NUESTRA CUALIDAD ESPECÍFICA Y SU CULTIVO desde la religión y sin religión por Marià Corbí

Ponencia 2º Encuentro Internacional de Can Bordoi, junio 2005

Nuestra cualidad específica y su forma religiosa

Lo específico de nuestro linaje es nuestra condición de hablantes y la gran consecuencia que de ahí se deriva: nuestra doble experiencia de lo real.

Gracias a esa doble experiencia somos capaces de relativizar y cambiar nuestro modo de vida

cuando es necesario. Somos capaces de cambiar nuestra comprensión y valoración de la realidad y de nosotros mismos.

Así vivimos, clara u oscuramente, que toda nuestra comprensión-valoración de la realidad es

relativa; eso comporta también que sepamos, clara u oscuramente, que todas nuestras concepciones y representaciones no son definitivas. Sabemos, a la vez, que toda nuestra noticia mental y axiológica de la realidad en su valor absoluto, nos resulta informulable y vacía de formas.

Ninguna de nuestras formulaciones y representaciones alcanza a lo absoluto porque las

formulaciones y representaciones únicamente tienen que ver con lo que es relativo a nosotros y lo absoluto no lo es.

Hemos visto cómo se vivió y cómo se representó esa doble experiencia de la realidad en el pasado. [consular EL NÚCLEO ANTROPOLÓGICO GENERADOR DE RELIGIONES Y DE LAS MITOLOGÍAS]

Las viejas religiones hicieron ese trabajo. Ligaron las dos experiencias como fuente y fontado. La realidad absoluta es la fuente y la realidad relativa es lo fontado. Y representaron esas dos experiencias como Dios y criaturas, corrigiendo a la vez la separación, diciendo que las criaturas no tienen ninguna existencia en sí mismas.

Esa forma de representar la relación de la doble experiencia de lo real era adecuada a un tipo de

sociedades que se programaban para no cambiar.

Según esa concepción religiosa, Dios o los antepasados sagrados, crean las cosas según la lectura que las necesidades y el programa colectivo hacen de ellas, y Dios o los antepasados sagrados revelan o legan el proyecto de vida individual y colectivo, con todo lo que comporta de interpretaciones y valoraciones de la realidad, de modos de actuación y organización, de modos de vida en general.

Esa creación y revelación no quita a las cosas su carácter relativo y derivado, sino que da la razón de ello, y así las hace intocables. Dios lo ha hecho así, Dios lo ha revelado y establecido así, nadie puede, pues, alterarlo.

La articulación que establecen las religiones entre las dos experiencias no es más que una

representación y una forma de relacionar lo absoluto con lo relativo, lo que es, con lo que no tiene ser en sí mismo.

Se relaciona lo absoluto con lo relativo, afirmando a la vez la total y absoluta independencia de

toda relación de lo absoluto.

Las religiones tienen que dejar en la penumbra la contradicción que supone hablar de relaciones

con lo absoluto, porque la experiencia de lo absoluto ha de verterse en el programa relativo, de forma que no lo destruya desvalorizándolo sino que le dé, en cierta forma y por su origen, valor absoluto.

Un programa para no cambiar, para excluir las dudas y posibles alternativas debe afirmarse de

forma rotunda e intocable. Esa intocabilidad la proporciona la idea de creación y la idea de revelación.

Esas dos “representaciones” básicas sacralizan el vaso en el que se vierte la experiencia absoluta de lo real.

Al sacralizar el programa y el proyecto colectivo, éste se hace intocable por la impregnación de experiencia absoluta.

La intocabilidad de esas formas les viene del vino sagrado de la experiencia absoluta que

contienen y de la proclamación de la inseparable unión de esas formas de experiencia relativa con la experiencia absoluta de la realidad. Dios estableció esa unión indisoluble mediante la creación y la revelación.

La unión de las creencias de la cultura de una época, con la experiencia de la dimensión absoluta de la realidad, eso son las religiones.

