Fragmento del libro de Marià Corbí:
«Hacia una espiritualidad laica – Sin creencias, sin religiones, sin dioses»
Hemos salido de la época de las sacralidades. Hasta los que se confiesan creyentes están entrando en esa situación. Eso no quiere decir que no haya órdenes considerados más perdurables que otros. Pero incluso lo más perdurable son copas construidas por nosotros mismos; si son más perdurables es exclusivamente porque saben a vino. Los dirigentes de las religiones occidentales (cristianismo, islam y judaismo) continúan pensando y sintiendo que en los rasgos fundamentales, si no en todos, los mitos, símbolos y narraciones sagradas siguen cumpliendo las mismas funciones que en el pasado. Se continúa creyendo que lo que expresan los símbolos, los mitos y las narraciones corresponde a entidades y hechos reales. Se cree que enuncian y proclaman realidades existentes y hechos realmente ocurridos. No se llega a comprender que la pretensión y la función propia de los mitos, símbolos y narraciones sagradas de cada pueblo no era ni religiosa, ni filosófica, ni moral. Su función era programadora; su función era dotar a los vivientes humanos de una naturaleza concreta viable, porque sin la programación que completaban los mitos, los humanos hubieran sido biológicamente inviables.
Los dirigentes religiosos no acaban de comprender que, para las nuevas sociedades industriales, los viejos mitos, símbolos, narraciones y rituales, lo mismo que las tradiciones orales y las escritas que los vehiculaban, ya no tienen valor como patrones para interpretar la realidad, ni para valorarla, ni para organizar la vida personal, ni la colectiva, ni como patrones de la actuación o de la moralidad.
Esas funciones sociales de los mitos murieron; pero no murió la fuerza expresiva y significativa de esas formaciones. Si se abandona la actitud que hace de los símbolos y mitos paradigmas sagrados e intocables de la vida colectiva, afirmación de entidades y descripción de hechos, y se los lee y vive como incitaciones y expresiones de la vida espiritual, siguen vivos.
En esa nueva vida de los mitos y símbolos, que es la esencia y la fuerza de su ser inmemorial, tales formaciones lingüísticas sólo sugieren y dirigen al Absoluto que está más allá de toda posible expresión con palabras humanas. Hablan de lo que no se puede hablar; apuntan a lo que sobrepasa todos nuestros criterios de realidad; señalan un camino que es un no-camino.
En esas formaciones lingüísticas se hace presente la realidad inconcebible, como se hace presente la belleza en la poesía. En esas formaciones pesa la certeza sin formas; se enseña el discernimiento; se silencia el corazón y la mente; se abren las puertas de la confianza, la aceptación, la entrega y la paz.
En las nuevas condiciones culturales, los mitos, símbolos y narraciones sagradas son sólo señales en el camino, que hay que ir dejando atrás a medida que se anda; son luces que brillan en la noche y que incitan a seguir; son presencia del espíritu; son hablar con formas del Sin-forma; son revelación del desfondamiento de la realidad; muestran la nada de todo lo que damos por real; son testimonio y presencia de lo que está más allá de nuestras nociones de sujetos y objetos; son presencia de lo que está en toda forma porque está vacío de toda forma.
Para poder sentir y vivir esa fuerza de los símbolos, mitos y narraciones sagradas en la nueva situación, hay que suprimir de ellas la pretensión de que enuncian entidades reales y hechos ocurridos; hay que cancelar su pretensión de que interpretan y valoran la realidad que realmente existe; hay que erradicar de ellas la proclama de que son paradigmas y cánones de actuación y organización; en fin, hay que eliminar su pretensión de que establecen modos de vida sagradosbajados del cielo.
