MIRO, Y LAS COSAS EXISTEN…*

* fragmento de La verdad del silencio:
  por los caminos del asombro.
  Barcelona, Herder, 2009. (pgs. 67-72)

«Miro, y las cosas existen.
Pienso y existo sólo yo.»
(Fernando Pessoa)

Como quien otea atentamente hacia la lejanía buscando reconocer aquello que no ve, puede mantenerse [hacia la realidad] el interrogante, la atención, la polarización del interés. «Firmemente tendidos hacia» esa realidad que se intuye, que se adivina…, hasta que la misma toma cuerpo, crece, se muestra. Un esfuerzo por insuflar vida a la vida o, también, renuncia que devuelve la vida a la vida. Se insiste en ello una y otra vez. Así escribe Van Gogh a su hermano Théo:

Cuando se quiere dibujar un sauce llorón como si fuera un ser vivo, y así es a decir verdad, todo lo que lo rodea viene relativamente solo, siempre que se haya concentrado toda la atención sobre el árbol en cuestión, y que uno no se haya detenido antes de haberle dado vida.

La verdad del mundo es vida, es existencia. Si no lo es, será que no se ha establecido relación con el mundo sino con el concepto que lo doblega a nuestro interés, que lo modela a nuestra necesidad. Conocer será dejar ser, y la tensión de las facultades, en estos textos, ponen el acento en ese esfuerzo por dejar ser. Su Dongpo, en términos muy parecidos: «para poder pintar un bambú tengo que lograr que el bambú se forme en mi pecho mostrándose como bambú»  [ 1 ]. Cézanne: «evitar doblegar al motivo, al contrario, adaptarse a él, dejarle nacer y germinar en el propio interior en una disponibilidad total».[ 2 ] Y Gao Xingjian:

La observación de la persona que consigue sentir el latido de la vida trasciende cualquier juicio de valor. […] El escritor que observa la realidad sin depender de juicios de valor convierte la observación y la búsqueda de la realidad en su ética particular y superior.

Y de nuevo la voz de Balthus:
Un pintor ejercita siempre la mirada; se trata de ir «más lejos» de lo que te muestra el entorno, pero ese «más lejos» está aquí mismo, en la realidad misma, en ningún otro lugar. No dejas de mirar, en estado de alerta, da igual que tengas la vista tan mal como la tengo yo ahora, lo que importa es el estado de tensión de la mirada interior. Esa manera de penetrar las cosas con la certeza de que están absolutamente vivas, en una inimaginable plenitud.

¿Qué es lo que llama a salir, a abandonar la casa? —se preguntaba María Zambrano—. «El ser, el ser de las cosas que son» (1990: 85) En la medida en que ese «cobrar sentido» se denota desde el propio vivir («en el pecho», «en el interior», vida que reconoce vida) se comprende el uso de términos que apuntan a «recepción», a «acogida». Pero vemos aquí la otra cara de ese movimiento. Se trabaja con los ojos, con los oídos, con el sentir, pero no son ni los ojos, ni los oídos ni el sentir. Son y no son, constituyen el resorte, el medio, para lograr movilizar esa «visión interior», «oído interior» que despierta en esa tensión avivada en y por el interés desegocentrado, absoluto, radical. Mirada que siente: sentir las cosas. Y, entonces, se constata su plenitud, su vida. El sentir gobernado desde el «yo» es el sentir reactivo, sentir que reacciona ante placer o dolor, la satisfacción o insatisfacción; no es un sentir capaz de reaccionar ante algo con independencia de su implicación (como sujeto) en ese «algo».[ 3 ] La «mirada interior» de Balthus apela a una penetración en el existir de las cosas, penetración en el existir. Como en la práctica japonesa del tiro al arco, la cuestión no es la agudeza del órgano de la visión. Es una precisión de otro orden; que nace de dentro, libre, descargada del peso de la costumbre, de las expectativas; libre de una visión o comprensión de la realidad fijada por el hábito. Mirada desde el interior, que ve y siente aún si los ojos están enfermos.[ 4 ] Ve y siente una realidad que ha dejado de estar enfrente, ve porque es lo visto, «aquí m’estic tot sol vora el mar, sóc la natura sentint-se a si mateixa» —dirá Joan Maragall.

A la pregunta de qué significa para él la aventura de esculpir o de pintar, Giacometti responde:

ver, comprender el mundo, sentirlo intensamente y ampliar al máximo nuestra capacidad de exploración […] De cara a la sociedad es una actividad inútil. Cada obra de arte se ha engendrado absolutamente para nada, fuera de esa sensación inmediata que se vive en el intento de aprehender la realidad. Y la gran aventura [trabajando un rostro], es ver surgir cada día algo absolutamente nuevo y desconocido en ese mismo rostro. Es algo más grande que dar no sé cuantas vueltas al mundo.

