Aprender a mirar, para poder ver

Es cierto que el mundo es lo que vemos y, sin embargo, tenemos que aprender a verlo.
(Merleau-Ponty)

      Josep M. Esquirol*
A menudo, del contraste de la vista con el oído se pasa enseguida al contraste entre la imagen (lo que se ve) y la palabra (lo que se escucha), para luego insistir en que, mientras la imagen lo da todo hecho, la palabra exige mucho más de nuestra parte. Mientras la imagen nos afecta dejándonos más bien pasivos, la palabra nos interpela.

Pero, en realidad, este contraste tiene algo de simplista, sobre todo porque, al hablar de imagen, se piensa casi exclusivamente, en la imagen en pantalla (a la llamada «civilización de la imagen» sería mejor llamarla «civilización de la pantalla»). Ahora bien, aunque cada vez menos, todavía podemos ver cosas que no aparecen en las pantallas, Mas , para esto, nos hemos de aplicar, pues el mundo se nos muestra, pero no automáticamente. En el fondo, depende de nosotros el que se nos muestre, y para ello, hemos de «aprender a mirar». Sólo así, aprendiendo a mirar, se nos mostrará lo que puede llegar a mostrarse.

Casi lo mismo podría expresarse de otra manera. Si el sentido lo diese ya la imagen de lo que vemos, bastaría con mirar. Pero puesto que no es así, hay que hacer hincapié en el camino que nos lleva a «mirar bien», lo que significa: «a leer bien lo que se nos muestra».

Aunque todavía es más fundamental –y primero- el aprender a mirar y también a ver, Lo primero es mirar: si no se mira bien, no se ve. La visión está sujeta al movimiento. No se ve si no se mira. «Para ver claro –decía Saint-Exupéry-, basta cambiar la dirección de la mirada». La mirada está más ligada al órgano de la vista, aunque aquí, como ya he anticipado, lo ampliamos también a la mirada del alma, o de la mente.

Se puede mirar sin ver. Como dice Wittgenstein en sus Investigaciones filosóficas: «‘ La miró sin verla’. Esto ocurre, ¿pero cuál es el criterio para ello? Hay justamente toda clase de casos». Uno puede mover la cabeza, junto con todo su cuerpo, e incluso, al menos aparentemente, dirigir la mirada y, sin embargo, no ver nada, o prácticamente nada de lo que podría ver.
¿Cómo se aprende a mirar? Se aprende a mirar, mirando, así como se aprende a pensar pensando. El ejercicio es el principal maestro. De ahí que pueda decirse que la visión no aprende sino de sí misma.

Cuando, por los motivos que sea, esta capacidad se ha ejercitado mal o está sujeta a diversas distorsiones, aprender a mirar significa mirar de nuevo, como si las cosas apareciesen por primera vez a la luz del sol. Aprender a mirar significará, también, detenerse en lo sencillo y en lo habitual. La mirada humana más penetrante es la que detecta el carácter extraordinario de lo más común. «Quiera Dios conceder penetración al filósofo en aquello que está ante los ojos de todos», escribía Wittgenstein, a lo que, en el supuesto de que en esa frase se haga un uso restringido de la palabra «filósofo», cabría añadir: «y no sólo al filósofo». (pgs. 69-70)

Aprender a mirar es, fundamentalmente, aprender a prestar atención. Es corriente decir: «si prestas atención, verás que…». Tal es la clave: el prestar atención es condición y camino hacia el darse cuenta, hacia el ver o advertir algo. (73)

El esfuerzo de la atención no consiste en ninguna contracción muscular. La atención es una «tensión» (prestar atención a algo se parece a la acción de tensar el arco), pero esta tensión no es la rigidez muscular (…) es otro tipo de tensión la que en la atención entra en juego, y, en cualquier caso, ha de ser una tensión flexible como el arco flechero.

Junto a la flexibilidad y tensión, vaciamiento. Hay que llevar a cabo un vaciamiento y un desapego con respecto a uno mismo; se ha de suspender el pensamiento para dejarlo más disponible y penetrable… soltar el lastre (por lo menos momentáneamente) de todo lo que nos acompaña, y de este modo, descentrarnos, salir de nuestro lugar. La atención requiere que ni nos diluyamos en lo impersonal, ni nos instalemos aferradamente en lo propio, ni nos llenemos tampoco de fáciles seguridades. (…)La acción de prestar atención es un tanto paradójica: el esfuerzo requerido por parte del sujeto no supone un aumento de su estar presente sino más bien su menoscabo o vaciamiento y su apertura hacia lo otro. La intensidad subjetiva de la atención es un disponer espacio para el recibimiento o bien un dar entrada al objeto atendido, a aquello a lo que la atención se enfoca. De suerte que el no prestar suficiente atención es, en definitiva, mantenerse cerrado a, o todavía demasiado impenetrable por, la influencia de lo otro. (77)

Prestar atención es mirar de forma desinteresada, sin ceder al vértigo de la posesión ni de la presunción, y es, sin duda, el mejor antídoto contra la autocomplacencia. Con este ejercicio, las tendencias egoístas quedan desplazadas o aplazadas, y, puesto que estas tendencias se dan siempre, la moralidad podría definirse como un esfuerzo para aminorarlas o incluso superarlas. Determinadas así las cosas, la atención se mostraría una vez más como la esencia de la moralidad. Y, además, se explicaría también la proximidad entre la moral y el arte. El buen pintor es lo que él mira: su mano se mueve con el pincel en el extremo. El principal enemigo de la excelencia moral es la exacerbada fantasía personal: el tejido de autoengrandecimiento y los consoladores deseos y sueños que le impiden al sujeto ver lo que hay fuera de él. La conducta mediocre es la continuada afirmación del yo, la distorsión de la mirada que el egoísmo implica. En cambio, la apreciación de lo realmente justo procede de un control del egoísmo que facilita el atenerse a lo que son las cosas. Aminoramos así nuestro ser con el fin de atender a la existencia de algo más. (107)

* J.M. Esquirol es profesor de Filosofía de la Universidad de Barcelona. Son fragmentos del libro El respeto o la mirada atenta: una ética para la era de la ciencia y la tecnología. Barcelona, Gedisa, 2006. 173 p. ISBN 84-9784-130-1

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