Una espiritualidad laica

 

Mi investigación intelectual y mi camino interior se han implicado mutuamente hasta formar una unidad.
Recibí una educación católica.
Estudié con dedicación música y piano en la Escuela de Música del Liceo. Quizás esto contribuyó a educar mi sensibilidad.
Pronto me interesé por el camino espiritual. Sin embargo, también pronto empecé a sentirme incómodo con la forma en que se vivían las narraciones sagradas, mitos, rituales y, en general, con la manera de plantear la vida espiritual. Sufrí esa incomodidad profunda durante años, pero fui incapaz de teorizarla ni de enfrentarme a quienes sabían más que yo. Pero estaba convencido que lo que experimentaba no era un problema personal, que muchas personas estaban en mi misma situación

Cuando me licencié en filosofía, como continuaba mi interés por la música, hice el trabajo final de licencia sobre las transformaciones del lenguaje musical en los compositores de vanguardia.
Me licencié en teología. Durante los estudios, la incomodidad de mi sentir creció. Aunque busqué alguna salida teórica a mi problema, no di con ella. Ya no me cabía ninguna duda de que el problema que me preocupaba no era sólo mío.
Por entonces se me ocurrió la idea de que quizás se había producido con respecto al lenguaje religioso unos desplazamientos en la sensibilidad y modos de concebir como los que se habían producido en la música. La evolución drástica del lenguaje musical desde finales del XIX y durante la primera mitad del siglo XX mostraba que la sensibilidad se había desplazado. Las transformaciones de la pintura también parecían apuntar a lo mismo.
El desplazamiento de la sensibilidad podía ser una explicación para mi incomodidad. Si la sensibilidad se había desplazado, era de suponer que también se habría desplazado la manera de vivir y pensar. Las formas de vivir, concebir, organizar y vivir el cristianismo no lo habían hecho a la par. Ahí tendríamos la clave del problema.
Con motivo de mi tesis doctoral en filosofía me puse a investigar desde qué disciplinas podría encontrarse una pista para solucionar el problema.
Me acerqué a todas las disciplinas que podían estudiar los símbolos. Empecé por el Psicoanálisis. Pero lo que el psicoanálisis trataba eran los mundos simbólicos de la patología. C. Jung tenía una pretensión más social pero situaba los símbolos y mitos en un ámbito transhistórico y mi problema era precisamente las transformaciones históricas.
Pensé que quizás los estudios científicos del lenguaje podrían ser una vía. La teoría del lenguaje desde el positivismo lógico o desde la teoría de la ciencia podían tener algo que decir en este asunto. Me llevó tiempo advertir que no era así, porque esas disciplinas ponían entre paréntesis las cargas axiológicas de los términos, lo que yo debía estudiar.
Decidí que tenía que entrar en la lingüística. Empecé por la lingüística alemana, seguí por la francesa, de moda en aquellas épocas, y acabé en el generativismo norteamericano.
Pero fue en la lingüística de Hjemslev y Greimas y en la teoría de actantes de Propp encontré los instrumentos que necesitaba para el análisis semántico de los mitos y los símbolos.
Si la sensibilidad con respecto a las formas religiosas había cambiado, tenía que ser porque habían cambiado las formas de vivir. Tenía que existir una conexión y correspondencia entre las formas de vivir de los grupos humanos, sus formas laborales de sobrevivir en el medio y sus formas de organizarse, con las transformaciones de la sensibilidad y las maneras de pensar.
Para averiguar si había correspondencia y dónde estaba la clave de esa correspondencia había que llevar a la par un análisis semántico de los mitos y símbolos y un análisis de las estructuras laborales y sociales en los mismos grupos.
Los datos antropológicos y etnológicos daban que los modos capitales de sobrevivir de nuestra especie a lo largo de la historia no han sido tantos. Hubo una gran época de cazadores-recolectores, otra de pequeños grupos de cultivadores de huertos, le siguió la etapa de la gran agricultura de estructura autoritaria. Contemporánea con esa gran agricultura, estaban los grupos humanos de ganaderos. Después venían los modos industriales de vida y finalmente los postindustriales de las llamadas sociedades de conocimiento porque vivían de la creación continua de conocimiento y tecnología. Evidentemente, no todos los pueblos habían recorrido todos los estadios.
Era cuestión de llevar a la par un doble análisis: el semántico de los mitos y símbolos y el de las estructuras laborales y sociales. Había que analizar primero las sociedades preindustriales porque en ellas habían aparecido, se habían formado y desarrollado todas las grandes tradiciones religiosas de la humanidad.
Lo que daban los datos era que a modos fundamentalmente idénticos de sobrevivir en el medio, v. gr. por la caza y recolección, o desde la agricultura autoritaria, etc. correspondían símbolos y mitos enormemente parecidos. Análisis posteriores, semánticos y laboral-sociales, me mostraron que aunque externamente eran sólo parecidos, en su estructura profunda eran idénticos.
Los análisis pusieron al descubierto que las formas centrales de sobrevivir, que el acto o actos centrales con los que se sobrevivía en el medio funcionaban, en el nivel lingüístico, como paradigmas desde los que se construían los mitos y desde los que se interpretaba la realidad, se la valoraba y se organizaba el grupo. La acción central con la que los grupos vivían se convertía en el paradigma de la totalidad del mundo mítico y del modo de vida.
Se daba, pues, una correspondencia entre las formas con las que los vivientes humanos obtenían del medio lo necesario, y sus mundos simbólicos. Y la clave de la construcción estaba en la correspondencia entre las operaciones centrales con las que se sobrevivía y los núcleos centrales mítico-simbólicos y rituales. Pueblos que vivían de unas mismas maneras fundamentales, tenían mundos míticos idénticos en un análisis semántico que apuntara a su estructura profunda.

