Una pequeña selección de la última publicación de Corbí: meditaciones nacidas de la lectura del Mathnawî, la obra culminante del maestro sufí Djalâl-od-Dîn Rûmî (1207-1273. Avisa el autor en el prólogo que no pretende resumir ni comentar esa magna obra sino invitar a adentrarse en un texto de una infinita riqueza que no deja de ofrecer sus tesoros a quien se le acerca.
¿Cuántos maestros del espíritu?
“¡Cuántas lluvias de largueza han caído para que el mar distribuyera perlas! ¡Cuantos soles de generosidad han brillado para que la nubes y el mar aprendieran a ser tan espléndidos!” (1)
La gran riqueza de las tradiciones y de los maestros de la historia de la humanidad no reside ni en sus creencias ni en sus doctrinas, reside en el agua y el sol. El agua de la gracia y el sol de la sabiduría.
La enseñanza de los grandes es sencilla y clara. Nos enseñan a no ser en la presencia de “el que es” y a reconocerle.
La imagen y la forma son obstáculo para reconocerle.
Su don y su sabor lo destruyen todo.
“Sólo los rotos ganan el favor del rey” (2)
Elevamos hasta los cielos a los maestros para podernos agarrar a ellos, para que nos salven.
Así evitamos afrontar la ruina de nuestro yo, el lugar en el que está el tesoro.
Pero los maestros no son agarradero sino provocadores de iniciativa y autonomía.
Pretendemos que los maestros abran las ventanas de nuestra casa para poder continuar en ella, para tenerla iluminada. Así se nos hace amable y podemos permanecer vivos en ella, evitando la ruina.
Los maestros incitan a pasar de la tierra al mar, de la forma a la no forma. El mar es la aniquilación, para despertar a “lo que es”.
Los maestros no incitan a ligar a su persona sino a lo “sin forma” que hay en ellos, que es nuestro propio “sin forma”. ( pgs. 32-33)
“Al que es” sólo le puedo ofrecer un espejo. El espejo del Ser es el no-ser
¿Qué podemos ofrecer los humanos “al que es”, a lo único que realmente es?
¿Qué podemos ofrecer que Él no posea, que Él no sea?
Sólo podemos ofrecerle un espejo para que en Él pueda ver su bello rostro.
El espejo sólo puede ser la pureza vacía de nuestro corazón y de nuestra mente.
Nuestro corazón y mente, vacíos por el profundo silencio interior, es el lugar en el que Él se mira.
Cuando Él se ve en mí, puede acordarse de mí, porque me da realidad; la suya.
Sólo se puede ver a Él en mí; así puede acordarse de mí, porque ¿qué hay en mí si no Él?
Así soy imperecedero, porque en mí, fuera de Él no hay nada,
En mí sólo está su rostro, y ese es imperecedero.
Mi corazón y mi alma no son nada para darlas en ofrenda. Si mi pecho no es su espejo, ¿qué realidad voy a ofrecer?
En mí no hay nadie, sólo hay o su rostro velado por mi necedad, o su rostro patente en mi corazón limpio.
¿Cómo puede pensar Él en lo que es nada? Sólo puede mirar, sin ojos, lo que claramente es Él.
¿Abandona Él a los que, creyéndose alguien, cubren su rostro y muestran su propia nada?
No, porque también bajo el velo sucio de la ignorancia está su rostro.
¿Cuál es el espejo de ser? El no-ser.
Dice Rûmî:
Trae no-ser como tu regalo, si no eres un necio. El ser sólo se puede ver en el no ser. (3)
El ser sólo puede verse cuando se es capaz de reconocer el propio no-ser.
Reconocer el propio no-ser es la única y verdadera ofrenda que podemos hacer a Dios, porque es arrancar el velo de la ignorancia de nuestro propio rostro para que aparezca lo único que en nosotros es, Él, su rostro.
¿Qué es mi nada, en concreto, para que pueda ofrecerla?
La enfermedad del espíritu, la bajeza de mi sucio metal.
Mis defectos y carencias son la patencia de mi nada, muestran mi no-ser, no mi pecado.
Mis defectos reconocidos y asumidos, mi condición pequeña y rastrera, es el espejo en el que brilla su gloria.
El reconocimiento de mi nada, en todo lo concreto de mi vida, es su espejo. ¿No es eso un consuelo y un don?