Si llamamos fe a la experiencia de lo absoluto, y creencia a los elementos y formulaciones del

programa de una sociedad preindustrial estática, tendremos la unión inseparable de la fe y las creencias, que es el alma de las religiones. Cada tipo diferenciado de cultura tendrá su peculiar unión de fe y creencias.

Ahí tenemos la raíz de las religiones: la doble experiencia de la realidad que se deriva de nuestra condición de vivientes que hablan; y ahí tenemos también cómo se generan las religiones en el intento de representar la relación de esos dos tipos de experiencias de la realidad, de forma que esas dos experiencias sean vivibles y cultivables en el seno de un proyecto colectivo mítico-simbólico, propio de culturas que deben programarse para bloquear el cambio.

En sociedades preindustriales la experiencia absoluta de la realidad no se podía vivir ni

representar colectivamente de otra manera. Si no se hubiera relacionado de alguna manera la experiencia absoluta de lo real con la experiencia relativa a nosotros de lo real, revistiéndola de valor absoluto, se hubiera imposibilitado que el programa colectivo pudiera imponerse a la comunidad y a los individuos incondicionalmente. ¿De dónde hubiera procedido la incondicionalidad que se precisaba para bloquear el cambio y no correr riesgos?

Pero de otra parte, la experiencia de lo real absoluto sin forma, porque está más allá de toda

forma, relativiza toda experiencia de realidad con forma, desvaloriza la interpretación y valoración que el programa intenta imponer.

Esa relativización debe permanecer, de una manera u otra, a pesar de la intocabilidad que

proclaman la creación y la revelación, de lo contrario quedaríamos clavados para siempre en un modo de vida fijado y perderíamos nuestra ventaja específica.

La interpretación de las religiones permite relacionar las dos experiencias de lo real que son

propias de nuestra especie, de manera que sea posible el programa cultural de una sociedad que debe excluir los cambios, convirtiendo sus creencias en vasos intocables que contienen el absoluto. El modo de conseguirlo es unir la fe a la creencia, dicho con otras palabras, unir la experiencia absoluta de lo real con la experiencia de lo real que está en función de nuestras necesidades.

Esa unión crea la raíz de los enfrentamientos religiosos y culturales, y, a la vez, deja

inevitablemente abierta la puerta a la duda, porque la fragilidad de los vasos se traslada al vino.

Al unir la fragilidad de los modos de vida de unos grupos humanos a lo absoluto, se traslada al

absoluto, sin querer, esa fragilidad. Cuando para un individuo o grupo de este tipo de culturas se pierde el prestigio intocable de sus formas de vida, sólo le quedan dos opciones: o crear otro modo de vida y otra religión o alejarse de todo cultivo de la dimensión absoluta de la experiencia de lo real.

Pero a pesar de estos graves inconvenientes, las religiones posibilitaban el cultivo explícito de las dos dimensiones de nuestra experiencia de lo real. Construían y reforzaban nuestra primera experiencia funcional de lo real y tematizaban y daban forma al cultivo de la experiencia absoluta y gratuita de lo real.

Fue una solución hábil y fecunda, aunque no exenta de inconvenientes, que pudo durar

centenares de miles de años. Pero fue sólo eso, una solución inteligente y práctica, no la naturaleza misma de las cosas.

Nuestra cualidad específica vivida en forma no religiosa

En sociedades dinámicas que viven de la innovación y del cambio, la solución de las religiones no resulta viable. Estas sociedades no pueden inmovilizar los modos de vida sacralizándolos, haciéndolos creación y revelación divina. No se puede suponer que las cosas, tal como las vemos en un modo de vida concreto, fueron creación divina; ni se puede suponer que las maneras de interpretar y valorar la realidad, las formas de actuación y organización fueron revelación divina, porque sabemos, con toda claridad, que todo eso es construcción nuestra. Sabemos que es una construcción que debe cambiar con frecuencia, al paso de nuestras creaciones científicas y tecnológicas.

