Un cosmos que danza

Para el derviche, cuanto existe danza, del átomo a los planetas que gravitan en el universo. Danzan los animales, la lluvia, el viento, también las piedras, los árboles y el ser humano. Todo es samâ, todo danza al son de una misteriosa melodía, interpretada en la distancia por un ejecutante invisible, como dijera Einstein. No existe en la creación más que vida y la esencia de ésta es el movimiento, la (re)creación renovada, en cada sístole y diástole, de una realidad inacabada, que se contrae y se expande, muere y renace, a cada instante.

El derviche no persigue atrapar la realidad; antes bien, expresa al danzar su solidaridad con un cosmos habitado por el ritmo, el orden geométrico y el movimiento duradero. Danzar es trascenderse, situarse en el lindero de lo humano, para hacerse partícipe de la liturgia de la vida y sus leyes. Danzar significa vaciarse, morir a sí mismo. En la muerte simbólica halla el derviche la comprensión del misterio de la vida. Morir es para él vivir más. Al cabo, el derviche encuentra su plenitud en el vacío. Escribió Yalaluddín Rumí, maestro de derviches, allá por el siglo XIII: “No ser nada es la condición requerida para ser”. Danzar es unión: unión del hombre consigo mismo, con el resto de seres humanos, con el cosmos y, a la postre, con el misterio de lo divino.

La danza constituye el primer y fundamental arte del hombre. Con todo, el samâ’, la danza derviche del giro, más que arte es celebración, rito sagrado, plegaria en movimiento, que utiliza el cuerpo como instrumento. El material del samâ’ es, en efecto, la propia corporeidad del derviche. Danzar es, para él, celebrar el misterio de lo divino con la totalidad de su ser, el cuerpo en primer lugar. El derviche se distancia así de las llamadas religiones del Libro -judaísmo, cristianismo e islam- y su repudio atávico de lo corporal. El derviche, a diferencia del predicador, no habla el dialecto de la culpa.

Danza: el primer arte del hombre y tal vez el más esencial y puro de todos, según el decir de Maurice Béjart. Sublime arte del instante, de la danza, al final, no queda nada. Por ello, el samâ’ sólo existe mientras el derviche lo ejecuta, en el momento preciso de la entrega a la espiral embriagadora de su efímero girar.

El samâ’ es una danza circular, como lo es el movimiento giratorio del peregrino musulmán en torno a la negra Ka’aba de La Meca o el discurrir cósmico de los planetas alrededor del sol. El movimiento circular es el movimiento perfecto, el de las esferas, el de la regeneración, contrariamente al de la línea recta que representa el mundo de lo corruptible. El círculo constituye una unidad completa y muestra, al tiempo, la unidad del punto de origen. Carece de principio y fin, siendo finito e infinito a la vez. El círculo constituye para el derviche el espacio por excelencia del viaje alquímico, de la transmutación interior. El círculo permite hacer visible lo invisible. El punto, por su parte, es la primera de todas las determinaciones geométricas, de igual manera que la primera de las determinaciones matemáticas es la unidad. La unidad y el punto constituyen la expresión del ser. El círculo aparece, así pues, como irradiación del punto, que es el centro. El punto es, al mismo tiempo, el principio, el centro y el fin de las cosas. El movimiento del samâ’ derviche se hace desde el centro y remite, justamente, a la inmovilidad vibrante del centro. El derviche es punto y círculo a la vez. En el lenguaje sufí, hallar el centro, único sentido del vivir, es degustar la totalidad.

El derviche gira de derecha a izquierda, en un flujo de movimiento constante, como el grácil deslizamiento de la pluma del calígrafo sobre el papel virginal. De derecha a izquierda, o lo que es lo mismo, hacia el corazón, ab intra. De derecha a izquierda, en sentido contrario a las agujas del reloj, esto es, a contratiempo. El derviche, con su faldón blanco desplegado como un pájaro alado, anhela remontar el curso de la historia hasta el instante en que fue uno con la divinidad. El pájaro de fuego del espíritu abandona, por fin, el nido del cuerpo. El viaje del derviche no es sino un vuelo de Dios a Dios en Dios.

El derviche celebra danzando el incendio del corazón, la súbita ebullición interior, liberado de todo deseo, incluso del deseo de Dios. Al fin y al cabo, sabe que a Dios no se le encuentra buscándolo, aunque quienes no lo buscan jamás lo hallarán.

Por Halil Bárcena

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