Es más: los mitos y ritos funcionaban como el aparato programador del grupo. Los mitos, los símbolos y los rituales eran el software de las sociedades preindustriales.
La finalidad de mitos símbolos y rituales no era religiosa sino programática, constitucional. Si eso era así, la aparición de las sociedades industriales tendría que suponer una transformación de los sistemas de programación colectiva. Así es. Las sociedades industriales, desde su aparición emprendieron la tarea de substituir la programación a través de las narraciones sagradas de los mitos y los símbolos por la programación ideológica y científica. Más tarde, la aparición de las sociedades de innovación continua supondría, a su vez, la crisis de las ideologías y la aparición de una nueva forma de programación colectiva: la creación de postulados y proyectos colectivos a los que los individuos y los grupos se adhieren libremente.
Las religiones se formaban, expresaban, ritualizaban y organizaban en y desde esas estructuras preindustriales de programación. Eso suponía, tal como podía comprobarse, que a cambio de modo de vida, correspondía cambios de mitos, símbolos, rituales, en una palabra, cambio de religión. Las que podíamos llamar formas emparentadas con el yoga escapaban a esta ley de transformaciones culturales.
La aparición de las sociedades industriales y postindustriales tenía que suponer el inicio de la progresiva marginación de la religión, como forma de vivir las dimensiones más radicales humanas propias de sociedades ya periclitadas.