La solución de la fe-creencia, es decir, la de verter la experiencia absoluta en los vasos de nuestra visión relativa de la realidad, no es viable en sociedades que deben vivir de las frecuentes innovaciones y el cambio. Eso significa que la solución del Dios creador y revelador no sólo es inviable sino que además sería un obstáculo, porque ilegitimaría las consecuencias necesarias de las innovaciones científicas y de los cambios tecnológicos, que son transformaciones constantes de las maneras de trabajar, organizarse y vivir.

La experiencia absoluta de la realidad tiene que mantenerse alejada de creencias, es decir, tiene

que mantenerse alejada de su unión inseparable a formas.

La experiencia absoluta de la realidad tendrá que vivirse como lo hace el arte, en formas aunque

libre con respecto a todo tipo de formas. Habrá que aprender a discernir lo que es la pura experiencia absoluta hasta saber que esa experiencia se puede decir en todo tipo de formas y no se dice en ninguna.

La humanidad tendrá que aprender a diferenciar claramente las dos dimensiones de nuestra

experiencia de la realidad: la experiencia de la realidad desde nuestras necesidades y la experiencia de la realidad desde el silencio de nuestras necesidades.

Y esta doble experiencia deberá hacerse en las condiciones que imponen nuestra nueva forma de vivir, dependiente directamente de nuestras creaciones científicas y tecnológicas.

Por tanto, la doble experiencia de lo real deberá vivirse en unos modos de vida continuamente

cambiantes, que, además sabemos que, en todos sus aspectos, son creación nuestra.

Eso quiere decir que tendremos que aprender a vivir y cultivar la dimensión absoluta de la

realidad sin religión alguna, sin sumisión, como una indagación.

Podríamos decir que esta es la más grave innovación a la que nos vemos sometidos en las

sociedades de innovación.

Sin embargo, es de suma importancia que comprendamos que vivir sin religión no significa, en

absoluto, renegar u olvidar la gran sabiduría que hay acumulada en las grandes tradiciones religiosas de la humanidad.

En las antiguas y venerables tradiciones religiosas está expresada la experiencia absoluta de la

realidad, clara y explícitamente, aunque en formas ya no vigentes para nosotros. También está expresada en ellas, cómo cultivar esa experiencia absoluta de lo real, cómo evitar errores en el intento de su cultivo, cómo discriminar lo que es una experiencia absoluta de lo real, de lo que no lo es.

Toda esa sabiduría es válida para nosotros, como es válida la experiencia de la belleza de nuestros antepasados, y son válidas sus enseñanzas de cómo llegar a esa belleza, cómo cultivarla y cómo diferenciarla de lo que no es bello.

Todo eso nos es de gran utilidad, independientemente de que nuestras maneras de pensar, sentir, organizarnos, actuar y vivir sean completamente distintas de las de nuestros antepasados.

Las tradiciones milenarias de sabiduría de la humanidad están ahí, y están, nos guste o no, en las tradiciones religiosas de la humanidad. Y la humanidad tendrá que aprender a usarlas, sin que ese uso y aprendizaje signifique que nos hagamos hombres religiosos o creyentes.

Tendremos que mantenernos no religiosos, pero aprendiendo de las religiones, como aprendemos música, pintura, poesía, etc. de nuestros antepasados sin hacerlo como ellos lo hicieron, sin pensar, sentir y vivir como ellos vivieron. En una palabra, sin juntar en una unidad indisociable las formas de nuestro pensar, valorar y hacer, basadas en unas formas de satisfacer nuestras necesidades, con la experiencia absoluta de lo real.

Esta es la situación: Sin la experiencia segunda, que es la experiencia absoluta de la realidad, no hay humanidad y nos aproximamos a la condición animal.

Tenemos que cultivar temáticamente ese aspecto de nuestra experiencia de lo real para

mantenernos humanos.

Y tenemos que aprender a hacerlo sin formas fijadas, por tanto, sin religiones.

