mundo le llamaba Tres Botones, que ya nadie se acordaba de su verdadero nombre, ni tan siquiera él mismo.
Vivía en un pueblo tan pobre que la gente no tenía dinero para dedicarlo a hacerse muebles nuevos. En todo un año, más o menos, le encargaban tan sólo una mesa y cuatro sillas. En todo el último año sólo le habían encargado un taburete.
– ¿No queréis un armario? -preguntaba.
– Vete a saber lo que nos costaría ¿cómo te vamos a pagar? -le respondían.
– ¿No querríais acaso una cajonera? -volvía a preguntar.
– ¡Debe de costar un ojo de la cara!
– ¿Queréis un perchero?
– ¿Y qué colgaremos? –le contestaban- La poca ropa que tenemos, la llevamos puesta. Tres Botones pensó: «Me conviene marcharme de aquí. Pero si voy a otro pueblo, tendré que comprarme una casa, o alquilar una. Me parece que lo que más me conviene es fabricar una casita de madera y ponerle ruedas: así podré llevarla por todas partes y cuando me haga rico me casaré, y cuando me haya casado se la daré a mis hijos para que jueguen». Dicho y hecho, se puso en seguida a trabajar.
Como era un buen carpintero, no le asustaba el trabajo ni temía darse con el martillo en los dedos. Tres Botones era pequeño y delgado así que con una casa pequeñita tenía suficiente. De hecho la hizo tan pequeñita que sólo cabía él, su martillo y el cepillo, pero ya la sierra tuvo que colgarla de un clavo en el exterior. Sobre la puerta escribió su nombre: «Tres Botones». Le puso cuatro ruedas a la casa y una barra para poder tirar de ella. «Mirad -decía la gente- Tres Botones se ha hecho una casa con mango». Y se reían de él. Pero Tres Botones hacía ver que no se enteraba. Y el día que se marchó con su casa a cuestas, le decían:
– ¿Qué? ¿Y la gasolina dónde la pones? ¿Te la bebes?
Por toda respuesta Tres Botones se quitó el sombrero haciéndoles un saludo de despedida. La casa era ligera, fácil de tirar de ella. Cuando había un descenso, Tres Botones se metía dentro y se dejaba llevar por la pendiente. Anda que te andarás, llegó la noche y Tres Botones se paró en un prado. «Dormiré aquí, que por hoy ya he hecho suficiente camino». No había pasado una hora, que le despertó la lluvia repicando sobre el tejado. Había estallado una tormenta y los rayos caían por doquier.
– ¡Vaya forma de tronar! –pensó. Pero no eran sólo los truenos. Alguien estaba dando golpes en las paredes, y oyó una voz que imploraba:
– Ábreme, por favor. Ábreme, Tres Botones!
– ¿Quién hay?
– Estoy empapado, déjame entrar.
– Inténtalo, si puedes –respondió Tres Botones, abriendo la puertecita-. La casa me la he hecho a medida, pero me alegraré mucho si cabes.
– Dónde cabe uno, caben dos –se oyó. Y entró un viejecito que tras escurrirse la barba se acomodó.
-¿Sabes quién soy? –preguntó el viejo
– ¿Quién eres? –respondió Tres Botones.
– Soy tu tío Caramella. Me he quedado solo, no tengo a nadie que me ponga un plato caliente sobre la mesa, y he pensado en ti. Imagínate el disgusto que he tenido cuando los del pueblo me han dicho que te habías marchado. Por suerte unos niños habían visto qué camino habías tomado y aquí estoy. Te has hecho una casa nueva, ¿verdad? ¿Será que las cosas te van bien?
– Más o menos –dijo Tres Botones.
– Me alegro –suspiró el tío Caramella-. Pero ahora, perdóname, necesito dormir. Ya hablaremos mañana por la mañana.
– Buenas noches –dijo Tres Botones. Pero no podía dormirse y rascándose la mollera no dejaba de pensar que el pobre viejo seguramente no había cenado. Como él. Y tronaba y tronaba. Pero no eran sólo los truenos. Alguien estaba golpeando la puerta. Oyó una voz que suplicaba
– ¡Abrid, por favor!
– ¿Quién es?
– Una pobre mujer con sus tres hijos. La tormenta nos ha pillado de camino y no tenemos donde refugiarnos.
– Entrad si podéis –les dijo Tres Botones, abriendo la puerta-. La casa me la hice a medida, pero si cabéis me alegraré mucho.
– Dónde caben dos, caben tres. Los niños, ya se sabe, caben en todas partes –dijo la mujer. Entró ella y sus niños y se echaron todos a dormir.
– ¡Os lo agradezco tanto! –dijo la mujer- Qué bien se está aquí adentro
– Perdonad la indiscreción pero ¿dónde ibais con este temporal? –preguntó Tres Botones.
– Avanzábamos sin destino –dijo la mujer poniéndose a llorar. Me he quedado viuda con estos tres hijitos, no podía pagar el alquiler del piso y el dueño me ha echado. ¡No sé qué será de nosotros mañana!
