Quien tiene expectativas con respecto a la realidad, intenta forzarla para que entre en su molde. Un molde trazado por el deseo y fijado por el miedo.
Cada uno de nosotros tiene una expectativa central, generada por nuestro miedo más central.
Pero la realidad no es nuestro molde; no cabe en él. No cabe en los estrechos moldes del miedo
Quien espera algo de alguien o de algo, quiere forzar a ese alguien o a ese algo a que cumpla el papel que le ha asignado. Y el papel que se asigna a la realidad con las expectativas es que apuntalen nuestra flaqueza desde fuera.
Quien asigna esos papeles a lo real es el miedo.
¿Miedo a qué?
A quedarse sin apoyos externos.
Y nadie cumple los papeles que se le asigna, porque también ellos tienen miedo y también ellos asignan papeles
Para no tener expectativas hay que silenciar el miedo y hay que confiar en Dios, en la vida en Eso.
Quien se agarra a las expectativas pretende coger el volante de la marcha de la realidad, de la propia realidad.
Somos unos pésimos conductores asustados de lo real.
Quien se aferra a las expectativas, agarra asustado el volante de su vida y termina estrellándose, porque somos incapaces de gobernar la complejidad, porque los criterios que nos imponen nuestras expectativas son demasiado estrechos y porque conducimos agarrotados por el miedo.
Hay que conducir la propia vida sin agarrarse demasiado al volante, soltándolo cuando se nos bloquean los caminos.
Si uno se confía en “Eso que es”, en “Eso no dual” que es el único actor, algo nos conduce correctamente.
Si superamos el miedo y confiamos “algo sutil conduce la vida de los hombres”. Y la salida es mejor que la esperada, aunque sea la que menos nos imaginábamos y esperábamos.
La clave está en la confianza y en el no-miedo.
No esperar nada de nada ni de nadie. Entonces se deja libre a la realidad; entonces puede presentarse el “sin forma” en toda forma. Las expectativas le barran el camino.