Pero ese hecho ineludible no quita que las religiones del pasado, que ya no son válidas para

nosotros (no porque ellas en sí no sean preciosas, a pesar de los inconvenientes que arrastraron consigo, sino porque los tiempos han cambiado y ya no son posibles para nosotros), continúen siendo inmensos depósitos de sabiduría en los que se nos expresa la vivencia de esa dimensión segunda de nuestra experiencia de la realidad: cómo cultivarla, cómo discernirla, cómo evitar las desviaciones y aberraciones a que puede conducir un intento, no bien orientado, de cultivo.

Y tendremos que aprender a hacerlo sin religión ninguna.

Pero esa sabiduría de la humanidad, sabiduría acumulada en casi tres milenios, está acumulada en las formas religiosas de hacerlo, es decir, en las formas en que tuvieron que pensar, sentir, actuar y organizarse y vivir nuestros antepasado en las sociedades preindustriales, programadas para vivir haciendo siempre fundamentalmente lo mismo, excluyendo mediante mitos, símbolos y rituales los cambios significativos y las alternativas.

Tendremos que aprender a usar las religiones sin ser religiosos, a tomar lecciones de las creencias sin hacerse creyente.

La vida humana, sin el cultivo explícito de esa dimensión absoluta del conocer y del sentir,

carecería de libertad. La necesidad es sumisión. Una vida exclusivamente regida por las necesidades y los deseos, sería una vida sometida.

Una realidad sólo conocida y sentida desde la necesidad es siempre igual, es limitada, está

cerrada, carece de profundidad, es monótona y repetitiva.

Pero lo grave es que quien no cultiva su capacidad de conocer y sentir independiente de su

necesidad, no logra la cualidad específica humana que es la doble experiencia de la realidad.

 El cultivo explícito de nuestra cualidad específica es una necesidad colectiva e individual

¿Qué consecuencias tiene el cultivo de esa cualidad en la vida de los individuos y de los pueblos?

Sin la experiencia mental y sensitiva del aspecto absoluto de la realidad, no hay verdadero interés y amor por las cosas y las personas. El interés mental y sensitivo que arranca exclusivamente de la necesidad y el deseo es interés por sí mismo, no por las personas y las cosas. Es semejante al interés de los leones por las cebras, los impalas o los búfalos. Es un interés de depredación, no un interés por las cosas mismas y las personas mismas.

Sin el interés por las cosas mismas –que es un interés sin consideración del propio provecho- no

hay ni gran ciencia ni arte. Tampoco hay humanidad, porque humanidad es precisamente esa capacidad de conocer y sentir las cosas y las personas en ellas mismas: la humanidad es la capacidad de simpatizar, vibrar y existir con los seres.

El conocimiento y sentir de la realidad en su carácter absoluto, proporciona desapego respecto del conocer y sentir regido por la necesidad.

Permite ver ese conocer relativo en su función: ser el supuesto y el vehículo de la depredación.

Permite comprender que esa visión interesada de la realidad no es la visión y el sentir de la realidad sino de mi interés.

La experiencia absoluta de la realidad, vacía de realidad a la experiencia relativa. A esa

“desrealización” le sigue el desapego de la mente y del sentir; y al desapego de la mente y del sentir le sigue la libertad.

Sin la libertad que proporciona el desapego, no hay capacidad de amor verdadero. Amor

verdadero es el que se interesa y ama las personas y las cosas, y no a sí mismo a través de las personas y las cosas.

Sin ese desapego y libertad no hay cualidad en la vida colectiva. Sin desapego y libertad la vida

colectiva se convierte en una competencia entre depredadores o en una competencia entre bandas de depredadores.

Lucha de lobos o lucha de bandas de lobos.

Sin amor verdadero –hijo del desapego y la libertad- no hay calidad en la vida colectiva. Sin ese

interés y amor verdadero de unos por otros, no puede haber paz y cohesión social.

Los pactos y acuerdos entre depredadores son precarios y frágiles.