La aparición de las sociedades de innovación continua, postindustriales, inteligentes, de conocimiento o informacionales (todos esos nombres se ha dado a los nuevos colectivos industriales) ha puesto en claro otra mutación importante en la estructura ideológica de las sociedades.
Las sociedades preindustriales vivieron haciendo fundamentalmente lo mismo durante milenios. Utilizando la imagen informática, construyeron a lo largo de milenios un programa viable y verificado y bloquearon cualquier posible transformación de importancia o cualquier alternativa. El mecanismo programático de bloqueo era la creencia que ese proyecto de vida procedía de Dios, los dioses, o los antepasados sacralizados. Así pues, las sociedades que debían excluir todo cambio se fundamentaban sobre creencias. Entendemos por creencias la sumisión incondicional a formas, formulaciones, modos de pensar, sentir, actuar y organizarse que se asumen y a las que individuos y grupos se someten.
La creencia, en sí misma, no es un hecho con pretensión religiosa, es un procedimiento central de programación de las sociedades que viven de hacer lo mismo y de excluir el cambio. La creencia es uno de los ejes del software de las sociedades estáticas. La fe, el “toque” (en expresión de S. J. de la Cruz) del Absoluto es lo que dotaba a la creencia de dimensión religiosa. La apertura, la confianza, la entrega y el “toque” de la fe no tenían otra posibilidad de expresión que las formulaciones de las creencias centrales del programa.
En una sociedad articulada en torno a creencias, la vida interior se pensaba, vivía y expresaba en creencias. No había otra posibilidad. Las sociedades industriales fueron de tránsito, porque no vivían de la innovación continua. No se interpretaron como móviles, excepto en las ciencias y tecnologías, aunque, en el tiempo de su duración, cambiaron con frecuencia.
Las sociedades informatizadas, de innovación continua de servicios y productos, suponía creación continua de ciencia y tecnología, por tanto, cambio continuo de las formas de interpretar la realidad y de las formas de trabajar. Los cambios tecnológicos y los cambios en las formas de trabajo, arrastran modificaciones continuas en las organizaciones y, por tanto, en los sistemas de cohesión de los grupos, en los proyectos y finalidades colectivas. En este nuevo tipo de sociedades, todo cambia continuamente.
Es más, la programación colectiva, el nuevo software, debe motivar la creación y el cambio continuo, porque esa es la clave del éxito económico. Por esta razón debe excluir las creencias, porque fijan la interpretación, la valoración, las formas de actuar y organizarse, los proyectos colectivos.
Por consiguiente, en las nuevas circunstancias hay que separar las que hasta ahora hemos llamado “dimensiones religiosas de la existencia” de las “creencias”.

Este ha sido el tránsito seguido en las nuevas sociedades: La religión de las sociedades preindustriales venía mediatizada por un programa colectivo agrario, autoritario, patriarcal, estático porque excluía todo cambio y alternativa, por tanto fundamentado en creencias y sumisión, exclusivo, excluyente y local. A ese paquete de rasgos se ha llamado en Occidente “religión”.
La Religión, en las sociedades preindustriales y en los sectores preindustriales de las sociedades industriales y en los sectores de la humanidad que no han entrado ni las sociedades ni el las postindustriales, hicieron y hacen el papel de vihiculadoras de la Gran Dimensión de la existencia, la Dimensión Sagrada, y de incitadoras y guías del camino interior.
En las nuevas sociedades, lo que vehiculaba la Religión en formas preindustriales, el camino espiritual, la vía interior, deberá poderse expresar en programas que deben motivar la creación continua y el cambio continuo, la democracia, programas que deben excluir el patriarcalismo, las creencias, porque fijan, los exclusivismos y las exclusiones, porque se trata de sociedades globales.

Las sociedades preindustriales estructuraban el presente y el futuro repitiendo el pasado. Las nuevas sociedades deciden el presente diseñando, proyectando el futuro y sólo aprendiendo del pasado; porque en sociedades de creación y cambio continuo el pasado no puede repetirse.
Por tanto, las nuevas sociedades son laicas y sin creencias; y esas características no son fruto de infidelidad, degradación o maldad sino consecuencia ineludibles de las transformaciones de las maneras de sobrevivir de los grupos humanos.
Estos son los hechos, y no parece probable que puedan tener marcha atrás. Mi condición de profesor del departamento de Ciencias Sociales de una Escuela de Empresarios (ESADE), me forzó a mantener los pies en el suelo y a aceptar las cosas tal como vienen. Este nuevo modo de vida de nuestra especie no es en sí mismo ni bueno ni malo, todo depende de cómo lo gestionemos.

