Aprender a percibir y sentir libremente
El camino interior es el camino de las transformaciones del sentir. El camino interior es el camino de la transformación que se precisa para hacerse apto para sentir la presencia plena de todas las cosas. La presencia de las cosas es el estar simplemente ahí de las cosas. […] Hay que hacer de nuestro cuerpo un sensor perfecto, un instrumento afinado de conocimiento. Todo nuestro ser es un organismo cognoscitivo que debe estar sintonizado, unificado y a punto. Nuestro cuerpo será un sensor afinado cuando nuestra percepción se haga conmoción y cuando esa percepción-conmoción se haga comprensión.
En nuestra vida cotidiana, el mundo está domesticado, percibido y sentido desde la minúscula perspectiva de unas pequeñas necesidades; desde ahí se conmueve y conoce.
Para romper este círculo cognoscitivo hay que recuperar la capacidad de percepción libre. Dicen los maestros que la estrategia fundamental para recuperar nuestra capacidad libre y originaria de percepción, conmoción y conocimiento es el “no apego”. El no apego es el principio fundamental.
Cuando uno tiene apegos, tiene prejuicios; y cuando uno tiene prejuicios, tiene apegos. Los prejuicios y los apegos son dos caras, una sensitiva y otra mental, del mismo fenómeno: la dependencia.
Se depende de algo de lo que se vive. Se vive de cosas, pero la importancia de las cosas de las que se depende arranca de que hacen de resguardo. Las cosas que necesitamos las queremos para usarlas y, sobre todo, para que protejan y amparen nuestra profunda y radical inconsistencia. Nos parece que sin algunas determinadas cosas nos ahogaría la nada; por eso dependemos de ellas, porque nos protegen de nuestra indigencia e insignificancia. Las queremos mucho más por la protección que nos dan que por el placer que nos proporcionan. Una vida cotidiana lo más llena posible de cosas es la mejor protección contra el agujero negro del vacío y de la inconsistencia de nuestro propio interior.
Necesitamos protección del vacío que nos absorbe desde nuestro propio centro y necesitamos protección del misterio insondable e insoportable que se nos echa encima desde fuera.
Necesitamos interpretaciones, creencias para mitigar la inmensa pesadez de la complejidad inabarcable, de la incógnita y del misterio oprimente del cosmos. Una vida cotidiana arropada de cosas y creencias es un refugio poderoso y una salvaguarda para evitar la intemperie del cosmos.
La intemperie es un cosmos sin domesticar, sin lugar donde refugiarse, un cosmos donde uno no puede ni siquiera recluirse en la morada de su propio yo porque incluso el yo no es capaz de aguantar su propia consistencia y se vacía. Ante el misterio de la realidad, ante la inmensidad que nos rodea, desaparece hasta el menor rasgo de la consistencia e importancia del yo.
Las creencias protegen porque simplifican, explican y dan sentido a nuestro pobre vivir en esta inmensidad. Esta es la gran protección y el gran resguardo: ampararnos de la intemperie y de la fluidez terrible que es comprender que ni el cosmos es una morada ni el yo un refugio. Este es el gran temor del que queremos liberarnos: no hay morada; pero es que tampoco hay nadie que tenga que resguardarse. No hay ninguna morada, ni dentro de uno mismo ni fuera, y no hay nadie, sólo hay un testigo sin morada.
Adquirir el no apego es perder todas las salvaguardas y aceptar el propio destino que es enfrentarse al misterio sin fin y al vaciamiento de cualquier tipo de resguardo. Ni las cosas, ni las creencias, ni la consistencia de nuestro yo o nuestro destino pueden protegernos.
La enseñanza dura, aparentemente inhóspita pero fascinante de los maestros es que tenemos que abandonar todas nuestras defensas, salvaguardas y protecciones. Y dicen los maestros que quien se conoce en la pura intemperie, cuando ya no queda nada a lo que apegarse para protegerse, conoce su propia naturaleza.