La cohesión verdadera de un grupo, pasa por un cierto grado de experiencia cultivada de la

dimensión absoluta de la realidad. Esa experiencia es la base y el soporte del desapego y la libertad. Sin el desapego y la libertad no se puede dar el interés mutuo y el amor.

El interés mutuo y el amor es la base sólida de la cohesión.

Si los otros son para mí una presa o un medio para mi depredación, o son miembros de mi banda de depredación, la cohesión colectiva es superficial porque cualquier conflicto de intereses la puede convertir en una pelea de lobos.

La cohesión colectiva que se deriva de la cualidad específica humana, que es la experiencia

absoluta de la realidad, no pasa por la sumisión de los miembros del colectivo a las mismas creencias fijadas, ni pasa porque todos los miembros de la sociedad tengan el mismo sistema de creencias a la hora de interpretar, valorar y actuar en el medio; pasa por un conocimiento explícito, concienciado y expresado de la realidad en su aspecto absoluto, de cuyo conocimiento se deriva el desapego con respecto al conocer y sentir de la realidad en función de mis intereses.

Del desapego, en grado mayor o menor, se sigue la libertad y de la libertad se sigue la  posibilidad de interesarse verdaderamente y de amar a los otros por ellos mismos.

La cohesión colectiva que se apoya en la libertad, en el interés mutuo y en amor, es profunda y

sólida.

La cultura sin el cultivo de la experiencia de absoluto, y su secuela -el desapego que provoca, la

libertad y el interés por personas y cosas-, resulta ser una cultura de depredación de personas y de la naturaleza.

Una cultura de pura depredación corre el riesgo de destruirse a sí misma. El egoísmo de la

depredación carece de interés y de amor, si no es por sí mismo.

El desinterés y el desamor son destructivos.

Por el contrario, una cultura fundamentada en la experiencia explícita y cultivada de lo absoluto, está iluminada por el desapego. El desapego libera de la egocentración porque muestra, primero, la irrealidad de los objetos y los sujetos y muestra, segundo, al Único, al “no-dos”, “lo que es”. Ese conocimiento y sentir aboca al interés incondicional por todas y cada una de las formas en las que se presente ese “no-dos” único.

El interés incondicional es lo mismo que el amor incondicional.

Fomentar en la cultura el conocimiento explícito y el cultivo de esa cualidad específica humana,

que es la experiencia absoluta de la realidad, es fomentar y fundamentar el interés de las personas y los colectivos por todo. Un interés que es veneración, respeto y amor.

Y donde hay veneración, respecto y amor, hay equidad y justicia.

Sin el conocimiento y el cultivo de la experiencia de la dimensión absoluta de la realidad, que es la experiencia del “no-dos” de todo, no hay más que depredación. Donde sólo hay depredación, sólo hay egoísmo.

Donde sólo hay egoísmo no puede haber ni equidad ni justicia.

No hay ningún sistema de leyes que pueda imponer el distanciamiento que se requiere para que sea posible la existencia del interés por personas y cosas. Si la depredación y la egocentración subsisten como criterio primario de una cultura, todas las leyes, por más justas y equitativas que sean, se escamotearán, no serán eficaces.

El cultivo de la experiencia del “no-dos” de la realidad es el cultivo del espíritu de moralidad. El interés y el amor incondicional por todo, cosas y personas, que promueve esa experiencia absoluta, encuentra siempre la manera de actuar correctamente, con justicia, equidad y benevolencia, sean las leyes sociales justas o no lo sean.

Si ese espíritu de moralidad falta, porque falta el conocimiento que engendra el desapego que, a

su vez, rompe la egocentración y abre las puertas al interés y al amor, no habrá equidad ni justicia, incluso con leyes equitativas y justas.

La experiencia absoluta de la realidad sin religiones

En el pasado, las religiones, poco o mucho, mal que bien, cultivaron en las sociedades la

experiencia absoluta de la realidad. Con ello fomentaron el desapego, con todas sus secuelas positivas.