El silencio de todos mis reclamos, como si fuera alguien, y la comprensión de mi nada a través de mis omisiones y bajezas, es su espejo.
El que reconoce sus miserias, limpia su pecho para que le refleje.
El que se cree ser alguien o poseer algo en su cuerpo o en su espíritu echa sobre su corazón y su mente un espeso y negro vaho que hace Su rostro irreconocible. La limpieza del corazón viene por la luz, no por el arrepentimiento.
Desangra tu autocomplacencia hasta que empalidezca y muera.
No te sientas mejor que nadie si no quieres asemejarte a Satán que se creyó mejor que Adán.
Quien se cree mejor que quienquiera que sea, es peor que quienquiera que sea, por baja que sea su condición.
Aunque haya inmundicia en tu fondo, y la hay, por poco agua clara que tengas en la superficie, reflejarás, aunque sea levemente, su rostro.
Los maestros del espíritu te ayudarán a drenar tu inmundicia. Si tú lo intentas, lo único que harás es remover los fondos y enturbiar el agua.
El maestro, desde fuera iluminará la oscuridad de tus estados espirituales.
¿Cómo?
Reflejando nítidamente el rostro de Dios. Haciéndolo, te muestra tu propia realidad y drena, con ello, tus inmundicias, que son siempre las consecuencias de creerse alguien otro que Él.
El rostro del maestro, que es la faz de Dios, limpiará las inmundicias que llevas a la espalda.
La luz del maestro es como un rayo que abrasa los supuestos de tu ignorancia, esos supuestos, que por desconocidos para ti, los llevas a la espalda. (pgs.142-143)
El destino, el libre albedrío y el intento
Hay dos nociones en el camino espiritual que parecen enfrentadas hasta el punto de excluirse una a la otra. Esas dos nociones son el destino, tenido por voluntad de Dios por los creyentes, y el libre albedrío.
Intentaremos primero aclarar la noción de destino.
En otro lugar ya hemos expuesto que lo que constituye la identidad de un individuo, su personalidad, es el paquete de deseos y temores que se formaron en las primeras etapas de la vida, fruto de los primeros éxitos y fracasos del niño en sus primeras relaciones con sus padres y con sus primeros cuidadores.
Esos primeros éxitos y fracasos se constituyeron en el criterio para seleccionar los recuerdos, para construir los proyectos, para interpretar y valorar las realidades y para orientar la actuación futura. Ese paquete de deseos y temores, como dos caras de unos mismos hechos, funcionan como un inflexible programa que se imprime en el individuo para el resto de su vida.
En la época en que se reciben esos impactos programadores, se recibe también, a través de los mismos padres y de los maestros en la escuela, la educación, que es una socialización y un programa de vida y actuación.
El nuevo humano recibe en la escuela lo equivalente a una programación social, que se articula con el paquete de deseos y temores que funciona como programación individual.
El niño recibe así una doble programación, una social y otra individual. Esas estructuras se convierten en patrones de todo su pensar, sentir y actuar futuro, de sus recuerdos y de sus proyectos.
El programa social depende de los avatares de la cultura y de la situación del infante en el seno de esa sociedad y esa cultura.
El paquete de deseos y temores, que constituyen su patrón individual procede del influjo del padre y de la madre.
El programa personal de la madre, procede, también, de su padre y de su madre. A su vez, el programa de los abuelos procederá del de sus respectivos padres y así sucesivamente hasta perderse en la lejanía, de generación en generación. Lo mismo puede decirse del programa personal del padre, que dependerá de sus padres, y los de éstos de sus respectivos padres, hasta hundirse otra vez en la lejanía de una larga cadena de generaciones.
Estas breves consideraciones hacen patente que lo que constituye el núcleo de la identidad y personalidad de un individuo es el resultado de uniones de deseos y temores conjuntados al azar. Podría haber tenido ese padre y esa madre, con sus respectivas cargas de deseos, temores y expectativas, u otros. El caso concreto de cada individuo es un fruto azaroso.
En lo que constituyen los patrones de comprensión, valoración y acción del individuo, tanto en su aspecto social como personal, el individuo no ha tenido ni arte ni parte, es un resultado.
Cuando el individuo actúa, regido por estos patrones, cuando recuerda y proyecta sus acciones y su vida toda, reafirma esos patrones y podría decirse que los personaliza y verifica.
