Quina “saviesa” per al segle XXI? Reflexions

Article publicat a la Revista Iglesia Viva (nº 258: Jóvenes en la encrucijada (estiu 2014)).
Durant el mes de febrer va tenir lloc a Silicon Valley (Califòrnia), al centre neuràlgic de la innovació tecnològica, la tercera edició de la trobada anual Wisdom 2.0., unes jornades en les què els fundadors de Facebook, Twitter, eBay, etc, així com directius d’empreses com Google, Microsoft, Cisco… es van reunir amb experts en meditació i en atenció plena, amb psicòlegs i professionals de diferents ciències humanes per reflexionar…

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¿QUÉ SABIDURÍA PARA EL SIGLO XXI? Algunas reflexiones

Teresa Guardans

 

En el mes de febrero tuvo lugar en Silicon Valley (California), en el centro neurálgico de la innovación tecnológica, la tercera edición del encuentro anual Wisdom 2.0., unas jornadas en las que los fundadores de Facebook, Twitter, eBay, etc., así como directivos de empresas como Google, Microsoft, Cisco… se reunieron con expertos en meditación y en atención plena, con psicólogos y profesionales de distintas ciencias humanas, para reflexionar –según anunciaban– sobre cómo desarrollar lazos profundos con la realidad y con los demás, cómo orientar las vidas y los sistemas de trabajo al servicio del bienestar del Planeta y de todos los seres. En el programa de este año se podía ver, por ejemplo, a un monje benedictino presentando el tema de la gratitud.

            Wisdom 2.0, nació en 2012 bajo el impulso de Arianna Huffington (Huffington Post), y reúne cada año a miles de participantes interesados -de una forma u otra- en el desarrollo de la sabiduría hoy: “sabiduría 2.0”, la sabiduría en la era digital. Sería muy fácil descalificar iniciativas como ésta, etiquetándolas de “americanadas”, de mercantilización de la espiritualidad, o cosas por el estilo. Personalmente, creo que son una llamada de atención en relación a un gran reto colectivo: la necesidad de una  gestión consciente de la dinámica de cambio e innovación en todos los órdenes. De la noche a la mañana la vida humana ha dado un vuelco de 90°. Urge ahora dotar de “humanidad”, de sabiduría, a ese nuevo escenario de vida que avanza imparable.

            ¿De qué hablamos cuando hablamos de “sabiduría”? Nos referimos a madurez humana, a una actitud ante la realidad basada en un profundo interés por todo y por todos, que va más allá de los límites que impone la mirada regida por la necesidad –por el beneficio personal, del ámbito que sea–. Sabiduría tiene que ver con aquel silencio del yo que capacita para abrir los ojos y los oídos a la presencia del otro porque está ahí, al existir que nos rodea y del que formamos parte. Implica comprensión desde lo hondo, aceptación, valoración, certeza, amor, compromiso, generosidad.

            Presente en cualquier época y lugar, la sabiduría no caduca. Los conocimientos sí. Los conocimientos son el fruto y el soporte de los modos y las artes de sobrevivencia y van dando forma a los distintos escenarios culturales. La sabiduría no tiene edad; como el amor, o la belleza, tan vigente es la de ayer como la de hace tres mil años. Un saber que no tiene que ver con la suma de conocimientos, es de otro orden; sería más un “estado” de maduración humana. Sus frutos no tienen edad, pero su cultivo, sus formas de expresión y de comunicación, el acceso a las fuentes, se lleva a cabo –siempre–  en unas condiciones culturales y sociales concretas. Y éstas son las que han dado ese giro radical que nos lleva a preguntarnos qué peculiaridades deberá tener en cuenta el desarrollo de la sabiduría en, para, el siglo XXI.

