Me prosterno, Dios mío, ante tu presencia en el Universo, que se ha hecho ardiente, y en los rasgos de todo lo que encuentre, y de todo lo que me suceda, y de todo lo que realice en el día de hoy, te deseo y te espero.
(…) A aquel que Le ame apasionadamente, oculto en las fuerzas que hacen crecer a la Tierra, la Tierra, maternalmente, la Tierra le tomará en sus brazos gigantes y le hará contemplar el rostro de Dios.
(…) enséñale la verdadera pureza, esa pureza que no es una separación debilitante de las cosas, sino un impulso a través de todas las bellezas; descúbrele la verdadera caridad, esa caridad que no es el miedo estéril a obrar el mal, sino la voluntad enérgica de forzar todas las puertas de la vida; dale, finalmente, mediante una visión cada vez mayor de tu omnipresencia, dale, sobre todo, la bienaventurada pasión por descubrir, de hacer y de padecer cada vez un poco más al Mundo, con el fin de penetrar cada vez más en ti. Toda mi alegría y mis éxitos, toda mi razón de ser y mi gusto por la vida, Dios mío, penden de esa visión fundamental de tu conjunción con el Universo. ¡Que otros anuncien, conforme a su función más elevada, los esplendores de tu puro Espíritu! Para mí, dominado por una vocación anclada en las últimas fibras de mi naturaleza, no quiero ni puedo decir otra cosa que las innumerables prolongaciones de tu ser encarnado a través de la Materia. (Teilhard de Chardin. La misa sobre el mundo -fragmento-. 1923.)