Voy a recordar brevemente los rasgos centrales de la epistemología mítica y de la que sería su opuesta, una epistemología no mítica, para centrarme lo más posible en las consecuencias de esta última.
La epistemología mítica.
La epistemología mítica sostiene que lo que dicen nuestras construcciones lingüísticas, tales como símbolos, mitos y rituales, e incluso formaciones conceptuales, es como es la realidad. Lo que dicen los mitos y símbolos es la naturaleza misma de la realidad. Las ciencias, hasta el último tercio del siglo XX se interpretaron también desde esta misma epistemología, con algunas excepciones.
La epistemología mítica es, pues, una interpretación de la lengua y una ontología.
Este supuesto epistemológico viene avalado por la creencia de que los mitos son el legado sagrado de los antepasados o la revelación inviolable de los dioses. La garantía de la epistemología mítica es, pues, heterónoma y absoluta.
La epistemología mítica vale tanto con respecto a lo que los mitos dicen de la vida cotidiana, como respecto, y especialmente, a lo que dicen de la dimensión absoluta de lo real.
La genética de todos los vivientes hace una interpretación y valoración de la realidad, que todos los animales dan por real y que es siempre dual. Nuestra base genética también procede igual, pero es insuficiente y debe ser completada por nuestra autoprogramación lingüística mediante los mitos, símbolos y rituales.
La epistemología mítica prolonga la interpretación de nuestra condición de vivientes necesitados a nuestra condición lingüística. Como la programación genética ha de dar por real las acotaciones y valoraciones que hace el viviente del medio, y la dualidad de esa interpretación, en sujeto de necesidades y medio donde satisfacerlas, así la epistemología mítica da por real lo que las interpretaciones y valoraciones míticas y simbólicas hacen del medio.
La epistemología mítica hace patente nuestra condición de vivientes necesitados.
¿Qué relación existe entre mitos, símbolos y rituales?
Bajo un aspecto, podría decirse que los símbolos son las unidades menores de los mitos; pero bajo otro, los mitos son los desarrollos narrativos de los símbolos centrales. Los ritos, por su parte, son la escenificación de los mitos, cuyo núcleo central son los símbolos. Gracias a los mitos los grupos humanos interiorizan profundamente los símbolos centrales y gracias a los ritos interiorizan y reactualizan colectivamente y corporalmente los mitos y los símbolos.
Mitos, símbolos y rituales completan, gracias a la lengua, nuestra insuficiente determinación genética. La insuficiente programación genética, que nos haría animales inviables, a través de la lengua nos permite autoprogramarnos para ser animales viables y sumamente flexibles. Gracias a esa flexibilidad podemos cambiar nuestros modos de vida cuando convenga, sin tener, por ello, que cambiar nuestra fisiología, ni nuestra dotación genética.
Hablando antropomórficamente, podríamos decir que ese es el gran invento de la vida en nuestra estirpe.
Esta flexibilidad de nuestra especie, gracias a la lengua, que nos permite autoprogramarnos, es nuestra ventaja específica y nuestra ventaja competitiva con respecto a los restantes animales.
Podríamos decir que la epistemología mítica es la prolongación milenaria de la epistemología que corresponde a nuestra condición de vivientes.
El sistema de socialización o programación colectiva de la larga etapa preindustrial de la humanidad, estuvo regido por el procedimiento de autoprogramación mediante mitos, símbolos y rituales.
Cuando la filosofía y la ciencia intentaron hacerse un lugar en ese sistema de interpretación, valoración y actuación, tuvieron que hacerlo desde la epistemología mítica. La filosofía y la ciencia se enfrentaron a los mitos y símbolos sobre el eje de la epistemología mítica. Sólo la desaparición de las sociedades preindustriales y su sistema de programación mítica, que se produce con la plena industrialización de los colectivos y con la aparición de las sociedades de conocimiento, liberará a las ciencias de su sumisión a la epistemología mítica.
Las estructuras autoprogramadoras de símbolos y mitos, durante el largo período de su vigencia, fueron inconscientes para individuos y colectividades. Nuestros antepasados no fueron conscientes de que eran construcciones humanas, con una finalidad bien precisa: primariamente construirnos una naturaleza viable en unas condiciones de sobrevivencia determinadas y, sólo consecuentemente, expresar y cultivar la experiencia absoluta de la realidad.
Los humanos, durante ese largo período no fueron conscientes de que lo que daban por legado y revelación de los antepasados y los dioses eran construcciones de las generaciones pasadas. Esas construcciones se hicieron a lo largo de tales espacios de tiempo, milenios, que escaparon a la conciencia humana de que eran construcciones.
Además, esa ignorancia colectiva resultaba funcional. Lo que se tiene como legado intocable y revelación divina, no puede ser conocido como constructo, si lo fuera, la epistemología mítica, que toma como reales y existentes los personajes y las narraciones de los mitos, no podría funcionar y cumplir su misión, que es completar la indeterminación genética de nuestra especie.
Para poder sobrevivir, los vivientes tenemos que tomar como reales las acotaciones y valoraciones que hacen nuestros sistemas de interpretación, sean genéticos o culturales. Así hemos vivido durante centenares de miles de años.
No podemos olvidar que la pretensión de mitos, símbolos y rituales no es primariamente religiosa, sino práctica. No pretenden decir cómo es la realidad, como tampoco lo pretende la programación genética de los restantes animales, sino decir cómo deben verla quienes viven de una forma preindustrial determinada, sea cazadora/recolectora, agricultora, agricultora de riego o ganadera, si quieren sobrevivir.
Las mitologías y simbologías eran sistemas de programación de sociedades preindustriales estáticas, porque vivían durante larguísimos espacios de tiempo haciendo fundamentalmente lo mismo y excluyendo, como sumamente riesgoso, el cambio.
Así tenemos que las sociedades preindustriales requerían un sistema mítico-simbólico de autoprogramación que excluyera el cambio y que, por consiguiente, se interpretara desde la epistemología mítica. Y la epistemología mítica, por su parte, era el procedimiento por el que los mitos y símbolos se legitimaban como intocables.