 

 

Algunos rasgos del nuevo escenario

Google y otras empresas punteras ofrecen cursos de meditación a sus empleados; presentan la meditación y el cultivo de la atención plena (mindfulness) como solución a muchos de los retos que tienen planteados, tanto en relación a la orientación empresarial como en relación a la salud y a la motivación de los trabajadores. Ese es también el eje de las jornadas mencionadas. Y no les falta razón cuando detectan la importancia de la atención; vemos que se relaciona con, al menos, tres facetas del cambio que vivimos: con la naturaleza de nuestra relación con la realidad, con cómo la interpretamos y con cómo intervienen nuestras capacidades en esa relación.

            El interés por algo o por alguien lo despierta el contacto, la proximidad, no los datos en una ficha, ni una fotografía. Durante milenios los seres humanos han seguido los ritmos de las noches y los días, del paso de las estaciones; han luchado contra, gracias a, a pesar de… las condiciones naturales; han pasado horas y horas en contacto directo con el latir de la vida en el Planeta para poderse cobrar una pieza, para poder lograr una cosecha o mantener con vida al ganado. Conocimiento utilitario y proximidad con las tramas de la existencia iban a la par. Mente y sentir, razón y atención se apoyaban mutuamente.

            Para “cobrarnos una pieza” –para ganarnos la vida– en la sociedad de la información y del cambio continuo no necesitamos para nada saber de las lunas o de los vientos. Nuestro hábitat se aleja día a día del entorno natural y más ámbitos de nuestra vida se desarrollan en la realidad virtual, en esa nube de redes de información y comunicación en la que trabajamos, nos relacionamos y vivimos nuestro ocio. Entre “el mundo” y nosotros se interpone toda una gama de pantallas, ordenadores, tabletas, móviles… Hiperconectados a una “idea” de los demás, a una “idea” de la realidad, desde una “idea” de nosotros mismos, hiperconectados al río de informaciones pero sin la participación de los sentidos, sin contacto directo. Mil “amigos” e infinidad de imágenes compartidas, pero con una incapacidad creciente de reconocer expresiones faciales y de saber reaccionar ante ellas. Y es que es en el “cuerpo a cuerpo” en el que la realidad puede llegar a “decirnos algo” –a pesar de que nuestra mirada necesitada sólo vea y oiga lo que le interesa–.

            Biológicamente no hemos cambiado de forma decisiva en los últimos 10.000 años. La base emocional humana responde a la de unos pequeños grupos sociales que vivían próximos a la naturaleza, conociéndose unos a otros; organizados en familias, generalmente de tres generaciones en estrecha convivencia. Seres de pequeño grupo dotados con una ética de pequeño grupo y adaptados emocionalmente a los desafíos del entorno cazador-recolector, que poco a poco se fueron adaptando a los retos del “nuevo” entorno agrícola. Y de pronto –en unas pocas generaciones–, catapultados a la convivencia urbana de millones de personas, interdependientes para casi todo al tiempo que desconocidas entre sí[1]. Grupos en los que una generación ya sólo parece poder transmitir a la siguiente la vida biológica. Sin contacto directo con el entorno y cortando lazos con la cadena generacional.

            Hasta hace unas pocas decenas de años cada generación transmitía a la siguiente la vida y, con ella, los modos de subsistir y de organizarse; y más: también pistas y experiencias nacidas del asombro y la veneración por la existencia. Por alejados que puedan parecer los sistemas de vida de unos cazadores de la Amazonia, unos pescadores del Vietnam y unos campesinos de la España del siglo XIX (o principios del XX), todos ellos compartían lo más esencial: cada generación recibía de la precedente el conjunto del saber (y saberes) que le permitía seguir con vida, y vivir ésta desde la peculiaridad humana. El pasado sustentaba y orientaba al presente. Y ese modelo básico que valía para las artes de la sobrevivencia, se aplicaba instintivamente a todo. Cada generación se sabía receptora de la herencia cultural tanto como de la herencia genética, las dos a un tiempo: conocimientos técnicos, organización social, cuadro de valores…, todo; cada generación, celosa portadora de un tesoro que transmitía a los descendientes. Una larga cadena ininterrumpida de transmisión que no podía haber surgido de la nada. Una larga cadena cuyo origen había que situar, lógicamente, en un punto exterior a ella misma, en una esfera sobrehumana, en aquel illo tempore en el que algo o alguien tuvo a bien manifestarse, crear y asegurar la vida de todo lo creado.