Si las tradiciones religiosas no pueden ofrecer a las nuevas sociedades nada envuelto en creencias y sumisiones, ¿qué ofrecerán y cómo?
Me puse a estudiar las grandes tradiciones religiosas de la humanidad desde las condiciones culturales de la nueva situación. Empecé estudiando las tradiciones culturalmente más lejanas, para que mis propias creencias no se interfirieran, el hinduismo, el budismo. Según mi investigación avanzaba me aproximé a las religiones occidentales, primero el islam, después Israel y por fin los grandes místicos cristianos. En este estudio me interesé por la profundidad del mensaje más que por las doctrinas y creencias en las que se expresaba.
Estuve trabajando sólo durante años, estudiando los grandes textos y los grandes autores de las tradiciones. Poco a poco se fue sumando gente a mi estudio. Durante más de 15 años nos hemos reunido un grupo de personas semanalmente para estudiar en común el contenido de los grandes textos.
Este trabajo individual y en grupo ha forzado y posibilitado la sutilización, el refinamiento de las facultades, la libertad de toda forma y la aproximación silenciosa al “sin forma” de toda forma. Comprendí que mi investigación intelectual había sido también una indagación religiosa, un camino interior, aunque no siempre había sido consciente de ello. En el futuro ya no podría separar una cosa de la otra.

Quedaba claro lo que la riqueza de la tradiciones religiosas podía ofrecer a las sociedades de cambio continuo, laicas y sin creencias: otra dimensión de la existencia, una dimensión que es una cualidad peculiar del vivir, que consiste en una transformación que pasa por el silenciamiento de la egocentración en el pensar, en el sentir y en la actuación.
El silencio y la alerta conducen de la egocentración a la gratuidad y el amor incondicional por todo, de la pluralidad a la unidad.
A las sociedades que viven de la creación continua de conocimientos y tecnologías, y a través de unos y otras de la creación continua de nuevos servicios y nuevos productos, las tradiciones ofrecen otra dimensión del conocimiento: el conocimiento desde el silencio completo de la egocentración, el conocimiento silencioso que es conocimiento del “no dos”, del “no otro” “del que es”, que es un conocimiento en el que la dualidad de sujeto y objeto, yo y lo otro se ha silenciado.
En la nueva sociedad, los hombres construimos y gestionamos todos los aspectos de nuestra vida. Ese es nuestro riesgo. Nunca antes la humanidad se había enfrentado a un tal riesgo. Ya no tenemos proyectos de vida acreditados que vengan del pasado y que desciendan de los cielos. Tenemos que diseñar y proyectar nosotros mismos nuestro futuro. De la calidad de ese proyecto dependerá qué haremos con el poder de nuestras ciencias y tecnologías, qué haremos de nuestra vida de hombres sobre la tierra y qué haremos de la tierra misma. Ya no hay manera de eludir esta situación y esta responsabilidad.
Necesitamos de calidad, especialmente necesitamos la calidad que ofrecen las grandes tradiciones religiosas de la humanidad. Necesitamos de esa cualidad peculiar, que es cualidad profunda sin estar ligada formas, capaz de interesarse y amar incondicionalmente a todo. Nos es más necesaria que nunca porque primero, vale por sí misma y sería un crimen atroz no rescatarla para las nuevas circunstancias y las nuevas generaciones y, segundo, porque tenemos que poder mantener el equilibrio psíquico y humano en sociedades que cambian continuamente todas sus formas.
Sin esa cualidad, que no puede regirse por las formas del pasado porque no las puede repetir, ni tampoco por las del futuro porque aún no existen, no podríamos gestionar de manera conveniente ni nuestro presente ni nuestro futuro, ni nuestra vida en la tierra ni la vida de la tierra misma.

Por la manera de ser de las sociedades preindustriales, teníamos ligadas a creencias intocables, exclusivas, excluyentes, a las cuales se debía sumisión, la lectura y la comprensión de las escrituras, las narraciones sagradas, los mitos y rituales, los grandes textos y autores. La vida interior debía no salirse de esos patrones. Por ello, en Occidente, la mística que aproxima al “sin forma” y libera de toda forma, se vio seriamente dificultada y marginada.
En las nuevas condiciones culturales hemos tenido que aprender a acercarnos a todas las escrituras, textos sagrados, narraciones, mitos y rituales, despojados de sumisión a creencias intocables, exclusivas y excluyentes. Eso facilita la comprensión del mensaje profundo de todas las tradiciones. Desde ahí todas las tradiciones abren sin dificultad sus inmensas riquezas y las ponen al alcance de todos los modos de vida y de todas las culturas. Ese es un buen fruto de las sociedades laicas, sin creencias y globales.
Cuando las creencias no ponen barreras, las tradiciones manifiestan con claridad su radical unidad. Esa unidad ha mostrado que en las tradiciones ya no hay mía o tuya, todas son legado de todos, todas están al alcance de todos. No se trata de sincretismo ni de relativismo. La verdad puede decirse de muchas maneras; el diamante tiene muchas caras. Podemos aprender y ser guiados en nuestro trabajo personal por las tradiciones sin que ello suponga sincretismo, como podemos aprender y ser guiados por los poetas de toda la humanidad en la propia búsqueda de la poesía sin, por ello, seamos acusados de sincretistas. Todo dependerá de la madurez y coherencia con que se usen las tradiciones.