La creencia en la revelación divina es la causa y el efecto de la epistemología que imponen los mitos como acabamiento de la programación genética incompleta. Si no se creyera que los mitos describan la realidad como es, tanto la profana como la sagrada, y con garantía divina, no resultarían aptos para ordenar y motivar una interpretación y valoración de la realidad que determine una acción y organización eficaz; con lo cual no serían aptos para completar la indeterminación genética.
Hay que dar por supuesto, como algo cierto con garantía divina incuestionable, que las afirmaciones de los mitos se refieren a entidades reales. Por consiguiente, los mitos y símbolos arrastran una epistemología de la lengua y una ontología intocables. Esa epistemología y ontología han estado vigentes mientras las sociedades, mayoritariamente, han vivido con medios preindustriales, es decir, hasta muy entrado el siglo XX.
Si la función de los mitos era programar a las colectividades, completando su indeterminación genética, para construir vivientes culturalmente viables, es lógico que esa función imponga una epistemología: las cosas son, en este mundo y en el otro, como dicen los mitos y los símbolos.
La epistemología no mítica.
El hundimiento de las sociedades preindustriales en los países y regiones desarrolladas (económicamente y socialmente, no necesariamente en cualidad humana), la generalización de la industria, la aparición y asentamiento de las sociedades de conocimiento, innovación y cambio continuo y la globalización que ha puesto unas culturas y mitologías junto a las otras, nos han forzado a abandonar la epistemología mítica, o mejor, se nos ha deshecho entre las manos.
La realidad no es como las describen nuestras formaciones lingüísticas, ni las míticas, ni las científicas. Todas nuestras formaciones lingüísticas no describen la realidad, sino que la modelan a nuestra frágil medida, en unas condiciones de vida determinadas.
A estas alturas de los cambios que ha sufrido la humanidad, resulta evidente que los mitos y narraciones sagradas son sólo sistemas de figuración de la realidad, de modelación de acuerdo con unas necesidades; son sistemas de representación y objetivación que orienta y dan eficacia a nuestras acciones, de forma que los grupos puedan sobrevivir en unas formas de vida fijadas.
Los mitos son construcciones desde modelos, que son las metáforas centrales, tomadas y relacionadas con los modos centrales de sobrevivencia de los colectivos. Esas metáforas centrales, que serían símbolos, que se desarrollan en narraciones, funcionan como patrones o paradigmas de interpretación valoración, organización y acción.
Los mitos en eso no se diferencian de las ciencias. Las ciencias también son construcciones de la realidad desde modelos. Lo que distingue unos sistemas de construcción de otros es que los paradigmas míticos están cargados axiológicamente y crean mundos axiológicos, y los paradigmas científicos abstraen, todo lo que pueden, de las cargas axiológicas y crean mundos no axiológicos.
La ontología de la epistemología no mítica es una ontología de “supuestos”, de “supongamos que…”, que en las ciencias están explícitos y en los mitos, símbolos y rituales están sólo implícitos e inconscientes, aunque existentes y operantes. Si no fuera así no hubiéramos podido cambiar de modos de vida, como no pueden cambiar los restantes animales.
El dato antropológico de la doble dimensión de la realidad.
La cualidad específica de nuestra estirpe animal es tener un doble acceso a la realidad, una relativa a nuestras necesidades y otra absoluta, no relativa a nuestras necesidades. Gracias a esta doble experiencia de la realidad, posibilitada por la estructura de la lengua, podemos cambiar nuestros modos de vida cuando convenga, somos vivientes estructuralmente flexibles, porque podemos adaptarnos a los cambios del medio o provocarlos cuando sea necesario.
No podemos concebir y representar la dimensión absoluta de lo real, de esta misma realidad en la que vivimos y que somos, más que desde los patrones desde los que modelamos la realidad a nuestra medida. Es nuestra única posibilidad: concebimos y vivimos esa dimensión absoluta desde el sistema con el que nos hemos autoprogramado. Si no procediéramos así y nos saliéramos del programa que nos estructura para hablar de la dimensión absoluta, destruiríamos nuestra propia autoprogramación.
Las creencias que frecuentemente acompañan a los mitos, no tenían pretensión primariamente religiosa, su pretensión era práctica: proporcionar una programación individual y colectiva adecuada a un modo de vida, y fijarla para bloquear todo posible cambio y toda posible alternativa. Las creencias formulan conceptualmente las pretensiones del mito.
Las creencias son fenómenos culturales ligados directamente con los sistemas de programación colectiva propios de las sociedades preindustriales, que son estáticas. Tienen que ver directamente con lo que podríamos llamar el software de los sistemas de programación preindustriales y con su epistemología mítica, y sólo mediatamente con la dimensión religiosa de la vida. Las creencias no son, pues, hechos primariamente religiosos, sino culturales y propios de las sociedades preindustriales estáticas.
Sin epistemología mítica, la programación mítica es imposible. Sin ella también son imposibles las religiones.
Sin epistemología mítica los mitos, símbolos y rituales son puros sistemas expresivos de la dimensión absoluta de la realidad. Cuando se reconoce la condición de constructos humanos de los mitos, símbolos y rituales, se hunde la epistemología mítica y la religión, tal como se la ha vivido milenariamente.
El único suelo sólido donde pisar es “Eso inconcebible e irrepresentable” a lo que aluden nuestras construcciones religiosas y espirituales. Suelo indudablemente sólido, como puede verificarlo nuestra propia vivencia, pero ¡tan sutil para un viviente!
Estamos solos y desnudos frente a esta inmensidad y frente a nuestro propio misterio. Estamos exclusivamente en nuestras propias manos, sin ninguna garantía exterior a nuestra propia capacidad de calidad.