Los mitos son intocables y perennes cuando se los considera como un hablar del Absoluto, del Sin-forma, del que está más allá de todas nuestras capacidades de concepción; cuando hablan del camino a recorrer, del espíritu con el que hay que andar ese camino, de los obstáculos y desvíos que podemos encontrar, de la gracia y de la luz que viene de lo alto. No son intocables ni perennes, sino perecederos y para gran parte de la humanidad ya muertos, cuando pretenden imponer modos de interpretación, valoración, actuación y organización; cuando se proclaman patrones divinos de los modos de vida humanos.
Los dirigentes de las tradiciones religiosas, especialmente las occidentales, se empeñan en mantener el estatuto epistemológico prein-dustrial de los mitos, símbolos, narraciones sagradas y rituales, y pretenden, coherentemente con esa actitud, que continúen cumpliendo las funciones que ejercieron en el pasado.
Eso equivale a pretender mantener vigente el software propio de las sociedades preindustriales estáticas, patriarcales, agrarias, autoritarias, en sociedades que viven del desarrollo de la ciencia y de la técnica al servicio de la creación de productos y servicios; en sociedades que viven de la innovación continuada en todos los ámbitos de la vida, y que deben, por tanto, excluir toda fijación en la interpretación, los modos de trabajar y organizarse, en los modos de valoración y cohesión colectiva.
Sólo los elementos menos desarrollados, más marginales en la marcha de las nuevas sociedades industriales, pueden responder a esa pretensión de los dirigentes religiosos. Los elementos sociales más integrados en esa dinámica no tienen más remedio que rechazarla. Si no lo hicieran, se harían a sí mismos ineptos para el nuevo tipo de sociedades.
En el Occidente europeo, las iglesias han luchado y luchan denodadamente por mantener la función programadora de mitos, símbolos, narraciones sagradas y rituales así como por mantener su estatuto epistemológico preindustrial. Se han visto forzadas a ceder terreno en muchos aspectos, pero se han atrincherado, reservando a los mitos y símbolos los ámbitos de la moralidad y de la religión.
Pero la creencia tiene una lógica; por más que ceda terreno si mantiene una cabeza de puente, con el tiempo exigirá recobrar todo el terreno perdido. Creer lo que dicen las escrituras sagradas y las doctrinas que se apoyan en ellas, aunque sea sólo en lo que se refiere a la moral y a la religión, supone aceptar el núcleo central de su sistema de interpretación, valoración y actuación. Quien acepta algo así, lógicamente tendría que aceptarlo todo. Por esa razón, las iglesias parece que ceden terreno a la presión, pero lo recuperan a la que pueden.
Esta actitud de las iglesias, lógica desde sus creencias, crea el recelo y la desconfianza en las gentes. Los hombres y mujeres de las nuevas sociedades deben rechazar la creencia en todos sus ámbitos, también y especialmente en los ámbitos de la moralidad y de la religión; y tienen que hacerlo porque, para integrarse en la nueva sociedad, han de abandonar los patrones que construyeron los sistemas de vida y programación de las sociedades estáticas preindustriales.
Cuando se leen y escuchan las venerables narraciones y escrituras, sin buscar en ellas ninguna de las funciones que en el pasado ejercieron (porque disponemos de sustitutos más eficaces), y se leen y escuchan sin pretender creer en nada (porque en una sociedad de cambio continuo no se puede creer), se advierte con claridad que las escrituras se han desplazado desde el ámbito en que competían con las ciencias y los proyectos colectivos de vida, hacia el terreno de los lenguajes especializados, como los que expresan la poesía, la belleza, la sabiduría o las dimensiones profundas de la existencia; dimensiones, todas ellas, que hablan a los humanos, pero ya no de lo que se encuentra relacionado con los sistemas de supervivencia.
Las escrituras sagradas caen más del lado de la poesía que del lado de las ciencias y los proyectos colectivos. No dicen qué es lo que se debe creer, sólo orientan e incitan a buscar esa dimensión que continuamos llamando religiosa, aunque ya no tiene la estructura de la religión.
Como en el lenguaje poético no hay nada que creer y sí mucho que advertir y verificar, así en las narraciones mitológicas, en los símbolos y escrituras sagradas de todos los pueblos, no hay nada que creer y sí mucho que advertir y verificar.
