No creo en Dios porque nunca lo he visto.
Si el quisiera que yo creyera en él,
seguro que vendría a hablar conmigo
y entraría por mi puerta diciéndome: ¡Aquí estoy!
Pero si Dios es las flores y los árboles
y los montes y el sol y el luar,
entonces creo en él,
entonces creo en él a todas horas
y mi vida entera es una oración y una misa
y una comunión por los ojos y por los oídos.
Pero si Dios es las flores y los árboles
y los montes y el luar y el sol,
¿por qué llamarle Dios?
Le llamo flores y árboles y montes y sol y luar;
porque si él se hizo, para que yo lo viese,
sol y luar y flores y árboles y montes,
si se me aparece como árboles y montes
y luar y sol y flores
es porque quiere que lo conozca
como árboles y montes y flores y luar y sol.
Y por eso yo le obedezco
(¿qué más sé yo de Dios que Dios de sí mismo?),
le obedezco viviendo, espontáneamente,
como quien abre los ojos y ve,
y le llamo luar y sol y árboles y montes,
y lo llamo sin pensar en él,
y pienso en él viendo y oyendo,
y ando con él a todas horas.
(Fernando Pessoa, «Alberto Caeiro». El guardador de rebaños)