Fueron el factor principal de cultivo de la cualidad específica humana. Así, los individuos y los colectivos pudieron mantener la doble experiencia de lo real de forma explícita y pudieron fomentarla.

Las religiones, desde que el hombre es hombre y hasta la generalización de la vida industrial,

fueron el factor principal, no único, de humanidad, porque fueron las que cultivaron la experiencia o el vislumbre de la experiencia absoluta de la realidad.

Cuando llega la generalización de la industrialización y desaparecen los restos de vida

preindustrial, colapsan los sistemas míticos, simbólicos y rituales de programación colectiva. Con ello, entran en una grave crisis las religiones. Crisis que las llevará a desaparecer, como formas de vivir la dimensión absoluta de la realidad, en las sociedades industriales.

Donde no hay ningún género de experiencia de la dimensión absoluta de la realidad, aunque sea oscura y sólo en vislumbre, no hay condición humana.

Lo que es específico de nuestra especie, lo que nos diferencia de los restantes animales es la doble experiencia de la realidad.

Si no se diera más que la experiencia de lo real que articula, estructura y gobierna la necesidad,

estaríamos reducidos a condiciones prehumanas.

Aún contando con la completa desaparición de las religiones en las sociedades industriales

desarrolladas, no se daría la completa y total desaparición de las condiciones de humanidad, mientras se de el cultivo de las ciencias y las artes, porque su ejercicio y planteo supone siempre un grado u otro de experiencia o vislumbre de la dimensión absoluta y no relativa de la realidad.

Esa experiencia de lo real jamás se identifica o se agota con las formulaciones de la ciencia o las

expresiones de las artes; siempre está ahí como un horizonte hacia el que se puede caminar y que jamás será alcanzado.

Pero ¿basta la experiencia de lo absoluto que está implícita en el cultivo de las ciencias y las artes, para evitar que la cultura humana se convierta en una cultura completamente depredadora?

No parece; entre otras razones porque el cultivo de ciencias y artes, que activa el supuesto

absoluto de su cultivo, no llegará nunca a la gran mayoría de los hombres y mujeres, ni siquiera en las sociedades más desarrolladas. Las sociedades de conocimiento viven de crear ciencia y tecnología y a través de ellas crear nuevos servicios y productos. Ni siquiera en esas sociedades todos sus miembros cultivan el tipo de quehacer científico que activa el supuesto absoluto.

No parece, pues, bastar el sólo supuesto absoluto que implica la práctica de las ciencias y las artes, para salvar a todos los individuos y a los colectivos de las nuevas sociedades de caer en la pura cultura de depredación.

Por consiguiente, hay que concluir que es preciso llegar a un cultivo, de forma explícita, de la

experiencia absoluta de lo real. Las formas de ese cultivo en las sociedades de conocimiento no podrán ser las formas religiosas del pasado.

Ese cultivo explícito es imprescindible para el buen funcionamiento de la sociedad humana, y

especialmente es imprescindible para el buen funcionamiento de las sociedades dinámicas de

conocimiento. Y es, además, la oferta de la dimensión específicamente humana, la experiencia absoluta de la realidad, para su pura indagación y su conocimiento gratuito, sin interés ninguno.

Ese cultivo desinteresado es nuestra más bella posibilidad. En esa experiencia nuestra humanidad se realiza y se trasciende.

¿De qué hablan las milenarias tradiciones religiosas de la humanidad, a los hombres y mujeres de las nuevas sociedades de conocimiento?

Ya no hablan de religiones.

Ya no hablan de creencias.

Tampoco nos hablan de proyectos de vida venidos de los dioses.

Ni nos revelan verdades formuladas.

Nos hablan de una dimensión de nuestro conocer y sentir que es propia y exclusiva de nuestra

especie; una dimensión que es gratuita para nuestro vivir y que es absoluta.

Nos hablan de nuestra cualidad específica: la doble experiencia de la realidad.