Así como en el ámbito de la poesía no hay enfrentamiento entre poetas, en las nuevas circunstancias, tampoco ha de existir conflicto alguno entre las diversas escrituras sagradas y tradiciones. Los contenidos de las tradiciones no se enfrentan ni se contradicen, sólo las creencias lo hacen. Los mitos y símbolos no son excluyentes entre sí; lo que crea exclusiones es la lectura que de ellos se hace como cosas que se deben creer.
Todos los mitos y símbolos, todas las tradiciones y escrituras sa-gradas de todas las culturas y de todos los pueblos están ahí como una invitación y una incitación multifacética, no a creer sino a advertir, a indagar y verificar.
No pretenden solventar problemas, ni de la vida ni de la muerte; ni procuran someter; sólo aspiran a ofrecer una posibilidad humana, la mejor, la más grande, la más sutil, la más inesperada de las posibilidades para un pobre viviente: una dimensión que, por su profundidad misma, trasciende las necesidades.
En las sociedades preindustriales se unió indisolublemente la creencia a la espiritualidad. Si esa unión se mantiene, como pretenden las autoridades de las iglesias y de otras tradiciones religiosas, las gentes de las sociedades industriales de innovación tendrán que rechazar el paquete completo.
Para que la espiritualidad sea viable en las nuevas sociedades, es necesario separar la espiritualidad de toda creencia y de toda sumisión. La sumisión al espíritu, que es discernimiento, no es sumisión a formas ni a fórmulas, por tanto, es compatible con las nuevas sociedades. Sólo hay incompatibilidad con la sumisión que suponen las creencias.
Ligar la espiritualidad a cualquier tipo de creencia es un obstáculo, y un obstáculo definitivo. No presenta impedimento alguno ligar la espiritualidad a la fe, si desnudamos a la fe de creencias y por fe entendemos confianza, apertura del espíritu, entrega, discernimiento, gracia. Hablaremos más tarde de este tema.
En las nuevas sociedades no interesan las religiones, pero sí los maestros de la Vía que hablaban y enseñaban desde el seno de las religiones. Por razones culturales, los grandes maestros de la espiritualidad del pasado sólo podían hablar desde las religiones o en polémica con ellas.
Los directivos de las grandes tradiciones religiosas no parecen entender que los europeos occidentales y otras sociedades desarrolladas del siglo XXI, que se ven forzados a rechazar las religiones, pueden y deben aprender de los maestros espirituales y de los grandes maestros de las tradiciones religiosas del pasado, manteniéndose libres respecto a sus sistema de creencias, de comportamientos y rituales.
En las nuevas circunstancias, podemos y debemos aprender de todos los grandes maestros y de todas las grandes escuelas de sabiduría de las tradiciones, sin tener que hacernos, por ello, creyentes, personas religiosas. Hemos de aprender a ser discípulos de todos los grandes del espíritu, sin volver a la religión, permaneciendo hombres y mujeres laicos y sin creencias.
Es hora de discernir y no abandonar con las religiones toda la riqueza y sabiduría que en ellas se produjo. Debemos aprender a discernir para poder dejar a un lado a los maestros de las creencias. Hay que aprender a discernir entre quienes, en las grandes tradiciones religiosas, son maestros del espíritu y quienes son maestros de las creencias, de las ortodoxias.
En el seno de las segundas sociedades mixtas (sociedades plenamente industrializadas junto con sociedades de conocimiento) ya no podemos ni queremos ser personas religiosas, pero sí que queremos seguir la Vía de la sabiduría, el camino del conocimiento silencioso, que es el camino de la sutilidad. Queremos aprender de los grandes maestros del espíritu de la historia, se den donde y en las condiciones culturales en que se den. Estamos forzados a tener juicio y aprender de los grandes de las tradiciones, sin que ese discipulado nos lleve necesariamente a la religión.
p. 213 a 219