ATREVERSE A AMAR

         Rumí y el sufismo

Cada 17 de diciembre, se celebra, en la ciudad turca de Konya, un festival de música y danza sufíes que conmemora la muerte del más grande poeta místico del Islam, el persa Yalaluddín Rumí (1207-1273), autor de una vasta obra poética entre la que sobresale el Masnaví, verdadera teodicea de cerca de veinticinco mil versos, considerado como una suerte de Corán en lengua persa.

Inspirador de la orden sufí de los derviches giróvagos, célebres por su danza cósmica circular, Rumí constituye uno de los polos del tasawwuf o sufismo, la dimensión mística del Islam, y, sin lugar a dudas, una de las figuras más relevantes e influyentes de la espiritualidad universal.

             Halil Bárcena
Islamólogo. Director del Institut d’Estudis Sufís de Barcelona

Al fin y al cabo, su ímpetu creativo, así como su irradiación espiritual, no se confinó en los límites del Islam. Afirmar, por lo tanto, que Rumí fue un poeta místico musulmán es correcto, pero, a mi juicio, insuficiente. Rumí, conocido entre sus seguidores con el apelativo de Maulaná, ‘Nuestro maestro’, osó denunciar y, más importante aún, trascender con una pasión desenfrenada cuantos límites impone la religión y su rigidez dogmática, a menudo aliada del poder.

La fecunda biografía de Rumí, su riquísimo registro de experiencias espirituales, constituye un excitante viaje sin retorno más allá de las fronteras de lo previamente calculado. Un viaje del Islam al sufismo y de éste a lo que, a falta de mejor expresión, podríamos denominar la religión del amor, la misma que profesó otro de los grandes sufíes de todos los tiempos, el andalusí Ibn ‘Arabí de Murcia (1165-1240). Canta Rumí en uno de sus poemas más fervientes:

“¿Qué puedo hacer?, ¡Oh musulmanes!, pues no me reconozco a mí mismo.
No soy cristiano, ni judío, ni parsi, ni musulmán.
No soy del este, ni del oeste, ni de la tierra, ni del mar (…).
Mi lugar es el no lugar, mi señal la no señal.
No tengo cuerpo ni alma, pues pertenezco al alma del Amado.
He desechado la dualidad, he visto que los dos mundos son uno.
Uno busco, uno conozco, uno veo, uno llamo.
Estoy embriagado con la copa del amor, los dos mundos han desaparecido de mi vida.
No me resta sino danzar y celebrar.

La arrolladora fuerza espiritual de Rumí, su fantástica efusión poética, obedece a un indomable carácter inconformista, refractario a todo sometimiento. Hay quien dado que no sabe qué hacer con su libertad prefiere vivir como un esclavo. No pertenece Rumí a dicha casta de siervos. Maulaná se atrevió a pensar sin miedo, lo cual comporta casi siempre un cuestionamiento del saber heredado, tantas veces sacralizado por tabúes. Se atrevió a pensar, pero, sobre todo, a amar. El camino de Rumí, el de los derviches giróvagos, constituye un verdadero arte de amar. Y amar, unirse en la pasión amorosa a la voluntad divina, comporta siempre el sacrificio del propio yo, su despojamiento radical, su total desnudez. Asegura Maulaná en uno de los versos del Diván o recopilación poética dedicada a su maestro Shams de Tabriz: “No ser nada es la condición requerida para ser”.

A juicio de Rumí, paladín de la tolerancia religiosa, muchos son los caminos que conducen a la divinidad. De todos ellos, él, un espíritu vehemente y dinámico, eligió, como no podía ser de otra manera, el de la música y la danza. La deuda simbólica de la poesía de Maulaná con la música y la danza es tan importante como su deuda espiritual. En efecto, su poesía abunda en símbolos tomados del lenguaje musical y la danza cósmica giratoria, como si dicho lenguaje fuese el más adecuado para expresar lo indecible de la experiencia abrasadora del amor divino. En la obra poética de Rumí, preñada, insisto, de símbolos musicales, subyace toda una filosofía de la escucha. Oír es conocer, o mejor aún, reconocer, dado que el drama humano, según él, no es sino el olvido de lo que somos y de donde venimos.

El secreto de la felicidad creadora de Rumí estriba en el sonido. Rumí amortiguó con la música y la danza el dolor de la separación de un Dios al que siente como el Amado. Un Dios cercano, más íntimo que su propia vena yugular, como se dice en el propio Corán, pero al tiempo inaferrable. El constante girar del derviche, de derecha a izquierda, esto es, en dirección al corazón, el espacio simbólico en el que el hombre y Dios se hallan a tocar, expresa el infatigable caminar del derviche en pos de Dios, su fuente, el origen del que procede. Rumí insta a sus discípulos a vivir como extranjeros, en un exilio permanente, consciente de que sólo el extranjero es capaz de disfrutar de cada hallazgo, por mínimo que sea, como de un tesoro. En la danza incesante, el derviche giróvago se vacía de sí mismo, para que transite a través de él la palabra creadora de Dios. El derviche está lleno de nada, como el ney, la flauta sufí de caña, que requiere estar vacía para sonar. Así, la plenitud del derviche reside, justamente, en su vacuidad.

Hoy, nos acercamos a la vida y obra de Rumí, maestro de derviches giróvagos, con el temeroso respeto que inspira la genialidad. La contemporaneidad de su pensamiento místico reside en la radicalidad humana de su experiencia, así como en la universalidad del lenguaje en el que ésta ha sido expresada. El tiempo no ha mancillado el encendido verbo místico de Rumí, pero sí los gélidos lenguajes eclesiásticos y teológicos, incapaces hoy de decir las sutilezas de lo sagrado.

Rumí resumió su vida en los siguientes versos:
“Y el resultado de todo está en estas tres únicas palabras:
ardía, ardía y ardía”.

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