Esa desoladora desnudez y fragilidad tiene una ventaja imponderable: estando desnudos y conscientes de nuestra radical fragilidad, porque sabemos que todo nos lo construimos nosotros, estamos abiertos al mensaje de los sabios de todas las edades y de todas las tradiciones; nuestra pobreza nos ha librado de toda fijación. Ninguna creencia nos somete, ni religiosa ni laica; ninguna epistemología nos dicta cómo hemos de interpretar nuestra hablar de la dimensión absoluta de nuestra experiencia de lo real y de nosotros mismos, ni nos dice cómo hemos de pensar, sentir, actuar y organizarnos.
Ahora somos conscientes de ser los constructores de nuestro destino. Somos conscientes de nuestra suma fragilidad que es, a la vez, nuestra completa flexibilidad. Ahora somos completamente conscientes de crear nuestros propios proyectos.
Sin el soporte de la epistemología mítica en la interpretación de los textos sagrados, no nos queda fundamento para una organización religiosa jerárquica, ni para una concepción de la religión que se base en la sumisión a creencias.
Imposibilidad de la “analogia entis” en una epistemología no mítica.
Si todos los mitos, símbolos y ritos no son descripciones de la realidad, sino sólo modelaciones, que se mantienen mientras resultan operativos, no se puede hablar de la “analogia entis”. La analogía supone que lo que se dice del ser y de los entes, describe aquello a lo que se refiere con algún grado de adecuación. En ese caso la predicación que se hace de los entes puede extenderse a la dimensión absoluta de la realidad, aunque sea de forma análoga (igual y diferente a la vez)
Pero los mitos, símbolos y rituales tienen estructura de metáfora. La metáfora sabe que la predicación que transfiere del campo que le es propio al campo que no le es propio, es inadecuada, es sólo una orientación que se mantiene como válida mientras guía a la mente y el sentir, pero que debe abandonarse en cuanto se verifica aquello a lo que se apunta.
Los conceptos tampoco son descripciones de lo real, sino también modelaciones, por tanto, tampoco pueden ser aplicados analógicamente para hablar de la dimensión absoluta de la realidad.
La posibilidad de la “analogia entis” está basada en el supuesto de que los conceptos o los mitos y símbolos son descripciones de la realidad. Si se trata sólo de modelaciones, no se pueden trasferir analógicamente a la dimensión absoluta de lo real.
Los conceptos, aunque son, como los mitos y símbolos, modelaciones, no tiene estructura de metáfora, sino de “supuestos” que se utilizan para manejar teóricamente la realidad y crear tecnología, una cosa y otra con intenciones prácticas, directa o indirectamente relacionadas con la sobrevivencia.
Tanto los mitos, símbolos y rituales, como las teorías y los conceptos son modelaciones, los primeros a partir de elementos semánticos cargados axiológicamente y los segundos excluyendo lo más posible las cargas axiológicas semánticas.
Sin mitos, símbolos y rituales y sin teorías y conceptos que describan la realidad, sino que sólo, unos y otros, la modelan, es decir sin epistemología mítica, y, como consecuencia, sin “analogia entis”, estamos realmente desnudos frente a la realidad.
Estos hechos tienen una consecuencia importante: ya no se podrá distinguir entre un hablar de la dimensión absoluta de lo real “catafático” y otro “apofático”, es decir entre un hablar que predica datos reales de la dimensión absoluta, aunque sea sólo analógicamente, y un hablar que sólo dice lo que la dimensión absoluta no es.
Como hemos dicho, los símbolos, mitos y rituales no son descripciones de aquello de lo que hablan, tienen sólo estructura de metáfora que, por tanto, deben sobrepasarse al acceder, de alguna manera, a aquello a lo que se refieren las metáforas. Esto es especialmente válido cuando los mitos, símbolos y rituales se refieren a la dimensión absoluta de lo real.
Las teorías, y conceptos tampoco son descripciones de la realidad sino sólo modelaciones que no dan pie a una “analogia entis” cuando pretenden hablan de la dimensión absoluta.
Por consiguiente, tanto el llamado lenguaje catafático como el apofático terminan, de hecho, en ser lenguajes apofáticos cuando hablan de la dimensión absoluta.
La plena comprensión de estas argumentaciones nos libera, de rebote, de toda creencia que verse sobre la dimensión absoluta. Ninguna creencia puede pretender describir esa dimensión, ni siquiera analógicamente. Todo hablar de la dimensión absoluta, sea simbólico-mítico o teórico-conceptual va a parar al silencio. También las creencias, bien entendidas, tienen que ir a parar al silencio, de lo contrario estarían funcionando únicamente como elementos centrales del sistema de socialización y programación de las sociedades preindustriales estáticas.
Por consiguiente, no hay ningún hablar ligado a la dimensión absoluta, todo hablar es libre, aunque no todo hablar sea adecuado. El innombrable, eso absoluto inconcebible, por ello mismo, no está ligado a ninguna forma de lenguaje humano. La contrapartida es que todo lenguaje es libre con respecto al innombrable, aunque todo lenguaje solo bordeará el abismo, sin poder jamás penetrar en él.
La epistemología no mítica y el ego.
El “ego”, desde una epistemología no mítica, deja de ser una descripción de una individualidad, de una substancia y pasa a ser sólo un supuesto necesario para un viviente: una estructura de deseos y temores, recuerdos y expectativas, que se supone como una entidad, situada en un medio, en el que satisface sus necesidades; medio también supuesto como un conjunto de sujetos y objetos.
El ego deja de ser un ente venido a este mundo para pasar a ser un supuesto necesario, una función del cerebro al servicio del organismo. Y el organismo, su cerebro y su supuesto necesario de ser un sujeto, tampoco son nadie venido a este mundo, tampoco son la descripción de una entidad.
Si el sujeto deja de ser una entidad, un sujeto enfrentado a un mundo de objetos y sujetos, y ambos, sujetos y objetos, pasan a la categoría de supuestos necesarios para un viviente, toda dualidad de sujetos/objetos pasa a ser también un supuesto necesario para todo viviente, no la descripción de una realidad.