            Tangun, el primer rey de Corea, que gobernó más de mil años, era hijo de Hwanung -el hijo de Dios, que había sido enviado por su padre a la Tierra para enseñar e iluminar a los seres humanos sobre 360 clases de trabajos, incluida la agricultura, la curación de enfermedades, el buen gobierno y la distinción entre el bien y el mal-. Esa fue la primera anilla de la cadena para los coreanos, la que hacía que se sintieran –y todavía se denominen– “hijos de Tangun”, hijos de un mismo padre, unidos por lazos de hermandad, habitando una tierra sagrada, Corea, elegida por Dios para enviar a su hijo. Y así cada pueblo, cada sociedad humana, ha tenido su historia sagrada; y desde la más tierna infancia, las narraciones han orientado la comprensión y la actuación de los hijos e hijas de cada pueblo. Dioses, héroes y santos protagonizaban aquella parte sobrehumana (sobrenatural) de la historia, la que encerraba el modelo, la fuente de la ética personal y social, la de las técnicas de supervivencia, la de la vida misma. Bajo ese modelo cultural, encarar el presente sabiamente implicaba mantenerse cerca de esa fuente, en la dirección recibida,  la de la verdad y el bien, y ahondar en ello.

            ¿Y hoy? Como evolución natural de un proceso que cobró fuerza en el Renacimiento, hoy es la proyección de futuro –y no el pasado– lo que da forma al presente.  Cuando el objetivo no es ya innovar para mejorar la producción, sino que la innovación misma es el objetivo de la producción, la prospectiva de futuro es lo que orienta y condiciona el presente. Y lo condiciona en todos los ámbitos, pues nada queda (ni es deseable que quede) desligado de aquello que constituye el eje de la supervivencia.

            Siempre las sociedades han sido cambiantes; pero cuando las transformaciones se producían tan lentamente que resultaban imperceptibles para cada una de las generaciones, para los protagonistas de las mismas, la vida se interpretaba como un mar estable, en el que a veces se producía algún oleaje, algún desorden. Si había que remediar desajustes en el funcionamiento, alguna fisura en el orden establecido, nada más apropiado que acercarse al origen, volver la vista hacia el saber celosamente preservado en las “escrituras”… Durante milenios “conocer la verdad” fue sinónimo de afinar en la interpretación de aquella verdad que, un día, tuvo a bien mostrarse; “conocer” encerraba la concepción de recibir, preservar e interpretar, algo que “estaba ahí”. Primero fueron los dioses; más adelante la naturaleza misma (revelando sus leyes a la mirada inquieta de la ciencia), pero básicamente sobre el mismo patrón: algo que estaba ahí se mostraba. Eso sí, ese saber creció tanto y tan rápidamente que hubo que pensar en mejorar los medios de conservación y transmisión. Ese fue, por ejemplo, el propósito de los autores de la Enciclopedia, a finales del siglo XVIII, anunciado en el prólogo de la obra: “reunir los conocimientos dispersos por la superficie de la tierra” para ponerlos al alcance de todos, al servicio de la felicidad y la virtud de la humanidad presente y futura.

            Hasta que llegó el día en que… ¡ni algo se mostraba, ni el conocimiento humano estaba en contacto con la realidad, ni podía estarlo!. Ese fue el vuelco que se produjo a mediados del siglo XX; la mayor aportación del conocimiento del siglo XX –diría Edgar Morin–: el conocimiento de los límites del conocimiento[2].

