El insondable silencio del universo de Vermeer
(publicado en http://www.josepmlozano.cat -23/12/2013-) Así resume Taylor el legado de este pintor que en su tiempo rozó el fracaso y tuvo un reconocimiento más que relativo, y que hoy, apenas con tres docenas de cuadros, no deja nunca de fascinarnos, provocándonos al mismo tiempo quietud e inquietud. Porque se ha hablado, quizá precipitadamente, del enigma Vermeer. Lo podemos aceptar con una única condición: el enigma no es propiamente de Vermeer, sino que Vermeer desnuda el enigma que cada uno es para sí mismo, y al mismo tiempo nos acerca a él y nos confronta con él.
Quizás nos cuesta entender que este enigma está directamente vinculado a lo que podríamos calificar como la banalidad de los temas que trata. Al fin y al cabo, Vermeer hizo fundamentalmente pintura de género, sin grandes innovaciones ni en temas ni estilo respecto a sus contemporáneos (Fabritius, de Hoogh, ter Borch, Metsu…) que nos han dejado cuadros excelentes. Vermeer es universal porque su universo es plenamente de Delft: en contra de lo que creen los cosmopolitas de puente aéreo, Vermeer es universal y se dirige directamente a cada uno de nosotros porque es imposible entenderlo al margen de Delft y de la época atribulada que vivió. Pero, sin embargo, no encontraremos aquí el supuesto enigma de Vermeer. Más bien el enigma es averiguar por qué nos atrapa con una fuerza que hace que, instantáneamente, nuestra atención quede polarizada por lo que Vermeer nos permite ver.
Vermeer no nos propone grandes escenas históricas, míticas, religiosas: lo digno de ser pintado. Más bien lo que recogen la mayoría de sus cuadros son un momento cualquiera de la vida corriente, casi banales, insignificantes. Fundamentalmente vemos un instante de vida de unas mujeres: haciendo bolillos, vertiendo una jarra de leche, escribiendo una carta, en medio de una clase de música… En contra de la creencia de que los momentos prosaicos son incompatibles con la dignidad del arte, Vermeer nos dice que todo momento es digno de ser contemplado de manera casi reverente. Porque si uno se pregunta por qué Vermeer ha prestado atención a este momento concreto fácilmente concluye que podría haber sido igualmente el anterior, o el próximo, o cualquiera. Porque en lo que hacemos, en cada momento, ya está toda la plenitud no sólo de la belleza, sino directamente de la humanidad, la de todos y la de cada uno. Todo depende de la mirada. El insondable silencio de Vermeer no es otra cosa que una educación de la mirada. Los cuadros de Vermeer muestran lo que podemos ver cuando no sólo miramos, sino cuando vemos desde el silencio. Muestran que en lo que despreciaríamos diciendo que es sólo vida corriente está toda la humanidad. Para decirlo con otro lenguaje: Vermeer acaba con la división entre espacios sagrados y espacios profanos y revela que todo -y todo lo que hacemos- puede convertirse en un espacio sagrado: depende de la calidad de una mirada nutrida por el silencio, el respeto y el recogimiento. Incluso en los dos únicos cuadros que muestran escenas exteriores, la gente parece envuelta por el apaciguamiento propio de alguien que simplemente está haciendo totalment lo que hace en ese momento.
En cierto modo , Vermeer parece que se anticipe al Cézanne que dijo: pasa un minuto de la vida del mundo, píntalo tal como es. Pero Vermeer no nos dice sólo píntalo tal como es, sino vívelo y velo tal como es. Y captar el «tal como es» de cada instante no es el enigma de Vermeer, sino el enigma -o el misterio- de una vida vivida con calidad humana.
Lo que cautiva de los cuadros de Vermeer es cómo muchas de sus protagonistas están mucho más que simplemente concentradas: es la sencilla atención y presencia con las que hacen lo que hacen. En el gesto más fugaz se encuentran plenamente presentes, porque la experiencia de la vida es estar presentes en lo que hacemos, y no perdidos en las fantasías o las preocupaciones del futuro, o atrapados por el resentimiento o la nostalgia del pasado. Vermeer nos dice que el momento elegido no lo ha sido por ser el mejor, sino que cada momento puede ser elegido porque es el mejor momento que tenemos para vivir. Al contrario de Goethe, Vermeer no le dice al instante: detente, eres tan bello, sino que nos dice que podemos hacer bello cualquier instante. Los cuadros de Vermeer son inevitablemente estáticos, pero no fijan nada, están llenos de movimiento: el espectador ve claramente que son un momento de una secuencia que lleva en ella un antes y un después, y al mismo tiempo tienen toda la fuerza de un ahora vivido.