Desde la epistemología no mítica, también queda afectada la supuesta dualidad “ego/Dios”. Se reconoce el carácter de metáfora antropomorfa del símbolo Dios y se sabe que el término “Dios” arranca de la noticia de la dimensión absoluta de la realidad, -de esta realidad, no de otra-, y proviene de la interpretación que se sigue de que yo me interprete como una entidad. Si yo me interpreto, no como un supuesto necesario, sino como la descripción de una entidad, entonces Dios también es una entidad. Si comprendo que “yo” es sólo un supuesto necesario, pero no la descripción de una entidad, entonces Dios es un símbolo, una metáfora para hablar de la dimensión absoluta de la realidad, no una entidad.
La individualización y antropomorfización de la dimensión absoluta de la realidad es la consecuencia obvia de la interpretación del ego-sujeto como una entidad, como individualidad, como una substancia. Y esa individuación y antropomorfización de la dimensión absoluta es, además, -y esto es importante-, un momento necesario del proceso interior que arranca de un sujeto que se cree alguien venido a este mundo, y que, a la vez, tiene una noticia de la dimensión absoluta de la realidad, pero que al interpretarse como una entidad, un sujeto, tiene que representar esa dimensión absoluta como externa, de alguna forma, al ego y como no menos que sujeto.
La dimensión absoluta de lo real es externa al ego, mientras se está apresado en la identificación con el ego. Este paso por la individuación y antropomorfización de la dimensión absoluta de lo real, se presenta siempre, de una forma u otra, como parte intrínseca del proceso interior que va de la egocentración a la desegocentración.
Mientras el ego se vive como una entidad y no como un supuesto y como mera función del cerebro, la dimensión absoluta es un Dios, o algo equivalente, porque no podemos representárnoslo como inferior a nosotros mismos, sino como inteligencia, persona, libertad. Este fenómeno ocurre incluso en tradiciones espirituales no teístas. En el budismo se personifica al buda, cuando el buda es la salida de toda posible individuación; en el raja-yoga, que es ateo, se utiliza la figura divina de Ishvara como forma en la que concentrarse y salir de sí mismo; el Dios del Vedanta-advaita se sabe que no es Dios, sino sólo una representación necesaria en un momento del camino interior.
Dentro de la epistemología mítica, Dios es una antropomorfización que se intenta corregir con epítetos tales como todopoderoso, infinitamente sabio, creador, fuente de todo, infinito (término contradictorio con la noción de individualidad), trascendente/inmanente, “el que es” de la Biblia o el Único del Corán, etc. Pero a pesar de todas esas correcciones, continúa concibiéndose el símbolo “Dios” como la referencia a una entidad, una individualidad frente al ego, concebido también como individualidad.
Al término del camino interior, ni el ego existe como tal individualidad (“debe morir a sí mismo”, “debe morir antes de morir”, debe reconocer su radical “vaciedad”, debe reconocerse como “no otro del que es”), ni Dios tampoco. Se entra en la no-dualidad absoluta, en el ámbito de lo no objetivable, de lo innombrable, de la unidad.
La condición necesaria para que Dios exista para ti, es que tú te creas existir como entidad separada.
Si tú eres, Él es: si tú no eres, Él no es.
Mientras te pienses como un individuo, Dios será un individuo.
Mientras te pienses como una persona, Dios es una persona.
Cuando te veas como todo, Dios será también todo.
Cuando te veas como nada, Él será un Vacío insondable.
Desde una epistemología no-mítica, ¿qué es el camino espiritual? ¿qué es la Verdad? ¿qué es la revelación? ¿qué es la cualidad humana honda?
Antes de intentar contestar hay que recordar el dato antropológico de nuestro doble acceso a la realidad, como consecuencia de nuestra condición de hablantes: el acceso a una dimensión relativa a nuestras necesidades, y el acceso a una dimensión absoluta, en el sentido de no-relativa a nuestras necesidades.
Para abordar estas preguntas tendré en cuenta las Upanishad, el Raja Yoga, el Budismo y el Vedanta-advaita. Todas estas formas milenarias de espiritualidad, podemos comprender, desde nuestra situación cultural, que eran puros procedimientos para decontruir la epistemología mítica, para salirse definitivamente de ella, aunque tengamos que continuar usándola en nuestra vida cotidiana.
Me apoyaré especialmente en las Upanishad y en el Advaita-vedanta.
La Verdad no es ninguna de nuestras “conformaciones”, modelaciones, representaciones, ni míticas ni conceptuales. La Verdad es la noticia de la dimensión absoluta de lo real, de esto real, no de algo situado en otro mundo; pero una noticia vacía, inobjetivable, inacotable, pero, a pesar de ello, noticia clara para la mente y el corazón.
Noticia real y verificable, siempre presente, aunque sea de forma no consciente. Si no fuera una noticia siempre presente para los individuos y para los colectivos, no podríamos cambiar nuestras formas de vivir culturales; cambios que son tan radicales, e incluso mayores, que los cambios de especie en los animales. Piénsese en el tránsito de las sociedades de cazadores/recolectores a las sociedades globalizadas de conocimiento y cambio continuo.
La noticia que tenemos de la dimensión absoluta de lo real es un conocimiento no-conocimiento, porque es un conocimiento en el seno de la no-dualidad; un sentir no-sentir, por la misma razón.
La Verdad es semejante a una presencia, no una formulación. Tampoco es una presencia, porque supondría dualidad. No se la puede objetivar, pero se puede hablar de ella. Los místicos y maestros espirituales lo han hecho siempre.
Si todo mito, símbolo y ritual, y toda teoría y sistemas de conceptos son conformaciones de la inmensidad que nos rodea y somos, a la medida de unos insignificantes vivientes de un insignificante planeta;
-si todas esas formaciones lingüísticas son sólo conformaciones, acotaciones, simplificaciones, límites añadidos;
-si en estas condiciones ha perdido sentido la “analogia entis”;
-si la epistemología mítica no es ya capaz de proporcionarnos un refugio;
-entonces ¿qué es la Verdad? ¿qué es la revelación? ¿qué es el camino de salvación, o mejor, de realización humana? ¿qué es la cualidad humana profunda?