            El principio de incertidumbre de Heisenberg, la teoría de la relatividad de Einstein, Kuhn y su análisis de las revoluciones científicas, la física cuántica, etc., etc., unos y otros avisando: “no hay más verdad que nuestras interpretaciones”, en verdad no “conocemos”, imposible un contacto directo con algo que pueda considerarse “la” realidad; toda percepción, todo saber, no puede ser más que una reconstrucción interpretativa y, además, vehiculada a través de unas imágenes cada vez más alejadas de los términos asumibles por la intuición humana. Ahí fue cuando se generó una ruptura definitiva con el proceso de conocimiento iniciado desde los albores de la humanidad: adiós al conocimiento progresivo, adiós a la verdad como algo existente “ahí fuera” susceptible de ser transmitida; ninguna objetividad estable, pura construcción interpretativa permanentemente cambiante. Conocedores de nuestra ignorancia constitutiva esencial. Y fruto de la comprensión de la función y los límites del conocimiento conceptual, otro regalo: la toma de conciencia de que la razón no es la única vía de aproximación a la realidad, que la cognición abarca todo nuestro ser, en su vertiente necesitada, generadora de análisis e interpretaciones, y más allá de ella.

            De esas dos vertiente nos habla Jane Goodall, la primatóloga, con una imagen muy gráfica: la de dos ventanas por las que nos asomamos a la realidad[3]. Una, la conceptual, la científica: análisis, interpretaciones, descripciones, más y más afinadas para poder predecir, gestionar, facilitar la sobrevivencia. La otra, la que se abre con el silencio del yo que proyecta, la que se abre cuando las capacidades cognitivas contemplan, simplemente. Una, la que transita por esa poderosa e imprescindible herramienta que es la razón, la que nos equipa para sobrevivir; la otra, la que se abre paso en el sentir lúcido,  atento, y nos convierte en seres capaces de admirar, de venerar y –desde ahí- de entregarnos al servicio de la existencia en todo su despliegue. Una la que se concreta y comunica a través de lenguajes abstractos, conceptuales, otra la que da vida a poemas y metáforas en las distintas artes.

            Y todavía algo más. Desconociendo prácticamente la existencia del “otro”, cada grupo, cada sociedad, podía considerarse a sí misma y a su bagaje cultural como “lo” humano por excelencia, don de la divinidad. De ahí que los “encuentros” –encontronazos– culturales se pudieran justificar como defensa (o exportación de) un bien sagrado frente al “error”, o verdad a medias, del otro. La globalización de los sistemas económicos, y los medios de comunicación que la han hecho posible, sitúan a los habitantes del Planeta entero compartiendo un mismo espacio-tiempo; ello ha dejado al descubierto cómo se repiten los mecanismos culturales que han dado estabilidad y sentido a cada grupo, en función de unos modos de vida; y de ahí la evidencia de la relatividad cultural de la diversidad de sistemas de valores. Y, en consecuencia, la invitación –a todos y cada uno– a revisar las interpretaciones de sí mismos y de los “otros” que llevamos tan hondo incorporadas. Se hace imprescindible una relectura desde perspectivas ya no excluyentes ni exclusivas[4].

            Hasta aquí cuatro pinceladas de la transformación de los modos de relación con la realidad (de directa a indirecta), de la interpretación de la misma (de esencial y sagrada, a cambiante, incierta, “líquida”, difusa…). Y en relación con todo ello, un aspecto más a tener en cuenta: la transformación del uso de las capacidades cognitivas. “Cobrarse una pieza” requería enormes dosis de atención concentrada, focalización de los sentidos, cuerpo y mente polarizados hacia el entorno concreto. Hoy, por el contrario, se necesita habilidad de selección rápida en una marea imparable de información: selección rápida, atención dispersa, flexible. Habrá que ir estudiando las distintas capacidades necesarias en el presente y las mejores vías para desarrollarlas. Pero sin olvidar un dato que tiene sus consecuencias: el uso muy residual de la capacidad de atención concentrada. Un dato que, de momento, queda ahí y al que volveremos enseguida.

            A partir de este croquis podremos reflexionar “sobre el terreno” acerca de las peculiaridades de una sabiduría para, en, el siglo XXI. Será teniendo en cuenta este escenario como podremos preguntarnos por su cultivo.

