Hay que recuperar la sabiduría de las antiguas tradiciones religiosas, heredando su espíritu y reinventándolo en formas nuevas.
Desde donde estamos, en los inicios del siglo XXI, todas las tradiciones religiosas de la humanidad hablan a las nuevas sociedades únicamente de la gran calidad humana, que es la sabiduría, y de cómo cultivarla. Para nosotros, en las nuevas condiciones culturales, ese es todo el contenido de las grandes y variadas tradiciones religiosas de nuestra especie.
Las tradiciones hablan de “eso”, y sólo de “eso”, pero lo expresan y lo enseñan en un contexto cultural en el que las creencias y, su consecuencia, la sacralidad, estructuraban el pensamiento, el sentir, la organización, la acción y toda la vida de las sociedades humanas.
Hemos de recuperar esa vieja y rica sabiduría universal y milenaria, pero reinventándola en un ambiente cultural estructurado sobre postulados y proyectos construidos por nosotros mismos, pero sin creencias y sin sacralidad, laico.
La enseñanza de las grandes tradiciones religiosas es escueta y clara: hablan del interés incondicional por todo lo real; del distanciamiento que es desapego de los estímulos y situaciones; y del silenciamiento interior de pensamientos y sentimientos.
Estos tres elementos conforman una actitud de apertura desegocentrada, de amor y de interés por lo real, que propicia un conocimiento nuevo de todo y de sí mismo.
Los métodos para adquirir esa actitud son muy variados, pero se estructuran entorno de los pocos ejes centrales de nuestras facultades: el uso de la mente, el de la sensibilidad y la percepción, y el de la acción.
La enseñanza de estos procedimientos y métodos, en la mayoría de los casos, no en todos, se hace en un lenguaje y práctica entramado de creencias y de sacralidad.
En nuestras condiciones culturales, tendríamos que recuperar los métodos de cultivo del interés incondicional, del desapego y del silenciamiento interior, prescindiendo por completo y radicalmente de creencias del tipo que sean y de sacralidades.
El segundo aspecto del mensaje de las tradiciones religiosas lo forman las expresiones de la sabiduría alcanzada, las exhortaciones a luchar por ella y las advertencias con respecto a las posibles desviaciones y errores.
Este lenguaje expresivo, hecho con mucha frecuencia usando mitos, símbolos y narraciones sagradas, es semejante a la poesía. Expresa y habla de lo que no se puede decir, sino sólo apuntar, sugerir. En algunas tradiciones se expresa y apunta a la sabiduría más con conceptos que con símbolos o con una mezcla de unos y otros.
En la mayoría de los casos, no en todos, las afirmaciones sobre la sabiduría, las exhortaciones a su búsqueda o a evitar los errores, se hace desde culturas estructuradas sobre creencias y sacralidades.
Podemos comprender y vivir esas venerables, profundas y bellas expresiones desde nuestra propia situación, sin participar en sus creencias ni en su sacralidad, aunque sí en su sabiduría, de una forma semejante a cómo podemos participar de la belleza de la poesía de los grandes autores clásicos greco-romanos, y aprender de ellos, sin comulgar con sus creencias ni con su sentido de la sacralidad.
Así, la gran calidad humana, que es la sabiduría de la que hablan todas las grandes tradiciones religiosas de la humanidad, puede comprenderse, cultivarse y vivirse, sin por ello, tener que ser creyente o tener que participar en el sentido de sacralidad propio de las diversas tradiciones religiosas.
La nueva forma de cultivar la sabiduría de las viejas y venerables tradiciones, sería totalmente sin creencias y vacía de sacralidad.
La sacralidad de las religiones está ligada a las creencias, a los rituales, a los sacerdocios, a lugares y templos, a días sagrados y fiestas sagradas. Está ligada, en muchas ocasiones, a un sentido jerárquico de la vida, de la sociedad, del tiempo y del espacio.
Lo sagrado expresa, en la dualidad y en la pluralidad, en el espacio y en el tiempo, lo divino, lo absoluto, lo totalmente otro. Hace presente, en la inmanencia de la cotidianidad, el Misterio, la Fuente, la Unidad; pero lo hace presente “separado, segregado”, que eso significa sagrado.
Cuando mitos, símbolos, ritos y escrituras sagradas estructuraban a las sociedades, había ámbitos sacros y ámbitos profanos. Cuando las sociedades se estructuran sin narraciones sagradas, desaparece la contraposición de “sagrado y profano”.
Había sacralidad cuando un discurso axiológico de origen divino era el fundamento de la cohesión del grupo, el fundamento de la organización social y familiar jerárquica, de sus principios morales, del cuadro básico de interpretaciones y valoraciones colectivas. Toda la articulación social estaba fundamentada, expresada y socializada a través de unas creencias que se derivaban de las narraciones sagradas.
Estos discursos constitucionales de las sociedades señalaban lugares densos de significación y valor, donde se hacían patentes los dos niveles de la significación (el que trasluce el misterio del existir y el que fundamenta la vida práctica) y lugares de menor densidad y significación.
En el discurso y, a través de él y por él, en la estructura de la sociedad, en su organización del espacio y del tiempo, se daban puntos centrales de significación práctica y ontológica, y puntos de diverso grado de periferia. Los puntos centrales densos eran los lugares en los que se traslucía la sacralidad y los puntos de diverso grado de periferia eran los profanos.
Así se estructuraron todas las sociedades preindustriales. Todas ellas tuvieron esa contraposición entre lo central sagrado y lo periférico profano. Las religiones cultivaron, mantuvieron y defendieron esa estructura. Sosteniendo y vivificando esos centros sacros se mantenía la totalidad del sistema de las sociedades preindustriales. Sin religión, las sociedades preindustriales no hubieran subsistido; las religiones eran el principio de orden y estructuración de las sociedades.
En las nuevas condiciones culturales, sin creencias, laicas y democráticas, no hay soportes ni institucionales ni espontáneos para la sacralidad. Que carezca de sacralidad no quiere decir que sea una sociedad cerrada a toda dimensión que no sea pragmática, que sea sorda a la invitación al camino interior; significa únicamente que son sociedades en las que ya no están vigentes las milenarias categorías de “sagrado y profano”.
Las antiguas construcciones sociales y culturales preindustriales podrían compararse a edificaciones con grandes vidrieras, por donde penetraba la luz de las dimensiones del silencio y la gratuidad. En esas edificaciones había vidrieras por donde penetraba la luz –lugares sagrados- y paredes opacas con rincones más o menos oscuros –lugares profanos-.
Las nuevas edificaciones culturales no tienen ese tipo de vidrieras, pero no bloquean la salida a la luz exterior. Desde su seno, desde cualquier lugar del edificio se puede salir a la luz.
Los rasgos de las nuevas edificaciones sociales tienen claras consecuencias para el planteo del camino interior.
La dimensión profunda de la existencia, la que en el pasado llamábamos sagrada y que todavía tenemos que denominar así por falta de otro término mejor, ya no pasa por la división “sagrado/profano”.
Si no pasa por la contraposición “sagrado/profano”, no pasa por las religiones tal como se vivían en las sociedades anteriores, ni pasa por organizaciones sagradas y sus rituales. Pasará por la práctica del silencio interior desde sociedades sin sacralidad alguna y laicas; pasará por la guía de los maestros del camino interior y por las asociaciones de individuos que practican la vía en torno de escuelas, tradiciones y maestros.