Aclarando, en la corta medida de lo posible, lo que es la Verdad sin rostro de la epistemología no mítica, habremos contestado a todas estas preguntas.
¿Cuándo se presenta la Verdad? Se presenta cuando la idea “esto es verdad, esto es falso” ya no aparece, cuando ya nada es falso; cuando se ha desterrado toda duda.
Es inútil buscar la Verdad mientras lo mental está ciego a lo falso. Cuando se conoce lo falso como falso, despierta la Verdad de todo. Hay que estar purgado de lo falso antes de que la Verdad pueda mostrar su esplendor.
¿Qué es lo falso? Creerse alguien venido a este mundo.
Cuando la Verdad aparece, nada es falso.
Nada es lo que parece ser. Los contenidos de conciencia no pueden ser nunca la Verdad, porque la Verdad no es un contenido de conciencia. Hay verdades que son contenidos de conciencia, pero lo Verdad nunca lo es.
La epistemología mítica y la vida cotidiana interpretan que lo que percibimos y concebimos en el campo de la conciencia corresponde a la realidad. Eso es falso. Hay que buscar la Verdad más allá de los contenidos de conciencia.
Sería necio exigir la prueba del dulzor del azúcar antes de probarlo. Cuando se ha probado el azúcar, toda incertidumbre sobre el dulzor desaparece y se adquiere un conocimiento directo e inquebrantable. Nadie pedirá que se crea en el dulzor del azúcar, sino sólo que se confíe lo suficiente como para probarlo. Sin esa confianza nadie podría animarse a poner en su boca el azúcar para probarlo. Un comportamiento semejante hay que tener con el conocimiento de la Verdad más allá de la mente.
No hay prueba de la Verdad que preceda a la Verdad.
El individuo tiene una forma, un aspecto, pero ¿cuál es su realidad y cómo averiguarla? Se podrá averiguar intentando hablar del individuo sin tener en cuenta su nombre y su forma, sin hacer referencia a su memoria y sus proyectos, ni a sus paquetes de deseos/temores, sin utilizar representaciones o conceptos. Esa sería la Verdad del individuo.
No se puede llamar Verdad a los conceptos, ni a las representaciones, del tipo que sean, porque son simplificaciones de la realidad para adaptarla a nuestra pequeña medida.
La Verdad está más allá de la dualidad que genera la necesidad y más allá de sus sistemas de objetivaciones. La Verdad no puede ser percibida como algo acotado entre lo acotado.
Como que la Verdad no es objetivable ni conceptuable, aunque sí sugerible, sólo puede conocerse conceptualmente lo que ella no es. La verdad sólo puedes serla; sólo siéndola se la conoce. Esa es la única manera de conocerla, pero se trata de un conocimiento muy peculiar porque es sin dualidad y desde el seno mismo de la unidad.
La Verdad no es una realidad frente a nadie. Se conoce la Verdad cuando se es uno con ella, cuando se despierta a la Unidad. Por esta razón la Verdad es amor, porque el amor es unidad.
Podemos encontrar la Verdad porque somos la Verdad misma.
Para descubrir la Verdad que somos hay que discernir lo que no es y lo que no somos. Hay que discernir lo que no es para llegar a ser lo que es.
El conocimiento y la ignorancia están en el mismo plano, el de lo no real, porque ambos están en el plano de lo dual. Ambos son estados de lo mental. El conocimiento que no es de objetos y sujetos no está en el mismo plano que la ignorancia, porque es el conocimiento del “no-dos”, y en el “no-dos” ya no hay ignorancia.
Cada uno de nosotros es la Verdad porque en la Verdad no hay dualidad ninguna; no hay un conocedor y un conocido. Si no fuéramos la Verdad, conocer la Verdad sería estar distanciado de la Verdad; distanciarse sería estar fuera de la Verdad. Entonces la Verdad sería una entidad o unos conceptos, y el conocedor otra entidad, no habría despertar a la unidad y al amor; interpretaríamos la dualidad “yo/Dios” o “yo/definición de la Verdad” como una dualidad, estaríamos todavía en la epistemología mítica.
Nuestra propia existencia es la Verdad. Permanecer en la Verdad es permanecer en nuestra naturaleza original y esencial. Ocuparse de verdades formuladas es perder el tiempo porque no son la Verdad. Ése es el consejo de las Escrituras y de los sabios.
No somos nada que se pueda designar; no somos ni esto ni aquello. Somos sin forma y sin nombre, aunque en una forma y un nombre. A eso hay que aferrarse. No tenemos ni forma ni nombre con los que podamos identificarnos. Por consiguiente, no nos hemos de dejar atrapar por formas exteriores, tradiciones, dogmas, ritos, religiones.
Es preciso vivir el Vacío de forma más allá del ser y del no ser, más allá de la conciencia. Ese Vacío es nuestra plenitud. Nuestra verdadera patria es la Nada de toda existencia individual, el Vacío de todo contenido.
Desde el punto de vista de nuestra mente ordinaria, la Verdad no es una entidad, ni una forma, ni una representación, ni unos conceptos; no es nada, pero crea una abertura en lo mental por la que lo inunda de Luz.
Esa Luz que es como Conciencia, es sólida, densa, cristalina, homogénea, sutil, sin cambios, libre de categorías mentales, de nombres y de formas. Pero es múltiple, variada, diversa, mostrándose en nombres y formas. Es una y múltiple, aunque ni una ni múltiple, porque estás categorías corresponden al ámbito de la dualidad.
La Verdad es simple y al alcance de cualquiera. Es amante y amable. Lo incluye todo, lo acepta todo, lo purifica todo. ¿Cómo no va a ser así si es el “no-dos”, la Unidad?
Lo que no es la Verdad siempre desea, espera y exige. Es falsa y sin consistencia y, por ello, está perpetuamente a la búsqueda de una confirmación, de un aseguramiento.
Tiene miedo y evita la duda; se identifica con cualquier cosa que pueda parecerle un soporte, por débil y pasajero que sea.