 

 

Sobre la atención, el silencio de sí y la sabiduría

 

Publicaciones, seminarios, cursos, congresos… todas las esperanzas puestas en la “atención plena” (mindfulness), en “vivir el presente”, el “aquí y ahora”… como solución a todo, prácticamente como sinónimo de “sabiduría” y/o de espiritualidad. Y la atención se muestra como imprescindible, sí, pero no basta, al menos tal como se practica y aplica generalmente en todas esas propuestas.  

            Es verdad que allí donde se introducen prácticas de atención y meditación (empresas, centros educativos, etc.) disminuyen la tensión y la angustia, mejoran las relaciones humanas y la disposición al aprendizaje. No es magia, tiene su fundamento. Receptores de mucha más información de la que podemos procesar, separados de la realidad “presencial”, inmersos en un mundo virtual del que no participa el radar biológico, la vida reacciona en cada uno como lo haría una planta sin raíces, o con muy pocas. De la misma forma en que incorporamos la práctica del deporte para contrarrestar los efectos secundarios de un sedentarismo “antinatural”, proponer unos ejercicios de atención al presente ayuda a paliar los efectos secundarios de un psiquismo desbordado y, a la vez, separado de su medio y de sus ritmos naturales. Permite empezar a recuperar las riendas de la focalización mental, aprender a dirigirla, saber cómo restringir accesos no deseados. Nos permite ser más dueños de nuestras capacidades y de las situaciones, al tiempo que se va fortaleciendo esa gran herramienta cognitiva que es la atención focalizada, concentrada, que se estaba dejado fuera de juego, con bastante inconsciencia en cuanto al papel que juega en la construcción de sentido.   

            Ese es un primer paso necesario pues, sin un mínimo de salud y otro mínimo de poder disponer de esa imprescindible herramienta, poco podríamos hacer. Pero si lo que nos estamos planteando es cómo favorecer la “sabiduría”, no basta. Y posiblemente esa fuera también la intuición de los organizadores del congreso Wisdom 2.0, cuando explicitaron la necesidad de “desarrollar lazos profundos con la realidad” e invitaron a participar a un monje disertando sobre la gratitud…

            Centrar la atención pacifica, y pacificarse aporta un mayor bienestar personal. Pero todavía no sabiduría. Tal como la entendemos, la sabiduría empieza allá donde la comprensión de la realidad se desliga del interés egocentrado y se desplaza hacia el interés por la realidad, lo cual implica bajar el volumen de demandas personales, exigencias, expectativas, deseos… Silenciar, dejar espacio a la realidad. Es atención, sí. Pero una atención peculiar: requiere propiciar y cultivar el silencio de sí para que la realidad, el otro, los otros, crezcan; propiciar y cultivar un interés más y más gratuito. Desde el desconocimiento de la realidad, desde el desarraigo, no puede darse sabiduría. Pero ésta no es cualquier modo de conocer. Sabiduría es lucidez amante, o amor lúcido y comprometido hacia la existencia que se acerca más y más a la realidad, en un gesto interior que se esfuerza por silenciar estereotipos, simplificaciones, proyecciones del yo. Entonces es cuando se comprende y se reacciona desde una perspectiva nueva, libre de nosotros mismos. Y ahí la experiencia de asombro, que constata el carácter instrumental de cualquier concepto, división, explicación o teoría, al servicio de la gestión de la supervivencia: instrumentos que no llegan a “tocar” lo que “aquí hay”. Y tras el asombro, la veneración, la profunda actitud de respeto ante “eso”. Silencio de sí por el que el cuerpo, la mente, el sentir, reaccionan con veneración asombrada ante el latir de la realidad, ante ese “no sé qué” que la habita, no pudiendo más que desear el mayor bien de todo.