Cuando se entra en la sala donde está expuesta La lechera uno queda al instante cautivado por esta pintura que eclipsa todo lo que le rodea. En el recogimiento y la devoción con que aquella mujer vierte la jarra de leche -aquel hilillo blanco que parece que fluya eternamente- encontramos el eco de todas las representaciones de la santidad de María. Porque en un gesto cotidiano -en cualquier gesto cotidiano- se puede dar la plenitud de los tiempos. En este cuadro Vermeer condensa vez la invitación ignasiana a buscar y encontrar a Dios en todas las cosas y el samu, la práctica meditativa del zen de llevar a cabo las tareas cotidianas concretas con atención, presencia y conciencia. Al igual que lo hacen estas mujeres envueltas por la tenue luz de una ventana, como si estuviera a punto de producirse otra anunciación en el simple hecho de leer una carta, tocar el laúd, probarse un collar o coger una jarra.
Los cuadros de Vermeer parece que pidan un cierto movimiento por nuestra parte. Como si, de paso, captáramos de manera casi casual un momento privado, íntimo. Pero no nos queda más remedio que pararnos, con la conciencia de que allí está todo. Vermeer no nos llama la atención, sino que nos la despierta. Y nos la despierta provocándonos -literalmente- la contemplación de la vida interior: lo que vemos es casi siempre lo que ocurre en espacios privados, incluso nos sentimos un poco intrusos por acceder a momentos de vida donde las personas no son conscientes de ser observadas. Al contrario de un Antonio López (cuya obsesión perfeccionista lo convierte a menudo en un congelador de tiempo), Vermeer captura y capta un momento porque no tan sólo lo recoge, sino que la acoge. Y nos muestra que todos podemos no ser sólo consumidores del tiempo que pasa, sino acogedores de tiempo vivido .
Con Vermeer accedemos a la privacidad de las personas que vemos, pero no a su intimidad, que sólo podemos intuir en la transparencia de algunos rostros. Resulta chocante que, en un pintor de tan poca obra y pintada tan lentamente, seis de los cuadros representen una mujer con una carta: recibiéndola, escribiéndola, leyéndola… lo vemos, pero no tenemos acceso a ella. Vermeer nos interroga sobre cuál es la distancia justa con relación a la intimidad del otro, nos invita a acercarnos al otro con un respeto atento y no invasivo y, sobre todo, nos devuelve la mirada y nos sugiere que tal vez somos nosotros mismos los que nunca acabamos de acceder a la propia intimidad. O que, al menos, lograrlo no es obvio y sólo será posible si aprendemos a mirarnos con atención, afecto y respeto, sin la exigencia de quien no acepta el tiempo vivido y sólo lo juzga. Hokusai dijo que todo lo que había producido antes de los setenta años no valía nada, y que creía que, si seguía progresando, a los noventa penetraría en el misterio de las cosas, y que a los ciento diez todo lo que hiciera, tanto si era un punto o una línea, estaría vivo. Quizá no se trata tanto de pretender acceder totalmente a la intimidad y removerla sino, simplemente, de estar vivo.
El insondable silencio del universo de Vermeer es inseparable de la luz que hace que todo en su pintura esté vivo. Cada objeto, cada gesto, cada mirada tienen la presencia justa por la luz que les corresponde, cuyo origen no vemos. El verdadero paisaje de Vermeer es la luz presente en todas partes, sin que la puedas ver y atrapar. Y es esta luz la que traspasa un silencio que no es meramente el estar callado, y que engendra la sensación de que no hay nada en el mundo que pueda alterarlo, aunque vivas en una época tan convulsa como la que vivió Vermeer. Proust dijo de la Vista de Delft que era el cuadro más bello del mundo. Sin embargo, hay algo más que belleza. Pintado poco después de que la explosión de un polvorín causara una gran mortandad, en el cuadro -en los cuadros de Vermeer- no hay nada que haga ruido, que estorbe el silencio. De la misma manera que -simultáneamente- no hay nada que aparte a sus protagonistas de hacer lo que tienen que hacer. En cada momento.
No existe enigma de Vermeer, porque un enigma se resuelve y Vermeer no resuelve nada, sino que nos aproxima y nos muestra un misterio: el que cada uno es para sí mismo y el que somos los unos para los otros. Y esta aproximación y este mostrarse sólo pueden ocurrir cuando estamos empapados del insondable silencio de Vermeer, que es el nuestro.
Carlos Pujol, en el libro de poemas que dedicó a Vermeer, tiene uno que termina así:
Entre aquel alboroto
yo pintaba el silencio, lo que calla
cuando en el corazón no se oye ruido .
Lo que Vermeer nos anuncia y nos recuerda es que en medio del bullicio de cada día podemos escuchar lo que calla cuando en el corazón no se oye ningún ruido.