Fragmento del libro de Marià Corbí:
“Hacia una espiritualidad laica – Sin creencias, sin religiones, sin dioses”
El camino de la espiritualidad es el camino de la sutilización porque es la vía al refinamiento del conocer y del sentir.
Los humanos somos unos seres que precisamos depredar el entorno para mantenernos vivos. Como depredadores que somos, tenemos que matar y destruir para vivir. El mundo en que vivimos y que sentimos es nuestro campo de caza. Nos vemos forzados, irremisiblemente, a concebir y sentir el mundo que nos rodea y a nosotros mismos como el campo de caza de un cazador. Nuestros procesos culturales han sofisticado mucho el campo de caza y la actuación del cazador, pero, en definitiva, no han transformado, en lo más mínimo, nuestra condición, ni pueden, ni deben hacerlo.
Esta es nuestra condición y nuestro destino: vivir depredando, subsistir matando y destruyendo. En sí no tiene nada de malo o de indigno. Somos, por añadidura, unos depredadores culturales. Utilizamos nuestras creaciones culturales para depredar con más eficacia. Esa es la base donde necesariamente hacemos pie. Negarla o revelarse contra ella sería negar nuestra condición y caer en el vacío de la irrealidad.
Sin embargo, según el testimonio de todas las tradiciones religiosas y de todos los maestros, nuestra condición de depredadores en el conocer, el percibir y el sentir no es nuestra única posibilidad. Tenemos otra, verdaderamente increíble para un depredador: la capacidad de percibir, conocer y sentir todo lo que nos rodea, y a nosotros mismos, de una forma que ya no es la propia de un grupo de cazadores en un campo de caza; contamos con la posibilidad de conocer y sentir desde la más completa gratuidad, sin buscar nada.
Aunque nos resulte increíble, los maestros lo testifican universal-mente: podemos conmovernos hasta la última fibra de nuestro ser y, conmovidos, conocer lo que nos rodea y a nosotros mismos, sin que esa conmoción y ese conocimiento nos comporten ningún beneficio ni pretendamos conseguir nada. Podemos conocer y sentir como puros testigos desinteresados.
Además de nuestra condición básica, fundamental e irrenuncia-ble, de depredadores en un campo de caza, podemos ser, también, luz vibrante frente a toda esta maravilla que nos rodea; podemos ser calor que se transforma en luz frente al esplendor que nos rodea.
Cuando un ser vivo necesitado, estructurado para vivir de matar y depredar, aprende a conocer y a sentir así, su conocer y su sentir se hacen sutiles y etéreos. Cuando así aprende a conocer y a sentir con esa gratuidad y desinterés, decimos que se ha espiritualizado, que se ha hecho tan inasible como el aire.
Para un ser necesitado, lo que no tiene una relación directa o indirecta con sus necesidades es como si no existiera. Todo lo que se sitúa más allá de los parámetros de realidad y valor que construye su necesidad es huidizo, sutil, como si no existiera.
Cuando el ser humano aprende a conocer y a sentir gratuitamente, se hace capaz de conocer y sentir lo que es «nada» para su necesidad, lo que carece de relación con su mundo de realidad.
El mundo que estructura nuestra percepción, el que articula nuestro conocimiento y nuestro sentir es como un gran círculo cuyo centro es un núcleo de necesidades, el «ego». Todo se estructura con relación a ese centro. Nuestro «yo» es como una casa en el centro del círculo.
En nuestra vida cotidiana sólo salimos de casa a cazar, y cuando salimos es para volver otra vez a casa, con una pieza al hombro. Nuestro mundo es exclusivamente un campo de caza, y toda incursión en ese mundo con la percepción, el conocimiento o el sentimiento es una caza. Éste es el sentido de nuestra vida: ir y venir de casa al campo de caza y del campo de caza a casa.
La oferta de las tradiciones religiosas y de los maestros espirituales es totalmente ajena a esta nuestra manera espontánea de proceder. Su oferta es para nosotros algo inconcebible, extremadamente desconcertante y nuevo. Proponen que aprendamos a conocer, a sentir y a percibir sin el punto de referencia de las necesidades del ego. Nos proponen la posibilidad de un conocer y de un sentir no egoísta. Eso supone que desarticulemos nuestra construcción del mundo y, por tanto, nuestra construcción del conocer y del sentir egoísta. Entonces, quien mira al mundo no es ya un centro de necesidades, sino sólo un testigo imparcial.