            De ahí aquella afirmación de Einstein de que el  valor del ser humano depende del grado en el que logre silenciar su yo. Si la sabiduría tuviera alguna medida, sería esa.  Un camino de un solo paso –decía Junayd al-Bagdâdi, en el s.X–: salir de sí mismo. Y, de hecho, no era otro el objetivo del cultivo de la atención que enseñaba el Buda; su exploración, transformada hoy en remedio a la sobrecarga a la que está expuesto el psiquismo humano en el siglo XXI, buscaba propiciar la desegocentración desenmascarando los juegos del yo mediante la atención. Pero ¿cómo motivar hoy en esa dirección? ¿Dónde fundamentar ese “paso”? ¿Cómo hacer para no quedar en una superficie instrumental? ¿Cómo tener noticia del fruto del silencio de sí, si sólo el silencio de sí permite vislumbrar esa noticia? Porque la mirada vuelta hacia sí no logra vislumbrar la otra cara de la realidad, la que se vive bajando el volumen de la construcción egocentrada. No puede.

            Esa es la dificultad esencial; pero no ahora, siempre. De ahí el esfuerzo pedagógico de tantos maestros de sabiduría de Oriente y de Occidente, su llamada a “despertar”, a reconocer “la joya profundamente escondida en cada uno” (Yoka Daishi, s.VII, China), a apostar por aquel tesoro enterrado en el campo que todo lo vale. Y –dicho sea de paso– la causa, también, de que sus palabras fueran a menudo malinterpretadas. Sin la intuición del infinito que se muestra en cada instante, las invitaciones a “venderlo todo”, a “morir a sí mismo” para no quedar atrapados entre los fantasmas del yo, en lugar de ser captadas como vías de sabiduría, como incitaciones a vivir la “eternidad” aquí, a menudo fueron recibidas como menosprecio de esta vida a cambio de otra futura.

            Bien o mal interpretadas, ahí estaban esas enseñanzas, viajando más o menos entremezcladas con todo el legado cultural que permitía gestionar la realidad existencial de los grupos. La cuestión es cómo captar su sentido hoy; que no pasen desapercibidas cuando los ojos y los corazones van dejando de mirar hacia atrás, hacia el pasado; difícil que de entrada despierten suficiente interés. ¿Entonces? ¿Qué es lo que podría hoy minimizar el poder de la fuerza de la natural egocentración?

 

 

Construyendo una relación significativa con la realidad

 

            La clave ha de tener que ver con ser consecuentes con el conocimiento del conocimiento. La sabiduría es conocimiento peculiar, pero conocimiento; establecer una relación peculiar con la realidad, pero relación. El interés desinteresado, gratuito, que la caracteriza no es algo que pueda imponerse, es un fruto –hemos dicho ya–, fruto de la percepción del valor de la realidad. El punto de partida de esa percepción tiene que ver con el logro de generar una relación de calidad con la realidad, de hondura, desde las que son las bases del conocimiento en el siglo XXI. No las del siglo I, ni las del siglo X.

            ¿Qué puede significar eso? ¿Cómo se concretaría? En no transmitir, por ejemplo, montones de conocimientos como si en verdad se tratara de verdades cerradas y definitivas. ¡Sabemos que no sabemos! Decíamos que las ciencias cognitivas nos han puesto frente a dos certezas: de una parte, frente a ese carácter limitado e instrumental de nuestros saberes; de otra, ante la comprensión de que el conocimiento no discurre por una sola vía. A raíz de su experiencia con las dos ventanas, Goodall subrayaba que fue la segunda la que, diluyendo etiquetas y fronteras, la situó en el seno de la vida, permitiéndole sentir la profunda unidad de todo y con todo. Qué triste sería –concluye– que los humanos perdiéramos el sentido del misterio, la capacidad de admirar y sentir ese profundo y sobrecogedor respeto; que la lógica y la razón nos alienara por completo de nuestro ser más profundo[5]. Dos ventanas, dos niveles de la cognición humana. Y una enseñanza consecuente con el “conocimiento del conocimiento” ha de ser capaz de entrelazarlas; lejos de contraponerlas como si la una negara a la otra, las toma a las dos en consideración y alimenta las capacidades que las hacen posibles: capacidad de interrogación, de reflexión, de autonomía personal, y de atención plena, contemplativa, silenciada, pues es la suma de ellas lo que alumbra nuestra capacidad de asombro, de interés, de amor. Así en las palabras del médico, músico y místico Albert Schweitzer: Cuanto más fina y penetrante es la descripción científica, mayor es la admiración ante el misterio de la existencia, ante el irresoluble enigma de la presencia de una gota de lluvia, o de un copo de nieve. Me esfuerzo por no dejar morir la capacidad de soñar, espoleándola con los mil prodigios que se pueden contemplar a cada instante y cuantos más años pasan, más se multiplican éstos[6].