Cada individuo es el resultado de una multitud de causas, entre las que se cuentan, el cosmos entero, las galaxias y las estrellas, la historia de la vida, la historia de la humanidad, la historia de la comunidad en que nace y la de las generaciones de las que es hijo. Esos son los actores de sus acciones.
Aunque, para poder funcionar como viviente, como cuadro de necesidades que precisa satisfacerse en un medio, tenga que interpretarse como un individuo, diferente de los otros individuos de su familia y de su sociedad, y como un sujeto frente a un mundo de objetos con los que satisfará sus necesidades, no es ni un individuo ni un sujeto.
Éste es el destino de cada persona; incluso las acciones que considera más personales están orientadas y regidas por ese destino heredado y reafirmado. En ese destino ¿dónde queda el libre albedrío?
El mensaje de los maestros del espíritu afirma que tenemos la posibilidad de escapar de ese destino inflexible; que podemos acceder a un conocimiento y sentir y a una actuación libre de los patrones que nos configuran y que están al servicio de la necesidad del viviente individual y simbiótico que no puede sobrevivir sino es en el seno de una colectividad.
Dicen los maestros del espíritu, que ese destino, que es como una prisión de la que parece imposible escapar, que se tiene como la voluntad de Dios, es, también, sólo Su manifestación. De forma que Él es la única realidad de todo eso y es, también, el único actor.
Conocer el mundo en que vivimos, a nosotros mismos y al destino, como manifestación de “el que es”, es la liberación.
Pero ¿cómo hacer para conseguirlo? ¿Es puro don de “el que es”?
Sólo Él es el actor, pero se requiere, dicen los maestros, que “lo que parece ser”, cada uno de nosotros, haga, una vez y otra, el “intento” sincero de escapar al destino.
Lo que podemos hacer, sólo tiene la categoría de “intento”, porque todo lo que hagamos, pensemos y sintamos, procurando escapar del destino, sólo lo reafirma.
Sin embargo, en el seno del intento repetido, intenso y sincero por escapar, acaece el don de la libertad. Ese don no es fruto de nuestras acciones y pensamientos, porque todos ellos, siempre, parten del ego y vuelven a él.
La liberación es irrupción y don. Irrupción desde fuera de los barrotes entre los que los humanos nos encerramos, y regalo del único actor.
Los mensajes de los maestros proceden desde fuera de la prisión del destino. Sus palabras despiertan nuestros intentos que, aunque proceden del ego, tienen su fuente desde más allá de él.
El destino es Su manifestación. El intento es Él buscándose a sí mismo.
En el seno del destino el sujeto conoce el mundo. Desde el intento, Dios se conoce a sí mismo.
En el seno del destino parece que somos libres, pero hay una rígida predeterminación. Con el intento apunta la libertad, hasta que llega al culmen con la realización.
Sólo el conocimiento y el sentir, fruto del intento, resuelven el nudo gordiano que forman la noción de destino y la de libertad. El conocimiento es la espada que corta ese nudo gordiano.
Para quien conoce, no hay ni destino ni libre albedrío, sólo hay “el que es”, el Único, la manifestación.
El conocimiento conduce a la perla que reside en el corazón, a la fuente del propio ser. Ese es el actor. Un actor que no es un actor, porque ¿quién o qué hay fuera de Él?
El intento parece que brota del ego, pero su raíz está en la Joya.
La joya es el espíritu del hombre y el espíritu carece de forma. Entre el que, en lo profundo de su ser carece de forma y “el que carece de forma”, no hay frontera posible. Ahí aflora la raíz; ahí está el verdadero actor, “el que es”, la eficacia del intento.
El conocimiento muestra que el destino no es lo que parece ser; ni el libre albedrío es lo que parece ser, ni tampoco es lo que parece ser el intento. Lo que hay es el Único y la manifestación del Único. Fuera de eso no hay nada.
Si sólo hay el Único y la manifestación del Único. El Único se puede conocer a sí mismo en su manifestación, porque nuestros ojos son sus ojos, nuestros oídos sus oídos, nuestra mente su mente, nuestro sentir su sentir y nuestras acciones sus acciones. (pgs. 41-45)
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Notas:
1. Rûmî. Imathnawî. Madrid, Sufí, 2003. v.1, p. 48
2. Rûmî: Ibídem, p. 50
3. Rûmî: Ibídem., pg. 250.