Esta es la situación: las nuevas sociedades, porque se ven forzadas a existir sin creencias, laicas y globales, pueden acercarse a todas las tradiciones religiosas de la historia de la humanidad, sin enfrentamientos ni externos ni internos, sin que las creencias supongan barreras a la comprensión de las enseñanzas de las tradiciones. Así se ven incitados y empujados a usar formas para trascenderlas y aprender desde ellas a discernir al “sin forma” en toda forma.
Se abre pues, una nueva manera de recorrer el camino interior para los hombres de las nuevas sociedades: un camino que se sirve de todas las tradiciones como propias. Puesto que no puede, ni debe, excluir ninguna, debe aprender a usar y trascender las formas de cada una de ellas; debe poder aprender de todas y trascenderlas a todas; debe aprender las características y lógica interna de cada una de las tradiciones para no hacer mezclas incoherentes.
Las personas de las nuevas sociedades, que no pueden repetir el pasado y no pueden vivir de creencias, han de vivir de proyectos que son diseños de futuro, construidos por ellas mismas, a propio riesgo. Estas condiciones les impiden, (en buena lógica, con esquizofrenias interiores todo es posible), someterse a las creencias que proponen las tradiciones; sin creencias, ninguna se puede poner por encima de las otras, si no es por una calidad imposible de reducir a fórmulas; ninguna puede excluir a otra; todas muestran su intención profunda y, con ello, la radical unidad con todas las otras.
El descubrimiento de la unidad profunda de todas las tradiciones, desvela la razón por la que cada una de ellas debe ayudar a todas las otras y las debe venerar; desvela la razón por la que todas deben aprender de todas.
Esta situación de confluencia empuja a no confundir el camino interior que conduce al silencio completo de la egocentración y la alerta, que es un camino al “no dos”, al “no otro”, al “sin forma”, con la sumisión a creencias.
Así, el camino interior y toda la riqueza de las tradiciones religiosas de la humanidad están abiertas a los hombres de las nuevas sociedades de creación y de cambio continuo, laicas y sin creencias, sin que recorrer ese camino tenga que suponer tareas imposibles, tenga que suponer volver a las viejas creencias y afiliaciones y sin que fuercen a tener que marginarse de las nuevas sociedades de conocimiento.