La Verdad no sería la Verdad si no fuera simple y directa. El que no vea esa Verdad simple y directa, ha desperdiciado su vida.
La Verdad es lo que es, más allá de todas nuestras dualizaciones, objetivaciones, subjetivaciones, individualizaciones y representaciones del tipo que sean.
Todo lo que la mente, puesta al servicio del organismo y del sentimiento de ego, conciba, es falso. Basta con conocer y eliminar lo que es falso. Lo que quede es lo verdadero.
Habrá que deshacerse de todo, hasta del sentimiento de ego, para llegar a la Verdad. Cuando nos desprendemos de todo, lo que queda es la Verdad y eso es lo que somos y no las individuaciones y representaciones que hacemos de nosotros mismos.
La Verdad no da ninguna ventaja, ningún poder sobre los otros. Lo único que se gana con la Verdad es estar liberado de lo falso. Hay que insistir, sin tregua, en la investigación de lo que no somos, para poder desembocar en lo que verdaderamente somos.
Quien desea formular la Verdad, la niega, porque las palabras no pueden contenerla. Quien separa, juzga y condena en nombre de la Verdad, la oculta y, aún sin saberlo, pretende destruirla.
La Verdad no es la recompensa por la buena conducta, ni el resultado de haber sufrido una prueba. Su venida no puede ser conseguida ni con esfuerzos, ni con métodos, ni con méritos. La Verdad es la Fuente primordial de todo lo que es, Fuente antigua, no nacida. Es una Fuente que no es “otra de nada”, ni nada es “otro de ella”.
La Verdad no se merece. Sin embargo, se puede alcanzar la Verdad porque existimos. Cada uno de nosotros es Ella misma. Pero si se la persigue, nos alejamos de Ella. Sería buscar fuera lo que ya somos dentro.
La Verdad no es un contenido. Descubrirla es ir más allá de los nombres y de las formas, una tarea sin fin. Está más allá de todo límite; está cuando ya no hay límites.
Quien opta por la Verdad verá toda su vida profundamente afectada. La Verdad es como un seísmo descomunal que provoca el desplome de la mente como entidad autónoma constructora de mundos, aunque continuará construyéndolos, pero ya sin darlos como lo que es.
La Verdad es compañera de la paz; sin tranquilidad de la mente, no hay percepción justa. Los movimientos de la mente son como las aguas agitadas de un torrente. Cuando las aguas bajan movidas y turbias, ocultan la percepción del fondo; si bajan limpias y tranquilas, permiten ver los fondos del torrente.
La duda sincera no es un obstáculo para la comprensión de la Verdad. La duda es un instrumento imprescindible y una ayuda inapreciable. Si la Verdad fuera una entidad o unas formulaciones que tuvieran que creerse, la duda sería un obstáculo para la Verdad. Pero la Verdad no es nada que creer, sino algo que verificar, algo a lo que despertar. La Verdad acompaña a la discriminación, al reconocimiento de lo falso; para esa tarea la duda es imprescindible.
Sobre la Verdad no se pueden establecer garantías. No se puede hacer de la Verdad ni un sujeto ni objeto sobre el que se pidan pruebas, verificaciones conforme a normas, que no pueden aplicarse más que a las cosas y a los pensamientos, pero no a la Verdad. Comete grave error quien exige pruebas o testimonios de autoridad.
Es error esperar que te muestren la Verdad diciéndote: ¡Mírala, ahí está! No hay nada de eso. La Verdad no es una forma ni unas formulaciones que se puedan señalar o sobre las que establecer garantías. Una Verdad así estaría objetivada, ya no sería la Verdad. Las garantías sobre la Verdad, ¿sobre qué se fundamentarían? ¿Qué autoridad hay sobre la Verdad? ¿Qué hay anterior a la Verdad? La Verdad se prueba y se garantiza por sí misma.
La Verdad está aquí y ahora; en la sed que se tiene de ella, en el impulso a encontrarla. Está más próxima que el cuerpo y que la mente, está más próxima que el sentimiento de ego. Cuerpo, mente, sentimiento de ego, son representaciones y las representaciones crean distancia, por eso son “re-presentaciones”. El que representa no es el representado.
Si no la vemos es porque la buscamos demasiado lejos de nosotros mismos, fuera de nuestro ser más profundo.
Para descubrir la Verdad no hay que buscar en la dirección de la filosofía, ni tampoco en la de la religión, sino en una dirección contraria a ambas. La filosofía procede con conceptos, la religión con símbolos; ni unos ni otros son aptos para decir la Verdad. La filosofía busca explicaciones, la religión busca formas sagradas. Hay que caminar en dirección del completo silencio de la mente y del sentir y en dirección del vacío de toda forma, pero en las formas mismas.
Hay que indagar hasta reconocer qué puede ser esa ausencia de saber que es un saber en el que se tiene y se conoce todo. Quien ignore su fundamento, que es falta de fundamento, todo lo que piense y sienta sobre la Verdad será falso, porque lo situará como externa a uno mismo y en el ámbito de la dualidad. Ahí no está la Verdad.
La mente, desde sí misma, pretende ser el árbitro de la prueba de la Verdad. Esa es una tarea sin esperanza, porque con esa pretensión se haría de la Verdad un objeto entre los objetos, o un sujeto entre los sujetos, o una formulación entre las formulaciones. La mente, desde sí misma, no dispone de cánones para convertirse en árbitro de una Verdad que no es accesible ni con formulaciones ni con palabras, porque ni es conceptualizable, ni objetivable, ni representable.
La mente, desde sí misma, no dispone de cánones para convertirse en árbitro de una Verdad que no es accesible ni con formulaciones ni con palabras, porque ni es conceptualizable, ni objetivable, ni representable.
La visión verdadera, la Verdad, está fuera del espacio y del tiempo y es universal; está más allá de los límites de toda creencia, de toda secta, más allá de dogmas, costumbres y religiones.