Nos hablan de esa cualidad de nuestro conocer y sentir que hace que todo objeto y todo sujeto de nuestro conocimiento muestre la inmensidad de su trasfondo. Trasfondo que es su auténtica realidad.

Nos hablan de la cualidad del conocimiento gratuito y absoluto. Ese conocimiento es una

profunda resonancia sin límites, que hace que el que conoce no se sienta amenazado por nada sino, por el contrario, se sienta anclado en la realidad absoluta; es un conocimiento que hace que el que conoce pierda toda desconfianza y se abra a la entrega sin reservas a eso único que se dice con claridad en todo conocer y sentir.

Esa cualidad del conocer y sentir destruye el egoísmo y abre a un amor incondicional a todo.

Esa cualidad del conocer y del sentir, -que no es ningún nuevo conocimiento y ningún nuevo

sentir, sino una clara resonancia de absoluto- conduce a la paz y a la ecuanimidad, porque al romper la clausura del ego sobre sí mismo, elimina la fuente de todo deseo y de todo temor.

Esa cualidad del conocer y del sentir logra que todo conocimiento y todo sentir de delimitaciones objetivas y subjetivas, de formas y de dualidades, sea conocimiento y sentir del “sin límites”, del “sin forma”, de lo “no-dual”.

Así dualidad y no dualidad se hacen uno; forma y no forma se hacen uno; delimitaciones objetivas y subjetivas y sin límites, vacío de toda objetividad y toda subjetividad, se hacen uno; relativo y absoluto se hacen uno.

Esa unidad es la raíz de la paz, es la firmeza en medio del movimiento de todo y de sí mismo, es la felicidad en medio del nacer y el morir.

Para cultivar esa cualidad específica, que es la dimensión absoluta de nuestro conocer y sentir, las tradiciones ofrecen unos pocos procedimientos centrales.

Podríamos resumir su enorme riqueza en los siguientes capítulos:

-Lectura meditada de los grandes textos y maestros del cultivo de esa dimensión absoluta de la realidad.

-Práctica de procedimientos metódicos e inteligentes de aproximación a la experiencia de esa dimensión de la realidad. Los métodos y prácticas operan desde la mente, desde el sentir y desde la acción, con el actuar desinteresado en favor de otros.

Esos métodos, en esquema, serían:

-Fomentar el interés incondicional por todo. Lo significaremos con la letra “I”

-Fomentar la distancia y el desapego de las situaciones y de las cosas. Lo significaremos con la letra “D”.

-Fomentar el silenciamiento interno de mente y de sentir al acercarnos a las realidades, para que

puedan decir lo que tienen que decir y no lo que nuestra necesidad les impone que digan. Lo significaremos con la letra “S”.

La lectura meditada y atenta de los grandes textos de sabiduría, más la práctica de IDS, permitirán el cultivo explícito de nuestra cualidad específica, imprescindible para nuestra humanidad y para nuestras organizaciones; y nos permitirá, a la vez, adentrarnos en el conocimiento y el sentir de esa dimensión absoluta de lo real, en una indagación que no busca resultados sino la dicha de un caminar y navegar perpetuo.

Así podremos rescatar la riqueza de las tradiciones milenarias de sabiduría.

Así podremos ser fieles a la tradición, sin vernos forzados a ser lo que nuestras condiciones

culturales no impiden ser: hombres religiosos y creyentes.

Podremos cultivar la espiritualidad, en el más riguroso y profundo sentido, con todas sus

consecuencias individuales, sociales y culturales, sin religiones, sin creencias, en unas completas

condiciones de vida laica, sin heteronomías ni sumisiones.

En las sociedades de innovación y cambio continuo ya sabemos que construimos nosotros mismos todos nuestros patrones de vida, sabemos que somos completamente autónomos en esa construcción; pero podemos aprender de las tradiciones a discernir el espíritu de verdad, a someternos a él en una sumisión que no es a formas o fórmulas sino sólo a su soplo. Ese soplo absoluto e indecible, que engendra interés por todo, es la guía.