Dicen también que si nos liberamos de cualquier apego, el sendero está abierto. Es preciso insistir: hay que liberarse de todo apego porque hay que recuperar la intemperie y la no-morada; por tanto, hay que liberarse no sólo del apego a las cosas o a los modos de vida sino, y sobre todo, del apego a las creencias. Las creencias son un resguardo más potente que las cosas y las maneras de ver.
Es preciso que la intemperie sea total. Por eso los maestros insisten en la radicalidad y en la totalidad. No hay que reservarse ni siquiera una pequeña parcela, sea del lado que sea, que no se abandone, porque esa parcela haría el papel de resguardo y, por tanto, de pantalla.
Los maestros insisten en que hay que reestructurar la totalidad de la propia vida en función de esa desnudez, para conseguir así poder llegar a ser percepción libre, lucidez sin prejuicios, vibración fluida, testigo desinteresado y sin morada. Eso es lo único que hay que buscar, lo demás vendrá todo por añadidura. […]
Cuando a uno no le protegen sus posesiones, sus cosas, sus creencias, sus proyectos, su vida cotidiana siempre ocupada, entonces puede empezar a percibir, conmoverse y comprender.
Esa situación, sin resguardo de ninguna clase, sin protección de ningún tipo, sin posesión de nada, vacío, insignificante y sin morada, ni dentro ni fuera, es nuestro destino y nuestra realidad. Quien, desde ahí, se enfrenta en completa desnudez a lo que se le viene encima, quien percibe, siente y conoce desde ahí, dicen los maestros que adquiere la sabiduría. Y esa sabiduría que se adquiere libera definitivamente de todo apego y proporciona la condición de testigo imparcial y conmovido.
El conocimiento que surge de ese desapego es paz y calma porque ya no se depende de nada. Desde ese desapego y esa calma se da la firmeza capaz de atravesar todas las torrenteras; desde ahí todo se diluye en el silencio que conduce al conocimiento callado; desde ahí los mitos, los símbolos y las mismas creencias ya ni dan resguardo ni protegen de la intemperie, sino que son instrumentos poderosos para indagar el misterio sin fin que nos rodea; son instrumentos que nos ayudan a sentir y ver sin prejuicios. […]
Cuando se ha recuperado la flexibilidad, lucidez y libertad de la sensibilidad, el cosmos es un campo sin fin para percibir la maravilla de lo que viene en él, conmoverse con él y conocerlo.
Cuando se ha destruido el apego y se ha recuperado la libertad, desaparece el egoísmo y el mundo ilusorio que desde él se construye. Y dicen los maestros que, entonces, paradójicamente y en contra de lo que sería nuestra previsión espontánea, la paz y la alegría aparecen en el alma.
Cuando ya no hay ninguna morada, porque ni siquiera hay un yo donde refugiarse, entonces, el universo está en el alma, la totalidad del universo, sin división alguna. Así hablan los grandes. Entonces hay desapego completo, paz y no temor porque el alma no gusta otra delicia sino es la delicia propia, la que surge de su propio interior sin morada. Entonces aprende de sí mismo y es su propia guía. Entonces es tranquilo y firme como una montaña. Entonces su propio interior, vacío porque ya no es una morada, testigo sin apego alguno, es más grande que el océano y que las inmensidades del cielo. Entonces su propio corazón, que es su carne misma, se hace templo de sabiduría y fuente de libertad.
El desapego se ha hecho fluidez. La fluidez se ha hecho libertad, autonomía, profundidad, inmensidad y paz. El desapego se ha hecho certeza completa porque la certeza que acompaña al desapego y a la intemperie no es certeza de nada. Es certeza pero no es certeza de nada. Si fuera certeza de algo volvería a generarse el círculo infernal de los resguardos y de los apegos. La certeza realmente inconmovible es la certeza de nada; porque sólo así puede serlo de todo y hacerse un sí sin condición. Porque es certeza de nada en todo, es libertad completa y fluidez completa.
Ahí apunta el camino interior: aprender a percibir y sentir libremente para comprender y llegar a ser lucidez plena, vibrante, testigo imparcial y conmovido.
(De: El camino interior, más allá de las formas religiosas. Bronce, pgs. 171-176)