Tal como es la Verdad, es la Revelación. La Revelación no es revelación de verdades, de proyectos de vida, de sistemas de comportamiento, de sistemas de socialización y programación colectiva. La Revelación es la revelación de la Verdad. La Revelación es la Verdad. Y la Verdad es la Unidad, y la Unidad es el Amor sin condiciones. En el seno de la Unidad, que es el Amor, ¿quién puede poner condiciones y a qué?
La Verdad está en la “no-dualidad”, por tanto en la Unidad. Hablar de unidad completa es hablar de Amor, porque el amor no son sentimientos, sino unidad. Los sentimientos se mueven en el terreno de lo dual, son un sistema de señales para la supervivencia del individuo y de la especie.
Cuando entramos en el conocer y sentir desde el completo silenciamiento del ego y de todos sus mecanismos, la Verdad es Unidad, y la Unidad es Amor. ¿No es esa la salvación? Esa es la dimensión absoluta de todo lo real.
Quien ya no reside en el ego, que dualiza y separa, que tiene una estructura necesariamente egocentrada, porque es una función del cerebro al servicio de un organismo necesitado, sino que reside en la Verdad, en la Unidad y el Amor sin condiciones, procederá en todos los asuntos con una “profunda calidad humana”.
Esa es la calidad humana, cuanto más profunda mejor, que necesitamos en las sociedades de conocimiento, innovación y cambio continuo, globalizadas, en las que todo lo tenemos que construir y gerenciar nosotros mismos, sin garantía externa ninguna, ni de las religiones, ni de las ideologías, porque unas y otras corresponden a tipos de sociedades que o desaparecieron por completo, o están en vías de extinción o en vías de ser sustituidas por las nuevas sociedades industriales.
En esta nueva situación, provocada por las grandes transformaciones causadas por el ocaso de las sociedades preindustriales, por la completa industrialización y, sobre todo, por la aparición de las sociedades de conocimiento globalizadas, la Verdad está libre de las palabras. La Verdad no está ligada a ningunas formulaciones, por sagradas que se consideren. Las palabras pueden bordear el abismo de la Verdad, pero no pueden entrar en ese abismo.
Esta libertad de las palabras con respecto a la Verdad, que es el resultado de la crisis profunda de la epistemología mítica, es la completa y real globalización de la Verdad.
Cuando la Verdad está libre de las palabras, las palabras están también libres con relación a la dimensión absoluta de la realidad, la Verdad. Esta es una gran transformación, también en línea con la globalización. En su intento por apuntar, simbolizar, expresar la dimensión absoluta de la realidad, las palabras no están sometidas a creencias, dogmas, expresiones sagradas intocables; las palabras son libres, como el arte es libre para hablar de la belleza. Pero al igual que no todo lo que se dice arte lo es, de forma semejante no todo hablar libre de la dimensión absoluta de la realidad es adecuado.
Somos libres para hablar de la dimensión absoluta de la realidad, pero nuestra libertad no parte de la nada, sino que arranca de la herencia de un gran legado de decires sobre la dimensión absoluta, que proviene de los tesoros reunidos por miles de generaciones que nos han precedido y que los tenemos reunidos en cofres venerables. Esos cofres del tesoro, legado de la sabiduría de nuestros antepasados de toda la humanidad, son las grandes tradiciones religiosas y espirituales de la historia de nuestra estirpe.
En las nuevas condiciones culturales, la Verdad es pura intemperie.
La Verdad no es como una casa donde morar, porque ninguna expresión o formulación construye las paredes de su cerca. La Verdad escapa siempre de toda cerca. Quien la quiera poseer amurallándola, es tan necio como el que quisiera levantar muros en medio del océano. La Verdad, como el océano, ignora las fronteras, deshace las tapias, es incontrolable.
La Verdad no es un techo bajo el que protegerse, porque la Verdad, como un huracán levanta y se lleva por delante todas las protecciones, como las hojas secas de los árboles se las lleva el viento.
La certeza que genera la Verdad no se apoya en la protección que proporciona, ni en lo delimitados que están sus contornos sino, por el contrario, en su pura e inevitable intemperie; en sus fronteras indefinibles; en sus capacidad de invadir, como una inundación, todos los cercados; en su poder para filtrarse y destruir los muros más sólidamente construidos. La Verdad convence porque está desnuda.
La Verdad confirma sin decir una palabra y sin hacer un solo gesto. Guía sin señalar caminos; pacifica sin dar soluciones; da respuesta sin proponer fórmulas; es acogedora sin ofrecer un hogar; es un suelo donde poner los pies sin ser un cercado; viste su desnudez con mil atuendos, pero cuando volvemos nuestros ojos hacia ella, se despoja de adornos y ropas y vuelve a quedar irremediablemente desnuda.
La Verdad es implacable, no tiene piedad con los cobardes; deja expuestos a todos los vientos a los que quieren protegerse detrás de ella; aborrece y condena a quienes quieren utilizarla como el más potente de los instrumentos de poder; vuelve la espalda a quienes sólo piensan en sí mismos; endurece el corazón y la mirada de aquellos que la buscan sólo para tener en ella una garantía que les salve de su falta de calidad interna.
Sólo cuando uno aprende a tener el valor de quedarse en la total intemperie, sin techo que le proteja del cosmos inmenso, sin paredes que le resguarden de los vientos, sin refugio alguno; sólo cuando uno renuncia a poder disponer de un cercado donde sentirse menos insignificante en el vasto espacio; sólo cuando con los años, uno aprende a no esperar que la Verdad tenga un rostro delimitado y próximo; sólo cuando se ha aprendido, por fin, a no intentar, de mil maneras salvarse; sólo entonces, la Verdad es inhóspita pero profundamente hospitalaria; despiadada como la inmensidad, pero acogedora como una amante; vacía como un abismo, pero haciéndose sentir con una presencia plena y cálida.
Cuando el conocimiento nos reduce a una insignificante mota de polvo en los espacios estelares, ella se aproxima como amiga; cuando el fracaso de todos los proyectos lleva a desesperar de todo método seguro, acreditado y controlado de salvación, la Verdad piadosa, alarga su mano para acogernos.