Eso es la sutilización; eso es la espiritualización.
Cuando se mira, se comprende y se siente lo que hay sin tener en cuenta las necesidades, en el centro del círculo no hay nadie, porque el yo sólo es un núcleo articulado de necesidades. Puesto que en el centro del círculo no hay nadie, tampoco hay círculo. Nada se estructura en torno de nada. Esa es la percepción de la dimensión absoluta de lo real. Para un pobre animal viviente y necesitado, nada hay más inasible y más sutil que eso.
Puesto que nadie es un centro de necesidad, no hay ni campo de caza ni cazador. El mundo es un enigma sin fin que se dice a sí mismo sin que ningún cazador le imponga lo que ha de decir.
El mundo no es un círculo con un centro, no tiene esa estructura egocentrada, es un océano sin fronteras y sin puntos de referencia.
Cuando alguien, no un ego necesitado, sale al mundo a percibir, a sentir y a conocer, nada es da según la medida de alguien, todo es desconcertantemente libre y sin referencia a nadie. Cuando se sale así, no se sale a cazar porque ya no existe la caza, ni nadie puede volver a casa cargado con una pieza, porque ni hay cazador, ni hay pieza, ni hay casa adonde volver.
Cuando el que mira no mira como necesitado, se quiebra la dualidad que se formaba entre el ego —núcleo de necesidades—, y el mundo —campo de caza—. Puesto que se rompe la dualidad, todo se hace no-dos.
Lo que entonces hay es conocer y sentir, pero nadie conoce y siente. Ni se conoce ni se siente nada concreto. Se trata de un auténtico conocimiento y de un auténtico sentir y amor, pero sin que sea posible decir, yo, tú, eso, mío o nuestro. En la experiencia espiritual, el animal que somos conoce, siente y percibe, realmente y sin dudar; y lo que percibe y conoce, según sus criterios de realidad, es nada.
Dicen los maestros que lo que se conoce y siente desde ahí es una «ausencia», la ausencia de todo lo que para el animal es realidad. Pero la carne conoce y siente esa ausencia realmente y no como una nada, sino como una «presencia».
Podría decirse que el misterio de lo que hay testifica y se conmueve frente al misterio de lo que hay; y se hace patente, a la vez, que el testigo es ese misterio.
La transformación a la que invitan las tradiciones espirituales es el paso del depredador al testigo desinteresado y vibrante; del depredador al amante. Quien acierta a conocer y sentir sin estar sometido a la perspectiva de la necesidad, a la estructura de los deseos del ego, adquiere un conocer y sentir libre, porque sólo la necesidad somete. Para conocer y sentir gratuitamente, el cuerpo no es un obstáculo, porque todo él es un perceptor, un sensor. Todo nuestro cuerpo es un ojo. Somos como los querubines, ojos por todas las partes de nuestro ser. También nuestro cuerpo es un sensor. Toda nuestra carne puede conmoverse, toda ella puede convertirse en corazón, en amor. Así, nuestro cuerpo ha de convertirse en luz y calor; todo él ha de ser lucidez conmovida. Eso es lo que los maestros del espíritu dicen cuando hablan de nuestro cuerpo como un cuerpo de luz y de fuego. Eso es lo que ellos llaman sutilizar nuestro ser, espiritualizarlo.
Nuestro cuerpo no es sólo la carne de un viviente necesitado sino también un puro perceptor, un fino sensor desinteresado y un testigo capaz de conmoverse hasta sus raíces con lo que hay, no sólo porque nos sirve, sino simplemente porque está ahí, porque existe, por su novedad sin fin y por la maravilla con la que nos habla.
Nuestra carne no es opaca. Somos seres luminosos porque nuestro mismo cuerpo es sutilidad. Y dicen los maestros que esa condición de testigos vibrantes y desinteresados es nuestra propia naturaleza.
Llegar a hacer de todo nuestro ser y de toda nuestra carne, ojos y corazón desinteresado, luz y fuego, sutilidad, espiritualidad, no es someternos a una sobrecarga desmesurada para nuestra humilde condición de animales, sino que, por el contrario, según los maestros ésa es nuestra condición propia.
p. 295 a 299