– No penséis en ello. Intentad dormir –le dijo Tres Botones. Pero Tres Botones no podía dormir: pensaba en la pobre viuda y sus hijitos. Y mientras le daba vueltas a que ninguno de ellos habría cenado, igual que su tío y que él, no paraba de llover. Y con esas que alguien llamó de nuevo a la puerta pidiendo refugio.
– Dónde caben cinco, caben seis… Dónde caben seis, caben siete… Dónde caben once, caben doce… Justo antes de amanecer, cuando más oscuro estaba y más fuerte tronaba, se oyeron unos golpes poderosos que hicieron temblar toda la casa.
-¡Abrid! –se oyó.
– Podía haber dicho «por favor » –pensó Tres Botones algo sorprendido. Pero abrió de todas maneras y se encontró delante de…
– ¡Déjame entrar!
Pero era…
– ¡Deja entrar también a mi caballo!
No cabía duda alguna: el manto estaba empapado pero la corona brillaba un montón, como si la tormenta le hubiera sacado el brillo. Era el Rey, que se había perdido en el bosque durante una cacería.
– Dónde caben doce, caben trece –murmuró Tres Botones inclinándose. Y añadió:
– Y dónde cabe un Rey, cabe también su caballo.
El rey entró y con la luz de una vela miró alrededor suyo.
– Vista desde fuera –dijo- tu casa parecía más pequeña.
– La verdad –respondió Tres Botones-, yo me la había hecho a medida.
– ¿Qué madera has usado pues?
– De castaño, Majestad –respondió.
– El castaño no es elástico como la goma. Aquí hay algo que no comprendo –dijo el rey.
– Pues más vale así –dijo Tres Botones-, de lo contrario, ya me dirá usted cómo daba cabida a toda esta gente.
Su Majestad el Rey Bernardino IV reflexionó un buen rato y finalmente dijo:
– Por narices que esto no es cuestión de maderas sino de corazón.
– ¿Como lo sabéis? –preguntó Tres Botones.
– El corazón es pequeño como un puño, pero si se quiere se puede meter dentro toda la gente del mundo y todavía queda lugar. Está claro que esta casa la habéis hecho con el corazón.
Tres Botones quedó callado. Entonces el Rey preguntó quién era toda aquella gente que dormía ahí y Tres Botones se lo fue explicando. El Rey Bernardino se entristecía mientras escuchaba. Y más triste se puso todavía cuando uno de los que ahí dormía, que tenía fiebre, se quejaba en sueños. Se quitó la corona, como si de pronto sintiese demasiado peso. Él que creía ser un buen rey y resulta que a su alrededor no había más que gente sufriendo, sin que él los hubiera ayudado para nada, mientras que en cambio Tres Botones les había dado todo lo que tenía: su casa. Pensó que lo mejor que podía hacer era retirarse, pero luego tuvo una idea algo mejor. Podía ayudar a toda aquella gente. Invitó a Tres Botones a trabajar a su palacio, ya que ahí no le faltaría nunca el trabajo. Y al que necesitaba atención médica, recibiría atención médica, y así uno tras otro. Pero, a cambio, le pidió a Tres Botones que le cediera su casa con ruedas, para poder así ir por todo el país ayudando a quien lo necesitara. Y mientras hablaba de todo esto con Tres Botones, se oyó un bocinazo muy fuerte, claramente enfadado. Y es que durante la noche, el viento había empujado la casita hasta en medio de la carretera y el autobús de línea no podía pasar.
– ¡Eh, vosotros! –gritaba el conductor- ¡a ver si apartáis esta casa de en medio!
La gente miraba por la ventana y se reían viendo la casa de Tres Botones. Tres Botones salió de su casa y lo primero que notó es que ya no llovía. Tras él salió el tío Caramella, peinándose la barba. Tras el tío Caramella salió la viuda y sus tres niños, el último de los cuales todavía iba a gatas. «Esto no es una casa –decía la gente-, sino el sombrero de un prestidigitador. ¡A ver si todavía saldrá de aquí un conejo blanco!»
Y venga a salir gente, venga a salir gente, los pasajeros no daban crédito a lo que veían. Y ya sólo faltó cuando vieron salir un caballo blanco y detrás el caballo… ¡el Rey en persona! Todos quedaron mudos y el conductor hizo una reverencia que parecía que se fuera a romper en dos. Entonces el Rey mandó que ataran la caseta detrás del autobús, mandó a todos subir al coche y él mismo abría paso montado en su caballo. Y si los libros de historia dicen la verdad, ésta fue la primera vez (y la última) que el autobús de línea fue hasta la capital escoltado por el Rey. Tres Botones se casó con la viuda y, para que los niños jugaran construyó otra casita de madera con ruedas, parecida a la primera. También era muy pequeña, pero cabían dentro todos los niños de la ciudad y si, en el último momento, todavía quería entrar un gato, no faltaba sitio para él.
Versión de Núria Ventura en: Ventura, Núria; Durán, Teresa. Setzevoltes (recull de contes per narrar). Graó, 1979.