Desnudarse de conocimientos
fragmentos del libro: Cantos de eternidad. La sabiduría de Rûmî en el “Mathnawî”. Cetr, 2011.
¿Hay gradación entre los profetas y maestros del espíritu? Si los profetas y maestros del espíritu hablaran de contenidos objetivables, de formas, de proyectos de vida, de leyes, de verdades formulables, podría haber gradación entre ellos, unos podrían ser mejores que otros. Todas estas cosas son perecederas, y ellos hablan de lo imperecedero, hablan “del que es”, del que está vacío de todas nuestras categorías, del Sin Forma.
Todas estas cosas son perecederas, y ellos hablan de lo imperecedero, hablan “del que es”, del que está vacío de todas nuestras categorías, del Sin Forma. Si no hablan de “Eso”, no son ni maestros ni profetas. Y cuando hablan de “Eso” no hay diferencia ni gradación entre ellos.
¿Cuál sería el canon para establecer la gradación? No puede ser nada objetivable, ¿desde dónde podría hacerse la objetivación?
Nada humano, ni ninguna perspectiva humana puede medir lo Absolutamente Otro.
El decir más o menos rico o más o menos torpe de los profetas y maestros cuando hablan “del que es”, no afecta a su mensaje, como la
grandeza y perfección de una vidriera no afecta a la luz. Desde la perspectiva de la epistemología mítica y, desde lo que resulta de ella, la fe-creencia, podría establecerse gradación entre los maestros y profetas.
Sin epistemología mítica y, por tanto, desde la fe sin creencias no hay manera de establecer un escalafón de grandeza entre ellos. Tanta puede ser la belleza del canto de una flauta de caña como el concierto de una gran orquesta.
¿Es esto caer en el relativismo espiritual? Sólo podría hablarse de relativismo desde la fe-creencia, desde la forma; desde la pura fe ¿entre qué y qué podría haber relativismo? Pero, en definitiva, ¿hay maestros y profetas mayores y maestros y profetas menores? Podría decirse que los hay más eficaces y menos eficaces, pero incluso eso es una forma de hablar, porque tampoco tenemos criterio para medir su eficacia ¿con qué vamos a medir quien nos inicia e introduce más profundamente en el Sin Forma?
Tampoco tenemos criterio para saber si estamos más o menos dentro del océano sin forma.
¿Cuántos maestros del espíritu?
¡Cuántas lluvias de largueza han caído para que el mar distribuyera perlas! ¡Cuantos soles de generosidad han brillado para que la nubes y el mar aprendieran a ser tan espléndidos! 1
La gran riqueza de las tradiciones y de los maestros de la historia de la humanidad no reside ni en sus creencias ni en sus doctrinas, reside en el agua y el sol. El agua de la gracia y el sol de la sabiduría.
La enseñanza de los grandes es sencilla y clara. Nos enseñan a no ser en la presencia de “el que es” y a reconocerle.
La imagen y la forma son obstáculo para reconocerle. Su don y su sabor lo destruyen todo.
Sólo los rotos ganan el favor del rey2
Elevamos hasta los cielos a los maestros para podernos agarrar a ellos, para que nos salven.
Así evitamos afrontar la ruina de nuestro yo, el lugar en el que está el tesoro.
Pero los maestros no son agarradero sino provocadores de iniciativa y autonomía.
Pretendemos que los maestros abran las ventanas de nuestra casa para poder continuar en ella, para tenerla iluminada. Así se nos hace amable y podemos permanecer vivos en ella, evitando la ruina. Los maestros incitan a pasar de la tierra al mar, de la forma a la no forma. El mar es la aniquilación, para despertar a “lo que es”. Los maestros no incitan a ligar a su persona sino a lo “sin forma” que hay en ellos, que es nuestro propio “sin forma”.
Cuando hablan los maestros del espíritu, el Sin-forma nos llega en sus palabras y sus obras. Sus palabras despiertan a nuestro propio espíritu sin forma para reconocerse a sí mismo gracias a las
palabras y los hechos de los maestros.
Cuando nuestro espíritu inicia su despertar por las palabras y los hechos de los maestros, reconoce “la Verdad” en su mensaje. Por ese despertar aprende a ver “sus señales”, las pistas del Sin-forma en todas las formas, y aprende a ver su verdad en “la Verdad”.
Ese aprendizaje es ir adquiriendo la capacidad de “discernimiento” entre la forma y el Sin forma de toda forma; las verdades y “la Verdad”, su individualidad y la Fuente sin forma de su propia
individualidad.
La búsqueda de la sabiduría
El que busca la sabiduría se convierte en una fuente de sapiencia; se vuelve independiente de las adquisiciones y de los medios.3
La búsqueda es ya la sabiduría, porque la sabiduría no es nada que encontrar.
La sabiduría es la búsqueda de un conocer y un sentir sin forma, que diluye al mismo buscador en esa noticia silenciosa.
Resulta evidente que este tipo de búsqueda (que no es propiamente una búsqueda, porque no se busca nada y resulta ser nadie el que busca) se vuelve independiente de adquisiciones y de medios.
Crecer en sabiduría no es acumular conocimientos, ni profundizar conocimientos anteriores, sino silenciar conocimientos, desnudarse de conocimientos hasta llegar a una noticia cierta, pero silenciosa, que diluye todo conocimiento y toda certeza.