            La semilla de la sabiduría puede echar raíces en un proceso de aprendizaje que equipe para la aventura de la vida desde la plena conciencia de la incertidumbre que habitamos, y del tesoro que encierra. Que, desde ella, invite al reconocimiento de todas las dimensiones de la realidad, explorándolas desde las vías conceptuales y las silenciosas.  En un proceso que no puede olvidar alfabetizar en los lenguajes propios de cada una de ellas (conceptuales, simbólicos, metafóricos, visuales, auditivos, etc.) Que ayude, a su vez, a comprender las funciones del “yo” y sus límites, curando de las falsas creencias sobre uno mismo que amontonamos día a día.

            En esa construcción, o reconstrucción, de una relación significativa con la realidad (así como con nosotros mismos) es cuando volver la mirada hacia la sabiduría del pasado adquiere sentido de nuevo –si es que nos hemos hecho capaces de interpretar los mensajes que transitan por claves simbólicas–. Pueden volver a cobrar vida todas esas palabras centenarias, milenarias. No ya como andamiaje que pretendiera fijar un escenario de vida donde no puede haber puntos fijos, sino como pistas a explorar, pistas nacidas de la experiencia, que avisan de los vientos y corrientes que pueden favorecer una ruta valiosa. Ni fijan en escenarios del pasado, ni apuntan a otra vida, ni son motivo o justificación de encontronazos culturales.

            Una imagen de Pierre Levy[7] nos podrá ayudar: dibuja el contraste entre un arca y una tabla de surf. Ante el diluvio, Noé cargó con todo, con todas las formas de vida, para protegerlas. La imagen del arca sugiere ese perpetuar la vida resguardando el tesoro que se posee, protegiéndolo de los embates, de los cambios. En el interior del arca –en el seno de cada sistema cultural–, la vida estaba asegurada. Durante siglos, milenios, cada persona, cada grupo, pudo concebir y afrontar la existencia y una vida en profundidad como si se tratara del interior de una gran arca protectora de las propias verdades y del grupo mismo. En esas condiciones, quienes –desde actitudes profundamente sabias– transmitían sabor de verdad a los suyos, no ponían en duda el saber heredado; lo reinterpretaban arrancándolo de unos usos fosilizados, remitiendo a su sentido original olvidado (“pero yo os digo…”), dándole nueva vida.

            Ahora bien, cuando se ha diluido toda certeza, cuando no hay ningún punto fijo, cuando se concibe el conocimiento como interpretación limitada y cambiante, cuando no hay más realidad de futuro y de presente que la que se va creando paso a paso, entonces no es un arca lo que hace falta sino una tabla de surf, miles, millones de tablas de surf con las que encarar los embates del oleaje de la incertidumbre -¡y la pasión de los surfistas para hacerlo!-. Se trata de ver cuál es la fuente de estabilidad en pleno oleaje, cómo sostenerse gozosa y humanamente en pie, cómo aprovechar las corrientes y los vientos para poder vivir sabiamente, amantes de la existencia, colaborando en el bien de todo y de todos; encarando la subida de las aguas no como algo angustioso de lo que desearíamos protegernos, sino como lo que es: el modo natural de vida, algo que está ahí para quedarse. Y desde esa perspectiva los legados intocables y sacrosantos despiertan muy poco interés; pero sí las pistas de los sabios, cuando pueden ser percibidas como experiencias reales, dignas de ser exploradas.