Espacio vacío, silencio del yo, como vía de conocimiento; es un acercarse a la realidad que obliga a romper la distancia objetiva, a romper la dualidad. El propósito del silencio del «yo» no es otro. Un silencio que se concreta en olvidar (en no alimentar) todo aquello que pueda dar consistencia a la solidez de la individuación: éxito, búsqueda de resultados, historia personal, relaciones…

Cuando una pintura carece de vida —nos dice John Berger— se debe a que el pintor no ha tenido el coraje de acercarse lo suficiente para iniciar una colaboración. Se queda a una distancia de «copia». Acercarse significa olvidar la convención, la fama, la razón, las jerarquías y el propio yo.

Acercarse es estar dispuesto a consumirse. De ahí la constancia de la imagen de la llama, la llama que transforma consumiendo, la llama de amor de Juan de la Cruz, de Yunus Emre, de Goethe, amor que transforma en luz. Porque acercarse es un «laborar contra sí», acercarse o vaciarse: los dos extremos se tocan. Así lo vemos en estas pocas líneas de Francisco Pino:

En poesía hay que perseguir, seguir un rastro, aunque no se consiga. Aunque dé miedo. Porque la poesía es susto, caminas sobre un alambre expuesto a caerte, a no ser nadie. El poeta labora contra sí. Ofrece un contra sí, y no puede hacer posible nada más que a través de su incendio. Por eso el poeta no comunica nada, se manifiesta encarnado en llamas, enllameado.[ 5 ]

Consumación, destilación capaz de mostrar. Intersección en la que resplandece la verdad, espacio-luz… (Trías 1999: 415). La obra de arte y, quizás, el mismo artista en la medida en que el arte le haya transformado en habitante del límite, se nos ofrecen como verdadera experiencia simbólica, certificando todas aquellas afirmaciones de Cassirer, Gadamer, Trías… que nos hablaban de ello, del arte y su ofrecimiento de verdad que es tal en cuanto que se produce esa experiencia. Consumación que encarna el engarce y lo hace inteligible. Y, avanzamos, que el espacio simbólico propio del arte será la obra, no necesariamente el artista. Éste, como el científico, o el filósofo, el buscador, el amante de la realidad desde cualquier ámbito, se acerca lo suficiente a la frontera como para poder dar noticia de ella. Puede concentrar su camino en el proceso creador, pero desandarlo una vez completado éste. Pero desde cualquier camino de conocimiento, también el arte, habrá quien a fuerza de asomarse un día no retroceda más. O quien buscaba precisamente eso: transformarse a sí mismo en espacio simbólico, en carne simbólica. Todos compartirán la condición fronteriza pero propiamente hablando, el ´»ser del límite» será ese «habitante de la frontera» que ha dejado atrás (o calcinado) su «yo soy» por el «Es», o el «Soy», del cerco fronterizo. [ 6 ]

Sea como fuere, ese acercarse, o incendio, o vaciado, o silencio del sujeto, en el grado que sea, se lleva a cabo desde el propio ser sujeto. Desde aquello que constituye al ser humano como tal: mente, sentir, acción. Para desplazar al sujeto habrá que hacerlo desde esa constitución suya, en varios frentes a la vez, o polarizando el esfuerzo en uno y remolcando al resto a partir de éste. Ambas posibilidades se muestran como opciones válidas…


[1] F.Jullien. La grande image n’a pas de forme. Paris, Seuil, 2003. pág. 254
[2] ibidem. pág. 239
[3] Zambrano estaba convencida de la importancia del desarrollo de la atención sostenida. En sus Notas de un método, muy especialmente, desgrana pautas para un aprendizaje que tome en consideración la doble posibilidad humana de forma armónica («conocer» y «saber», dirá ella). Su propuesta insiste en la importancia de una disciplina mental que considere, simultáneamente, el trabajo de concentración que permita una atención activa prolongada «tendida hacia» y una entrega meditativa, libre, dispuesta, capaz de acoger lo que «ahí hay». Simone Weil, respondiendo a la misma preocupación, abogaba por «educar la atención», una mezcla de capacidad de espera y deseo, de vacío, apertura y tensión hacia (1993: 68-72), con el convencimiento de que, con las condiciones adecuadas, aquello que ella llamaba «vida de gracia», era una posibilidad de todo ser humano.
[4] «Un acto de atención —dirá Bergson— implica tal solidaridad entre el espíritu y su objeto, es un circuito tan bien cerrado, que no se podría pasar a estados de concentración superior sin crear con todas las piezas otros tantos circuitos nuevos que envuelven al primero y que no tienen en común entre sí otra cosa que el objeto percibido» (1987: 65)
[5] en El País, 24-07-1999 (suplemento Babelia, pág. 5)
[6] «si Te tocan, me tocan, Tu eres yo», «en el fondo de mi nada, Tu», dirá al Halladj, hasta llegar a formular aquel Ana’l Haqq’ —»yo soy la Verdad»— que le costó la vida.

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