Mahoma. Una sola tribu
“Hace muchos años, en las lejanas tierras de Arabia, un muchacho, apacentaba las ovejas de su tío Abu Tálib. Se llamaba Mahoma. Había nacido hacia el año 570 en la Meca…” ¿Cómo era el mundo en el que creció el profeta Mahoma? ¿Cómo vivían, en qué creían? ¿Cómo transformó sus vidas las palabras del Profeta? Una aproximación al islam a partir de una narración que forma parte del libro: Las religiones, cinco llaves (Octaedro, 2007)
Mahoma. Una sola tribu.
Hace muchos años, en las lejanas tierras de Arabia, un muchacho, apacentaba las ovejas de su tío Abu Tálib. Se llamaba Mahoma. Había nacido hacia el año 570 en la Meca, una ciudad situada en la cordillera que bordea el Mar Rojo, paso obligado de caravanas. La Meca era el punto de encuentro y de intercambio más importante de la región, sus calles polvorientas siempre estaban abarrotadas. Pero lo que realmente distinguía a la Meca, lo que la convertía en algo especial era la Kaaba, el templo que se encontraba en la plaza principal de la ciudad, lugar sagrado para viajeros y mecanos.
Kaaba significa ‘cubo’ y ésta era (y es) la forma de aquel templo: una construcción cuadrada de quince metros de altura, reconstruida en varias ocasiones. La tradición transmitida de padres a hijos, hace remontar su origen hasta el patriarca Abraham que lo habría levantado en colaboración con su hijo Ismael. Con el tiempo las tribus se multiplicaron, y también sus dioses, y la Kaaba los fue acogiendo a todos. El templo daba cobijo hasta a 360 dioses, y todas las tribus lo sentían como propio. Destino de peregrinación para todas ellas, la Meca se había constituido en un importante centro comercial y religioso. La Kaaba convertía a la ciudad en un recinto de paz en medio de un territorio, Arabia, poblado de tribus en continuo enfrentamiento.
¿Tribus? Sí. En aquel tiempo, para los habitantes de Arabia lo importante no era si habías nacido en un lugar o en otro, si eras de este país o de aquel, sino en qué familia habías nacido. Cuando alguien vive trasladándose de un sitio a otro constantemente, el lazo importante no es el que se establece con un territorio sino el que se establece con quien se comparte la lucha por la vida. Así sucede con todos aquellos pueblos nómadas que para subsistir necesitan viajar, ya sea a la búsqueda de pastos para sus rebaños, ya sea para poder cazar. Las fronteras que cuentan no son las que separan territorios, sino las que identifican a los grandes grupos familiares y marcan los límites entre “los de dentro y los de fuera” de la tribu. Son fronteras de sangre, de linaje. Todos los parientes de una familia, abuelos, hermanos, padres, primos y parientes lejanos, todos constituyen una gran familia: es la “tribu”. Como cada tribu agrupa mucha, mucha gente, las familias de parentesco más próximo forman clanes. Así, en cada tribu encontramos varios clanes y dentro de cada clan unas cuantas familias.
Todas las tribus iban hasta la Meca para comerciar y rezar, pero la tribu más importante entre los habitantes de la ciudad era la de los Quraysíes y, muy especialmente, el clan de los Omeyas. La familia de Mahoma pertenecía a otro de los clanes de la tribu Quraisy, el de los Hachimíes, el clan que vigilaba y cuidaba el Zem Zem, la fuente sagrada de la ciudad.
El padre de Mahoma falleció en una lucha unas semanas antes de que él naciera. Cuando sólo tenía seis años, murió también su madre. Mahoma vivó primero con su abuelo, y más adelante en casa de su tío Abu Tálib en las montañas, lejos de la ciudad. El muchacho ayudaba al tío con los rebaños. Pasaba sus días bajo el cielo abierto vigilando y conduciendo a los animales. Aprendió a reconocer e interpretar la dirección de cada viento, a leer las nubes y los movimientos de las estrellas y también los nombres de todos los pájaros del cielo; sabía dónde crecía cada tipo de planta. Conocía cada rincón donde se podía encontrar agua, por pequeño que fuera el oasis, por escondida que estuviera una corriente de agua subterránea.
Pasaron los años y aquel joven pastor creció y gracias a todo lo que había aprendido se convirtió en uno de los mejores guías de caravanas de la región. Cuando alguien tenía que atravesar los desiertos con los camellos cargados, buscaba a Mahoma para que dirigiera la expedición. Se había ganado el sobrenombre de Amin, que quiere decir ‘fiel’, ‘aquel en el que se puede confiar’. Entre las caravanas que guiaba estaban las de Jadiya, una viuda que, desde que murió su marido, llevaba ella sola el comercio y la administración de las propiedades. Jadiya encontró una gran ayuda en el criterio y el buen hacer de aquel joven y le hizo socio de sus negocios. Más adelante se casó con él y del matrimonio nacieron tres niños que murieron pequeños, y cuatro niñas. Mahoma y Jadiya vivieron veintidós años muy unidos, con sus hijas, hasta la muerte de Jadiya.
El trabajo no era impedimento para que Mahoma pasara largos ratos de soledad en las montañas, como cuando era un joven pastor y tenía todo el tiempo del mundo para pensar. Era entonces cuando había aprendido a escuchar y oír aun cuando parece que no se oye nada; a hacerlo desde dentro, desde aquella intimidad en la que se aprenden verdades con palabras y sin palabras. Especialmente de noche, bajo el manto estrellado envolviendo la Tierra; en el seno del silencio nocturno, su corazón parecía a veces lleno a rebosar, pleno de una verdad indecible. Y le embargaba la certeza de que no debía temer nada, que el gran misterio del mundo cuidaría de él. Bajo aquella inmensidad estrellada, sintiendo cerca el calor del rebaño y las voces de los vientos de la noche, la Kaaba y todos sus dioses le parecían algo muy pequeño.
Había otro Dios, mucho más grande. Estaba seguro de ello. No tenía nombre, pero Mahoma notaba su presencia, cerca y lejos a un tiempo. Tampoco tenía forma, pero lo sentía en todas las formas. A veces, cuando vigilaba el rebaño, era como si alguien más estuviera vigilando a los rebaños y a él mismo, cuidando de todo. “Es Él –pensaba Mahoma-, el gran misterio del mundo. Es Él, aquél de quien hablaron todos los profetas. Abraham y Moisés, Isaías y Jesús, ya dieron testimonio de Él. Era de Él de quien hablaban, de Él, el Único Dios”. Y Mahoma no dejaba de buscar momentos para escuchar en el silencio, para ahondar en todo aquello que iba descubriendo.
Cuando se hizo mayor ni olvidó todo esto ni abandonó su costumbre de atender en el silencio. Al contrario. Cuantas más veía y sentía por fuera, más necesidad tenía de ello. Cada año se organizaba las tareas de tal manera que pudiera dedicar cuatro semanas, todo un mes, sólo a esto, a la escucha en soledad, sin tener que ocuparse de caravanas ni de nada. Pasaba esas semanas retirado en una cueva que hay en el monte Hira, no muy lejos de la Meca. Con el tiempo, más convencido estaba de que había que hacer algo para recordar a los suyos las palabras de los antiguos profetas. Una noche del noveno mes del año, el mes de Ramadán, en su retiro en la cueva del monte Hira, sintió claramente en su interior esta certeza, palabra a palabra: Mahoma, tú serás la voz de Él, tú serás su profeta.