            Aprendiendo a aprovechar esas orientaciones, es cuando se aprecia que no pretenden apuntalar “mi” (“nuestra”) verdad contra la verdad que da sentido al grupo que navega en otra arca, sino que avisan de las posibilidades de una vida verdaderamente humana y alertan de la ignorancia que nos deja atados a medio camino, conformados con sobrevivir. Cuando la globalización sitúa a las distintas sociedades compartiendo un mismo espacio-tiempo, qué necesario resulta comprender esto. Y, entonces, ¡bendito tiempo éste que nos ofrece, no una, sino innumerables fuentes de sabiduría!

            En otro tiempo el criterio de “veracidad” –válido para cualquier ámbito del conocimiento– radicaba en poder establecer el enlace con la “fuente”, en poder dar fe de los eslabones de la cadena de transmisión; y lo contrario al error –la condición de acierto–, en no apartarse del modelo del pasado (“si entonces fue así, es que debe seguir siendo así”, por los siglos de los siglos…). La imagen que parece concordar más con la configuración de la realidad móvil del presente es la de la red, red de redes, intercambio de conocimientos, trabajo en equipo, comunicación, tanteos… Ese es el modo de concebir el conocimiento y de proceder que se percibe como natural, tan natural como pudo serlo en otro tiempo el de la cadena intergeneracional. En esa realidad de redes fluidas difícilmente podríamos determinar puntos externos donde “fijar” el criterio de verdad, o el de “auténtica fuente de sabiduría”; no se podrá contar con más criterio que la capacidad de reconocer el “sabor” que desprende la relación significativa con la realidad, sabor de gratuidad, de interés pleno; una capacidad desarrollada en pequeñas comunidades de aprendizaje sin más jerarquía que el compromiso y los tanteos de todos y cada uno.

            Se podrá objetar que sin ese criterio externo, fijo y definitivo con el que contrastar, puede colarse mucha oferta de poca calidad, mescolanzas de todo tipo. Cierto. Pero eso no debería asustarnos demasiado: también ocurría antes. No hace falta ir a buscar muy lejos. La historia nos muestra que no todo era oro en esas líneas de transmisión tan verificadas. ¡Cuánto dolor, cuántas condenas, cuantas muertes, en nombre de verdades  sabias y sacrosantas! El yo, los yoes, con todas sus inseguridades personales y colectivas, pueden siempre interferir distorsionando.

            De ahí que cerremos esta reflexión volviendo al punto de partida. No vale menospreciar las limitaciones de los tanteos del presente desde añoranzas de la grandeza del pasado. El cambio de escenario plantea unos retos inmensos ante los que sólo vale ponerse manos a la obra, sacando de las arcas el legado del que cada cual –en una medida u otra– se sepa portador, y ver cómo puede ofrecerse esa riqueza al servicio de los atolondrados, geniales, intrépidos o ignorantes –de todo un poco–, que se sostienen tan bien como pueden sobre sus tablas, en una realidad en transformación continua que no han generado ellos, ni ellas, y para la que no están, ni estamos, equipados todavía. 

 

 


[1] Irenäus Eibl-Eibesfeldt. La sociedad de la desconfianza. Herder, p. 49.

[2] Edgar Morin. La mente bien ordenada. Seix Barral, p. 72

[3] Jane Goodall. Gracias a la vida. Mondadori, p. 160-165

[4] muy recomendable la lectura de Identidades asesinas de Amin Maalouf (en Alianza. O: Indentitats que maten, en La Campana)  

[5] op. cit. p. 165.

[6] Albert Schweitzer. Souvenirs de mon enfance. Istra, 1951, p. 66.

[7] Pierre Lévy. La cibercultura, el segon diluvi? Proa, p. 127

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