La implacable y desnuda Verdad sin forma, que nadie puede apropiarse, la que desmantela como un tornado toda cerca, la que es silenciosa y, por ello, indomable, esa misma es tierna, cálida, piadosa, acogedora, protectora y guía.
Sólo Ella es como una presencia íntima que engendra una certeza libre de formas, pero recia y fuerte como ninguna otra y capaz de reunirlo todo.
Conclusión.
Estamos sin una epistemología mítica que sostenga que lo que dicen las escrituras sagradas es como son las realidades en este mundo y en el otro. Estamos, por el contrario, en una epistemología, ya no mítica, que sabe que todo lo que dicen las palabras humanas, incluso las más sagradas, son sólo conformaciones nuestras de la inmensidad que nos rodea y que nos incluye; que sabe que son acotaciones a nuestra pobre medida de vivientes frágiles y necesitados; que sabe que todas esas formaciones son sólo objetivaciones, límites añadidos a lo que es, sin ninguna entidad, si no es en nuestra propia mente; sólo constructos como objetivaciones y subjetivaciones, como individuaciones.
Con esa epistemología, la Verdad a la que se refieren todas las escrituras sagradas de todos los pueblos y todos las palabras de los grandes maestros del espíritu, es inabarcable, vacía de todo lo que nosotros tenemos como realidad y ser, pero presente, inmediata, inconcebiblemente cierta, visible en toda realidad visible, aunque jamás como una entidad entre las entidades.
Esa Verdad inasible, que es lo sutil de lo sutil, pura intemperie, es la Revelación, es la salvación, es la plena e inconcebible realización humana, es la cualidad humana profunda, raíz y constructora de toda cualidad, tanto individual como social.
Desde esa Verdad vacía hay que construir los postulados axiológicos, que son matrices axiológicas vacías, ellos serán los que orientarán, delimitarán y darán a luz los proyectos colectivos, a todo nivel. Desde esos proyectos concretaremos nuestros sistemas determinados de comportamiento, nuestras éticas formuladas y vividas.
Desde esas matrices axiológicas, esos proyectos y esos sistemas éticos, que tendrán que cambiarse y modificarse al paso del crecimiento de nuestras ciencias y tecnologías y de las transformaciones de la vida colectiva que continuamente provocan, tendremos que regir y gobernar nuestro poder científico y técnico, la globalidad, nuestras propias vidas y la vida del planeta.
Sin esa cualidad humana profunda, que debe existir en nuestra humanidad en un número de individuos cuanto más alto, mejor, nos convertiríamos en unos superdepredadores, con unas garras científicas y tecnológicas terribles, que destrozaríamos todo lo que estuviera a nuestro alcance.
En esa situación estamos, ese es nuestro riesgo, no simplemente posible, sino real y ya presente. No veo que haya otra solución para las sociedades de conocimiento de innovación continua y cambio continuo que no sea recoger esa herencia dicha en formas, pero libre de ellas, vacía. No veo otra manera posible de heredar el inmenso legado de sabiduría atesorado por la humanidad a lo largo de casi 3.000 años de historia. No podemos inventar de nuevo esa gran sabiduría, ni podemos prescindir de esa herencia cuando más la necesitamos, ya no sólo para nuestra vida interior, sino para sobrevivir como especie y para la sobrevivencia de la vida en el planeta.
Esa es la interpretación que han hecho todos los grandes maestros espirituales y todos los grandes místicos de la humanidad en todas las grandes tradiciones religiosas y espirituales que han existido.
¿Cuál ha de ser la actitud con respecto a las religiones en esta nueva situación cultural?
En primer lugar de sumo respeto e indagación para hacernos capaces de heredar su rico legado de sabiduría.
Partiendo de esa postura, hay que reconocer que todas las palabras de todas las tradiciones son igualmente ineptas para hablar de lo Real, de la Verdad. No hay ningún sistema de símbolos, ni ninguna forma de hablar y de representar que esté más cerca de la Verdad que las otras; todas están igualmente distantes.
En última instancia “Eso incomunicable”, del que, sin embargo, es preciso hablar, se verifica directamente, y si se verifica, sus efectos sobre lo mental son explosivos. La verificación directa de la Verdad de la que hablan las tradiciones, hace estallar todo sistema de simbolizaciones y representaciones entendidas desde la epistemología mítica y no como meros sistemas expresivos, que apuntan a lo Innombrable.
Las religiones son como nubes en el cielo, que filtran la luz del sol, pero tapándola. Sus narraciones, mitos, símbolos y rituales, como las nubes, manifiestan la luz del sol, pero matizándola. Filtran, colorean, suavizan la pura luz de la Verdad. Manifiestan y ocultan.
Las nubes dan noticia de la riqueza de la luz, pero hay que apartarlas, subir por encima de ellas para ver directamente la luz del sol. Igualmente hay que apartar todo el hablar de las religiones para que quede únicamente la Verdad.
Esa desnudez es nuestro hogar, un lugar (que no es un lugar) donde se integra toda diversidad, donde se funden todos los contrarios.
La Verdad es muy simple. No es otra cosa que despertar a lo que ya se es, despertar al propio estado original.
Los sabios de las religiones hablan de lo que han visto; para hacerlo han de hablar de lo que no se puede hablar, dar forma a lo que no tiene forma, para así incitar al despertar. Sus discípulos, ignorantes, fijan y sacralizan esas formas, las comentan complicándolas, hacen de ellas teorías, algo conceptual, complejo; algo que con el tiempo dará origen a mil disputas y controversias.
En los inicios del siglo XXI, las grandes tradiciones religiosas resultan ser, leídas desde una epistemología mítica, largos y solemnes discursos, pronunciados en una lengua, que para la mayoría de la población es una lengua muerta, y que habla a seres humanos que ya desaparecieron. Pero esas grandes tradiciones, con sus mitos y símbolos, leídas y vividas desde una epistemología no mítica, son como profundos y largos poemas que expresan y hacen presente la Verdad, sin poderla tomar en sus manos.