Si aceptamos el término “mística”, a pesar de las ambigüedades que su uso despierta, podríamos decir que se abre la posibilidad de una mística laica y sin creencias, dispuesta a aprender de todas las tradiciones religiosas de la humanidad. A mí me gusta más hablar de un camino interior desde la sociedad que hay, una sociedad de creación continua, laica, sin creencias y global.
En menos de 15 años hemos pasado de una sociedad mixta compuesta de un sector preindustrial y otro dominante industrial, a otra sociedad mixta compuesta, esta vez, de un sector todavía muy amplio industrial y otro sector, minoritario pero influyente y decisivo, postindustrial. Eso supone que las afirmaciones que he hecho valen especialmente para los sectores postindustriales pero también, de alguna forma, para el resto de la sociedad, porque es el sector postindustrial el que impone a la globalidad la nueva lógica, tanto en la economía, la política como en las comunicaciones y la cultura.
Desde hace 3 años hemos fundado un Centro para el Estudio de las Tradiciones Religiosas. El trabajo que durante años hemos estado haciendo en privado lo ofrecemos ahora al público.
En nuestro Centro cultivamos una aproximación a las grandes tradiciones religiosas, no tanto desde sus creencias y doctrinas sino desde sus grandes textos y maestros. La aproximación, aunque se hace con toda la seriedad académica posible, no tiene voluntad erudita. Se pretende aprender y enseñar a ponerse en contacto inmediato y directo con los grandes textos de las diversas tradiciones.
Queremos que nuestro Centro se parezca más a una Escuela de Música que a una Facultad de Ciencias de la Religión. Estudiamos para aprender y aprender a practicar. Queremos que el trato inmediato con los grandes textos muestre cuál es el camino a recorrer y cómo recorrerlo; aprendiendo a escuchar el mensaje de los textos y autores, recibimos su incitación y su empuje.
Nuestra aproximación a los textos es siempre desde una actitud laica, sin creencias y global, es decir, consideramos todas las tradiciones como propias.
También pretendemos aprender a hacer silencio interior, en sesiones prácticas, usando los principales métodos propuestos por las tradiciones. Cada tarde de lunes a viernes hay se practica el silencio en nuestro Centro.
Organizamos unos pocos fines de semana al trimestre fuera de la ciudad, con la misma finalidad.
Tanto en un caso como en otro, pretendemos que las personas de las nuevas sociedades, laicas y sin creencias, aprendan la riqueza del silencio de las grandes tradiciones sin que ello comporte reincorporarse a las religiones establecidas ni volver a ser creyente. Quien quiera, puede hacerlo, con completa libertad.
Disponemos de una Biblioteca para que quien esté interesado pueda venir a leer los grandes autores y los grandes textos en nuestro Centro.
Organizamos cursos y conferencias sobre las continuas transformaciones de la sociedad, en lo económico y político, en lo social, en las ciencias y las artes, para mantener un contacto vivo con lo que ocurre. El riesgo de ensimismamiento es real y llevaría a hacer perder pie. Creo que un camino interior que no sepa en qué mundo vive, tiene algo de irreal y podría acabar siendo una huida o una ensoñación.

La nueva sociedad tiene muchas actitudes e ideas acríticas, pero eso no son creencias; tiene muchas cosas que considera como valores intocables, sin que esa intocabilidad sea fruto de reflexión y análisis, pero eso no son mitos. En el pasado los mitos y las creencias fueron riqueza. Las actitudes acríticas y las opiniones y actitudes intocables por falta de lucidez son pobreza.
Por eso afirmamos que las nuevas sociedades son sociedades sin creencias, laicas, sin afiliaciones reales, globales porque las ciencias y las técnicas, la economía, las comunicaciones y el ocio son universales, porque todos los grandes textos de las tradiciones y las tradiciones mismas están ya presentes en nuestras librerías y en nuestras ciudades.
Estas son nuestras condiciones de vida. Es improbable que hagamos marcha atrás. No toda la humanidad está en estas condiciones, pero todos están mediatizados por ellas, y si las cosas no van demasiado mal, esperamos que se incorporen a ellas.
En estas condiciones de vida hemos de recoger todo el inmenso depósito de enseñanzas de las tradiciones y de los maestros sobre el camino interior. Ese camino sólo podremos recorrerlo desde las condiciones reales de vida, no desde las que añoramos o deseamos. Aceptar lo que existe es el primer principio del amor, que es la condición del conocimiento. Aceptar lo que es, como es, no es una actitud conformista sino la condición previa para mejorarlo.
En nuestra situación cultural hay algo ya inevitable: vivir de la continua creación de ciencia y tecnología y, a través de ellas, de la continua creación de productos y servicios. Todo el resto es evitable. El venerable camino de nuestros antepasados deberá recorrerse en estas condiciones. La calidad que con ese caminar adquiramos contribuirá poderosamente a que se gestione convenientemente la marcha, llena de riesgos, de la nueva cultura.
La calidad que en nuestro caminar interior consigamos será de un ecumenismo completo. Y el ecumenismo será completo porque es laico y sin creencias, porque es una mística laica.

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