¿Qué medios van a resultar eficaces para obtener “nada”? ¿Con qué medios podrá comprenderse que “nadie” puede obtener “nada”, porque “lo que es” es Sin-forma?
Cuando el entendimiento de un hombre ha sido su maestro, después de
esto se vuelve su discípulo. La lucidez dice, como Gabriel: “Oh Ahmad, si
doy un paso más me quemaré. Déjame, pues, y continúa: éste es mi límite,
oh sultán del alma”.4
La razón debe conducir hasta el límite, hasta las puertas mismas del conocimiento y el sentir silencioso. Puede y debe conducir hasta el límite mismo del conocimiento no dual. Puede, paso a paso, desmontar lo que la mente, regida por la necesidad y controlada por el destino, fue construyendo desde la lejanía de las generaciones que nos precedieron y desde nuestras propias construcciones.
La razón puede acompañar y guiar hasta la puerta del jardín, pero no puede entrar. La razón es la maestra rigurosa y exigente del hombre que busca la sabiduría; pero cuando llega a las puertas del jardín, se convierte en su discípula.
Llegados a esos límites, la razón se somete a la guía de un conocer que es ya sin argumentos y sin palabras, un conocer no-conocer porque en él nadie conoce nada, pero que es una noticia recia y cierta. Ese es el límite de la razón; lo que seguirá está más allá de su poder, aunque nunca en su contra.
Lo que Rûmî describe en este breve párrafo es nada menos que el núcleo del método vedanta.
La razón debe mostrar a su discípulo que el mundo, como un conjunto de sujetos y objetos, como un mundo de dualidad y pluralidad, es una construcción de nuestra condición de vivientes necesitados. Debe mostrar a su discípulo que lo que damos por nuestra realidad es
sólo nuestra propia construcción.
Lo Real no es esa construcción. Lo Real no es la dualidad ni la pluralidad que nosotros le proyectamos. Cuando la razón ha podido demostrar estas afirmaciones, ya no le queda nada más que enseñar, porque no puede ir más allá. Entonces cede el paso y la guía al conocimiento, ya no conceptual ni argumentativo, sino al conocimiento silencioso: una capacidad insospechada.
La razón conduce, desbrozando el camino, hasta las puertas del jardín. Desde ahí, quien toma la guía es el conocimiento y sentir silencioso; ellos serán los nuevos guías para traspasar la puerta del jardín y adentrarse en él.
¿De quién es el conocimiento y sentir silencioso? De “Nadie” porque es ya el Sin-forma.
Lo que podemos hacer, sólo tiene la categoría de “intento”, porque todo lo que hagamos, pensemos y sintamos, procurando escapar del destino, sólo lo reafirma. Sin embargo, en el seno del intento repetido, intenso y sincero por escapar, acaece el don de la libertad. Ese don no es fruto de nuestras acciones y pensamientos, porque todos ellos, siempre, parten del ego
y vuelven a él.
La liberación es irrupción y don. Irrupción desde fuera de los barrotes entre los que los humanos nos encerramos, y regalo del único actor.
Los mensajes de los maestros proceden desde fuera de la prisión del destino. Sus palabras despiertan nuestros intentos que, aunque proceden del ego, tienen su fuente desde más allá de él.
El destino es Su manifestación. El intento es Él buscándose a sí mismo. En el seno del destino el sujeto conoce el mundo. Desde el intento, Dios se conoce a sí mismo.
El conocimiento conduce a la perla que reside en el corazón, a la fuente del propio ser. Ese es el actor. Un actor que no es un actor, porque ¿quién o qué hay fuera de Él?
El intento parece que brota del ego, pero su raíz está en la Joya.
La joya es el espíritu del hombre y el espíritu carece de forma. Entre el que, en lo profundo de su ser carece de forma y “el que carece de forma”, no hay frontera posible. Ahí aflora la raíz; ahí está el verdadero actor, “el que es”, la eficacia del intento.
El Espíritu y mi espíritu
Soy una forma del “Sin forma”, sin dualidad ninguna.
Entre mi cuerpo y el “Sin forma” no hay dualidad.
El alma de mi ser es el “Sin forma”; no una chispa suya,
Él mismo, en su unidad absoluta.
Mi espíritu, vacío de toda forma y de toda posible categoría,
es el “Sin forma”.
La vida de mi vida, el ser de mi ser, es mi espíritu sin forma.
No hay frontera alguna entre sin forma y “Sin forma”
El núcleo de mi ser, la fuente de donde mana, es el vacío de mi espíritu.
El Vacío no es “otro” de mi vacío.
Mi espíritu es sin individualidad como el “Sin forma” es sin individualidad.
No hay distancia alguna entre no-individualidad y No-individualidad.
Mi ser es como el de Jesús uno con el Único, uno con el Padre.
Mi espíritu es el Espíritu.
Cuando muera mi espíritu volverá al Espíritu
del que nunca se separó.
Cuando desaparezca mi forma,
volverá al Sin-forma, del que ninguna frontera le separaba.
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1. Rûmî. Mathnawî. Ed. Sufí, 2003. vol. 1., p. 48
2. Rûmî. ibídem. p. 50
3. Rûmî. ibídem. p.92
4. Rûmî. ibídem. p.93
4. Rûmî. ibídem. p.93