pequeño fragmento de la obra de Hugo Mujica, Kénosis: sabiduría y compasión en los Evangelios. (Buenos Aires, Marea, 2009. pgs. 95-97)
“Moisés en la ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y tú, ¿qué dices?” Pero Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo.
Jesús, el único que podría erguirse para acusar a acusadores y acusada, se inclina, calla; se inclina quien podría elevarse, calla quien podría repetir: “no juzguéis para que no seáis juzgados, porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados, y con la medida con que midáis se os medirá… Si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro padre perdonará vuestras ofensas…”. Pero no lo dice, calla.
Jesús no habla, una vez más nos da su silencio, una vez más nos espera, nos da el espacio de la reflexión, calla para que los demás puedan hablar en su interior, para que escuchen el eco de las palabras que dicen y sean ellas las que hablen a quien las profirió, calla para que esas palabras recorran la historia de quienes las pronunciaron: para que la acusación que profieren acuse a quien acusa.
El silencio de Jesús, en aquel entonces el silencio de Dios, siempre, es una invitación, un llamado a escuchar, a escuchar nuestra propia conciencia, esa mal llamada “voz de la conciencia” que en realidad no es una voz, en su acepción de un sonido, de fonación, sino, más fundamentalmente, un silencio; un silencio que está y que cava más hondo que el imperativo que nos pueda decir que algo está “bien” o “mal”, ese imperativo moral que más que la voz de la conciencia suele ser meramente el “super-ego” psicológico, la herencia moral o ética, o simplemente cultural que hemos interiorizado desde fuera, pero que no es “propia”, que no es ontológica.
La “voz” de la conciencia es precisamente el silencio de la conciencia, la conciencia como silencio, el silencio que desfundamenta tanto al “super-ego” como a todo moralismo, a toda “ley moral”, el silencio que precisamente, con su silente decir, cuestiona el soliloquio con que nos hablamos, el monólogo con el que dejamos fuera de nosotros toda voz que no sea la propia, toda razón que no sea nuestra racionalización. La conciencia, en su silencio, habla callando, haciéndonos callar, haciendo que aprendamos a escuchar, que dejemos de escucharnos, de seducirnos con nuestra propia voz. Aunque nos hable palabras de “santidad”, una santidad según nuestro propio modelo, y no según la busca crear Dios.
Jesús, en su silencio, con su silencio, penetra, como sólo el silencio logra penetrar, hasta la raíz de las palabras que acaban de pronunciar, las palabras que revelan el corazón de los acusadores, hasta la raíz de toda acusación, Jesús apunta, cava con su silencio, hasta la raíz del pecado: la acusación de un hombre contra otro hombre, la traición y la entrega mutua entre los hombres, los hombres realizando la obra de Satanás, la personificación del mal que las Escrituras llaman “el acusador”. Es la acusación, es el origen de toda división, la división que es eco de otra primera acusación, (…) la acusación con que cada uno busca su propia justificación.
El hombre habla para defenderse, se defiende acusando a quien a su turno, como reacción y no como respuesta, lo acusará, el hombre se disculpa acusando… la palabra circula, gira sin salir de sí, espiral que ya no reúne sino desune: el hombre va dividiendo y en su dividir se divide, la relación ya no es encuentro de aperturas, transparencia, es vacío, vacío de verdad, la verdad que nunca dice el monólogo, la que sólo se manifiesta en el diálogo, en la comunión dialogal que la crea.